Sociedad

Veintisiete voces contra Plácido Domingo

Plácido Domingo no escapó de los escándalos por acoso sexual, su nombre se une a la larga lista de acusados por el movimiento Me Too. El rey de la ópera aceptó su culpabilidad y la mancha parece obligarlo a despedirse del trono que conquistó con su voz

Plácido Domingo
AP | Fotos en el texto: AP y AFP
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Hace unos años ─y a propósito del caso de Bill Cosby─, el comediante Jay Leno bromeó sobre la credibilidad de las mujeres, luego de que casi treinta mujeres acusaran al comediante de haberlas violado, sin lograr otra cosa que el rechazo y el ataque de la opinión pública. “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”. Por supuesto, se trató de una agudeza que puso de relieve algo mucho más grave y duro de asimilar: la cultura misógina que desprestigia, minimiza y menosprecia a la víctima, sin que importen las circunstancias ni la gravedad de la violencia que pudo haber sufrido.

Pienso en la broma de Leno ─y, de hecho, en toda la circunstancia que rodeó a las acusaciones contra Bill Cosby─, mientras leo que Plácido Domingo admitió su culpabilidad en todos los casos de acoso y abuso en los que fue acusado y por los cuales, además, pidió disculpas. El tenor dijo sentir vergüenza por “el dolor” que causó, e insistió en aceptar la responsabilidad por todas las acusaciones. Todo lo anterior ocurre luego de que una investigación del sindicato estadounidense que representa al gremio operático en ese país, concluyó que el artista acosó sexualmente y abusó de su poder mientras ejercía como director de la Ópera Nacional de Washington y la de Los Ángeles. Los abogados de la institución no sólo comprobaron de manera fidedigna un claro patrón comportamiento de conducta sexual agresiva e inapropiada, sino, además, el hecho de que el artista utilizara su poder para boicotear o directamente, perjudicar las carreras de las mujeres que rechazaron sus avances sexuales.

Dicho en términos simples: cada señalamiento hecho contra Plácido Domingo fue cierto. Desde el primer momento en que cuatro mujeres anónimas se atrevieron a romper el silencio tácito e impuesto por la estructura del poder alrededor, para señalar los abusos del tenor en su contra. No hubo manipulación, tampoco una gran conspiración en su contra. Mucho menos un movimiento malicioso contra una figura masculina y viril, apoyado por “una agenda feminista”. Se trató de abuso, de una conducta inadmisible que, finalmente, encontró el momento político y cultural para ser visibilizada y condenada.

Plácido Domingo

Es un pensamiento  duro e incluso, cruel: Domingo tuvo que admitir su culpabilidad para que sus víctimas pudieran ser tomadas en cuenta, creídas y, al final, reivindicadas por la opinión pública. Durante los últimos meses, las mujeres que acusaron a Domingo no solo debieron enfrentar un proceso legal, sino también el usual ataque a su testimonio, vida privada y credibilidad para lograr justicia. Buena parte del mundo del espectáculo español y de otras partes del mundo se avocó de inmediato a una defensa a ultranza de la figura del tenor, mientras se insistía no solo en su talento, sino también en su importancia, en la trascendencia de su legado e, incluso, en su atractivo físico. Más de una voz insistió que Domingo, “no necesitaba en absoluto” acosar. Que su estatura de importancia mundial era, de hecho, el mejor aval para su conducta. Una especie de patente de corso contra la cual las acusaciones de las víctimas debieron luchar en cada paso del proceso.

Plácido Domingo no admitió su “responsabilidad” solo por el peso de la culpa o por el hecho, de haber comprendido la gravedad de sus acciones, sino porque no tuvo otro remedio. Entre septiembre y diciembre de 2019, fueron entrevistadas más de cincuenta y cinco personas, de las cuales 27 dejaron claro haber presenciado, haber sido testigo e incluso sufrido agresiones de carácter explícitamente sexual por parte del tenor. Además, otras 12 admitieron que conocían su comportamiento y que tal conducta era un secreto a voces entre las distintas compañías artísticas mundiales.

Mientras tanto, las mujeres que se atrevieron a hacer público los delitos de Domingo fueron señaladas por el ojo público. La actriz y cantante Paloma San Basilio de inmediato protestó por lo que consideró una “grave injusticia”. El periodista Rubén Amón llegó a escribir un ambiguo artículo en que invocaba la fama, la estatura histórica y hasta su amistad con Domingo para descalificar las acusaciones. De hecho, la mayor parte de las protestas contra el tenor insistían en su posición en el mundo del espectáculo, en su indudable talento y deslumbrante capacidad sobre el escenario.

En público y en todos los escenarios posibles, no solamente se cuestionó a las víctimas en la naturaleza de la agresión que habían sufrido — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que, además, se les crítico desde todas las perspectivas posibles. Fueron hostigadas por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley. Una y otra vez, el pasado, el comportamiento y hasta la apariencia de las víctimas fueron motivo de ataque público. Para el público y el mundo del espectáculo español — y, posteriormente, el mundial — la palabra de un puñado de mujeres no era suficiente para enfrentarse con la de un hombre. Mucho menos con alguien encumbrado e idealizado por décadas. De manera que se les castigó con una inmediata hoguera pública y con ese castigo tan de nuestro siglo: La burla y el escarnio a esa privacidad expuesta, dolorosa.

No obstante, meses después, un único comunicado acabó con la carrera y el pedestal de prestigio que mantuvieron a Domingo a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Lo más curioso es que no se trató de la declaración de ninguna de sus víctimas ni, mucho menos, de cualquier otra declaración relacionada con los hechos de los que se le acusa. Lo que finalmente permitió que las denuncias contra Plácido Domingo fueran analizadas como algo más que un escándalo mediático fue que el tenor, finalmente, reconociera su culpa. Lo que no lograron ocho mujeres — finalmente el número de agredidas que se atrevió a denunciar alcanzó a 27 — fue la admisión del propio Domingo, quien, con un aire casi magnánimo, declaró que sí, que se responsabilizaba de todo lo que le habían acusado, como si se tratara de una decisión de conciencia y no de una circunstancia demostrada de forma legal y precisa.

Al parecer, solo Domingo, siendo Domingo y no la más reciente referencia moral de una cultura obsesionada con señalar a la víctima y sobre todo menospreciar sus alegatos, fue el único capaz de destruir su propia leyenda.

Plácido Domingo

Para el público, el prestigio de Plácido Domingo — considerado una figura modélica por más de medio siglo — fue mucho más importante que los insistentes y muy semejantes testimonios de victimas femeninas. Después de todo, las acusaciones podían desvirtuarse de inmediato, no solo desde la perspectiva que Domingo — uno de los cantantes de ópera con mayor poder y reconocimiento del