Salud

Bullying en primera persona

El bullying, maltrato o acoso escolar no acaba cuando acaba. Sus huellas pueden atormentar la vida adulta. El tema no es pasajero ni relativo al baúl de una muy lejana e inocua niñez. Hablan aquí de recuerdos y convenientes olvidos víctima, perpetradores, testigos y especialistas, en el Día Mundial contra el Acoso Escolar

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Tengo cuarenta y ocho años, edad de supuestas certezas y conquistadas oscuranas. Pero sigo soñando con la niña que me acosó desde el preescolar hasta el último día de bachillerato. La rubia de ojos azules, líder innata que tantas veces orquestó maltratos grupales, aparece en mis faenas oníricas como un fantasma. A veces en la lejanía, sin hablarme. Al despertar siento rabia y me pregunto por qué, habiendo tantas cosas maravillosas por las que pasear el inconsciente, me detengo aún en quien está lejos de mi vida y nada me importa. Y el desconcierto se hace incisivo porque he creído solventando el tema a través de horas de terapia; porque puedo considerarme sana; porque he terminado por aceptar que, me guste o no, el acoso escolar —y la soledad que trajo consigo— me condujo a la sacralidad de la escritura.

Es científico: hay consecuencias

Está demostrado que la intimidación sufrida durante la infancia se revela en la adultez a través de serios trastornos psiquiátricos que pueden conducir a depresión, ansiedad, pánico, personalidad antisocial, pensamientos recurrentes de muerte y hasta suicidio. Lo novedoso es que estas marcas no solo ocurren en las víctimas sino también en los ejecutores del acoso, ante lo cual el matoneo requiere mucha atención, pudiendo convertirse en un problema social a gran escala.

«El daño psicológico no desaparece por el hecho de que los afectados se hagan mayores o por dejar de ser acosados. Esto es algo que permanece con ellos. Si pudiéramos manejar esto ahora, se podría prevenir multitud de problemas posteriores», afirmó en 2013 William Copeland, coautor de una investigación realizada por el departamento de Psiquiatría de la Universidad de Duke (Carolina del Norte, EEUU). Los resultados —basados en veinte años de estudios—  causaron gran revuelo al ser publicados por la revista JAMA Psychiatry.  

El vocablo bullying es un anglicismo no registrado por la Real Academia Española, pese a su muy extendido uso. Se refiere a toda forma de maltrato físico, verbal o psicológico que se produce entre escolares, de forma reiterada y a lo largo del tiempo. Me gusta la palabra “matoneo” por lo que tiene de real. Quien acosa —por dulce y tierna que sea su edad y su mirada— es un bully, traducible simplemente como matón: “hombre jactancioso y pendenciero, que procura intimidar a los demás”. Y eso es un niño que de manera consciente o no suministra a sus compañeros venenosas dosis de sus carencias emocionales.

De todas todas

Motivos de burla eran mi baja estatura, mis dientes amarillos, mi tartamudez y el temblor de mis manos, éstas dos últimas discapacidades me acompañan hasta hoy de forma aireada. Eran muchos tickets para una misma rifa. Lo sé.

En mi memoria hay episodios muy concretos y otros que medio olvidé. En primer grado me bajaron las pantaletas, me las quitaron y me rodearon jugando con ellas. Por años se recordó aquel humillante incidente con remozadas burlas. Varias veces me encerraron bajo llave en el armario durante todo el recreo. Cualquier desavenencia con la rubia —en mínimos intentos de no secundar sus mandatos— hacía que muchos me dejasen de hablar por días e incluso semanas. Cuando intentaba intervenir, la clase se llenaba de risas y comentarios hirientes. Fueron muchos los recreos de meriendas y lecturas en soledad. No pocas veces me pellizcaron, me golpearon, me escupieron, me empujaron, me quitaron la comida, me dijeron “enana de circo”.

El último exitoso bullying emprendido por la susodicha rubia fue buscarme en un recreo del quinto año de bachillerato para ordenarme que la acompañase a la oficina de la Madre Superiora —entonces el colegio judío al que asistí en Maracaibo llegaba hasta tercer año y era extraña tradición terminar el bachillerato en el Colegio La Presentación, de estrictas Hermanas Dominicas de origen colombiano— para exigir explicaciones sobre el sermón mañanero en el que la religiosa había afirmado que los judíos mataron a Cristo. Esa vez me paré en seco, dije que mis conocimientos de Historia y Religión no me permitían semejante osadía. Y no fui. Aquello me ganó un baño de insultos e hizo que ella y su grupete dejasen de tratarme el resto del año escolar. Fue un alivio saberla lejos en el acto de graduación.

Luego mi vida se hizo literatura, amigos serenos y respetuosos. No volví a ver a la rubia sino hasta hace unos doce años, en un viaje de trabajo al país centroamericano al que se mudó. En nuestro fugaz y muy político reencuentro la percibí tan demacrada, triste y avejentada, que los sueños cesaron por un tiempo. Solo por un tiempo.

Hablan compañeros de clase

El año pasado cité en un chat de Facebook a varios compañeros junto a los que transité el mundillo escolar. Etiqueté a aquellos que me violentaron directamente, a amigos cercanos y a otros que con temor e insensibilidad vieron los toros desde la barrera. Les conté que escribiría esta nota y prometí resguardar sus identidades.

Todos vieron el mensaje. Pocos contestaron. La hoy mujer de ojos azules fue de las primeras: “Desafortunadamente no tengo nada que aportar a tu artículo… Siempre te quise mucho y te consideré una de mis mejores amigas… Es posible que sufra de Amnesia Selectiva… Abrazos!!!”.

Hubo una chica que abandonó el colegio en segundo grado. Era terrible, tanto o peor que la otra. Con ella retomé contacto hace un lustro confiada en cuan distante quedaba la infancia y en los tantos intereses creativos que nos unían en la adultez. Sin embargo, la amistad no fraguó. Quise que me contara lo que yo creí haber olvidado, pero se negó con ojos lluviosos. Confesó que haberme maltratado le había causado sentimientos de culpa que debió trabajar con su analista. En una ocasión en que salimos a tomar café, llamó a uno de los pocos varones que la secundaban en sus maldades y sin que yo consiguiera terminar de saludarlo, él arrancó a pedirme disculpas. Quedé sorprendida, eso no venía a cuento. Ninguno de los dos respondió a mi mensaje de Facebook, pero tampoco han estado en mis sueños.

Una niña con la que estudié toda primaria, compartí tardes de ocio y llantos —por azar he trabajado con ella en tiempos recientes— señaló en el chat que nada podía aportar: “Solo recuerdo momentos agradables en tu casa, donde hacías lindas fiestas y estudiábamos con mucho placer. Besos y éxitos!”.

Apenas una de las convocadas a la conversación cibernética aseguró no tener “memoria selectiva” y antes de confiarme sus recuerdos por mensaje directo me pidió perdón temiendo herirme. Dijo llorar mientras tecleaba: “¿Recuerdas cuando menstruabas? Decían que usabas una curita y lo gritaban entre los chicos en los recesos. Las mofas a tu letra y tu habla en los interrogatorios orales hacían que me sentase a tu lado en señal de apoyo. Recuerdo que me decían ‘empújala para que termine de arrancar’. Se burlaban de tu estatura, del tamaño de tus zapatos. Siempre recuerdo a tus padres apoyándote. Te recuerdo frente a tu máquina de escribir, en tu habitación alfombrada y llena de libros. Las burlas nunca se me han olvidado porque conmigo también hicieron picadillo por no tener padre. Gracias a Dios ese periodo de tu vida causó efecto contrario al que muchos hubiesen querido, te hizo fuerte y emprendedora….Hoy en día muchos de ellos son lamentablemente unos fracasados”.

Mi mejor amiga de infancia, con quien sigo hablando en fechas importantes —ella misma madre de un joven que en algún momento vivió acoso escolar—, respondió a través de un largo y afectuoso correo electrónico. Ante todo dijo no recordar ningún hecho que pudiese clasificarse como bullying y atribuyó lo que yo podía sentir a la ignorancia de padres y maestros: “Nuestra infancia estuvo enmarcada en un ambiente de ingenuidad y falta de información. En nuestras casas el esquema de ‘eso se le pasa’ era la cura perfecta para los males no físicos. Crecimos sin mucha información de lo que pasaba en nuestro entorno, y aquello que ameritaba atención especial no sabíamos cómo manejarlo. Maracaibo era un pueblo y su gente pueblerina. En ese contexto estabas tú, una chiquilla que necesitaba sabiduría de quienes te rodeábamos. Nunca me fijé en que eras diferente o padecías algún problema, para mí eras mi amiga. Recuerdo episodios en los que algunos te molestaban, pero a muchos molestaban. Eran muchachos que se creían más grandes, más astutos y por ello se aprovechaban de todo aquel que podían. Recuerdo que tu mamá solía quejarse y lo hacía directamente con los muchachos, sin mucho resultado. Pienso que las bromas pesadas eran producto de no tener nada que hacer, de no tener orientación adecuada y correcta supervisión, de querer hacer reír al grupo y sobre todo demostrar quién era más listo. Eso es normal en esas edades. Hubo un error muy grave y fue por parte del colegio y de nuestros padres. El colegio no nos orientó sobre tu caso, sobre la diferencia entre broma y ofensa y sobre el apoyo que teníamos que darte. Nuestros padres no estilaban hablar con sus hijos estos temas.  Eran otros tiempos. No creo que había una intención de hacerte daño, con premeditación y odio, como es el bullying de hoy”.

La desmemoria de un profesor

En Facebook también está mi profesor de Literatura de los tres primeros cursos de bachillerato. A él debo mi pasión por la lectura. Creo haberle mostrado algunos de mis primeros cuentos. Sus métodos no eran los más ortodoxos: cuando tartamudeaba daba horrendos golpes sobre el escritorio para que arrancara a hablar. Mucho lloré mientras él decía que era por mi bien. Lejos de lo que pensé siempre, él ignoraba lo que me ocurría: “No pensé que era bullying, tus compañeros querían ayudarte, lo mismo que todo el personal docente. Lo comentábamos en consejo de profesores, pero nadie se atrevía a ayudarte directamente por temor al representante, que pagaba. Creo que puse mi grano de arena para que superaras los nervios. Tus compañeros te respetaban mucho porque eras fuerte en competencia como estudiante y ellos no se podían permitir que los superaras. Las cosas que te podían decir o hacer eran para ayudarte, al menos eso me manifestaban cuando alguna vez los llamé aparte y los regañé”.

Amigos especialistas en salud mental

Comenté a apreciados amigos psicólogos y psicoanalistas sobre este trabajo y mis sueños. Sus acotaciones airean rotundas consideraciones sobre la importancia de manejar con mucho cuidado el tema, por insignificante que luzca.

El psicoanalista y escritor Fernando Yurman explica que el maltrato infantil tiene siempre una secuela traumática: Ya sea porque se enlaza con otros significados de la escena original, o porque su persistencia afecta el desarrollo temprano de los primeros esbozos del ‘Yo’ y el ‘Otro’. El bullying escolar es una lesión a un organismo psíquico en crecimiento, de allí su importancia. Los padres deben escuchar minuciosamente la experiencia de sus hijos, o tomar en cuenta la ‘sospechosa’ falta de relato de la misma, para intervenir o dar cuenta a la administración de la escuela y a su gabinete de orientación. El comportamiento agresivo tiene una base grupal que es preciso desarmar. Las nuevas memorias, o la amnesia que procuran las nuevas etapas, no siempre atraviesan las marcas del bullying, y no terminan de disolverlo. La infancia siempre es un anacronismo, un destiempo que mucho después hace ‘historia’ de la Historia. Mejor que Freud lo dice Arnaldo Calveira, un extraordinario poeta coprovinciano, en un verso otoñal:  ‘Las cosas que me pasaron en la infancia me están sucediendo ahora’”.

Manuel Llorens, psicólogo y poeta, no se atreve a dar interpretación a mis sueños sin que medie una relación psicoterapéutica, pero explica que Freud consideraba que seguimos simbolizando las angustias presentes con las imágenes de las angustias tempranas: “Es probable que algunas angustias actuales cobren la forma de episodios angustiantes que viviste de pequeña. El que eso continúe, siendo una mujer exitosa y adaptada, probablemente significa que tus habilidades y tu empeño te han permitido construir una vida más allá de las angustias infantiles, lo cual es un buen camino a apuntar con jóvenes que están viviendo estas situaciones. Conseguir un espacio para desarrollar y confiar en sus habilidades ofrece refugio. La literatura es un refugio maravilloso, amplísimo y lleno de vida para jóvenes inteligentes. La recomendación principal desde mi lugar como psicólogo es fortalecer los vínculos con nuestros hijos. Eso significa construir relaciones sólidas con apertura para escuchar que nos permita detectar cuando están atravesando dificultades. Donde hay confianza para que el o la joven que atraviesa momentos de angustia vaya a donde algún adulto a contarle lo que está atravesando. Y en segundo lugar, darle importancia a los reportes de acoso, que a veces se minimizan. Involucrarse para escuchar bien, investigar qué está pasando y junto al equipo de adultos encargados tomar medidas concretas para proteger a los que están vulnerables y detener los episodios de acoso”.

Ruth Hernández, psicólogo, psicoanalista y también poeta, apunta que en el bullying aparecen cuatro elementos: “El cálculo anticipado de dañar al otro, la repetición sistemática del daño, la permanencia del objeto al que se dirige la agresión y su indefensión. En tal sentido, el sujeto que ha experimentado violencia física y emocional arrastra como consecuencias al menos dos posiciones que estructuralmente son una, a saber: el acosador segrega socialmente a la víctima por medio de la violencia, y la víctima, ante el terror a repetir una situación traumática similar, tiende a aislarse del mundo social. Se produce así un aislamiento-segregación de todo lazo simbólico. Están además los testigos, muchas veces mudos y expectantes ante el temor de ser ellos también víctimas en un momento dado. Habría que abordar este asunto en profundidad, yendo más allá de las estadísticas; como diría Paul Watzlawick: ‘Las estadísticas son como los bikinis, lo que enseñan es revelador, pero lo que ocultan es crucial’. En lugar de contabilizar el incremento de los actos violentos y ver cómo vamos perdiendo ante este mal moderno, podemos ocuparnos del punto ético y asumir un compromiso como padres, docentes, directivos, psicólogos, psicoanalistas y ciudadanos vinculados a los espacios en los que el maltrato se hace presente. Me pregunto: ¿será posible transformar la indiferencia o complicidad que tenemos ante el bullying en alguna forma de responsabilidad social colectiva?”

Queda claro: el bullying sufrido otrora termina convirtiéndose en bullying de sí mismo,suerte de autoflagelación que hace del inconsciente un infiernillo poblado de interrogantes. Hablarlo, escribirlo, es tan solo calistenia para un posible exorcismo. El matoneo, bullying o acoso escolar se supera, en el mejor de los casos, pero jamás se olvida.

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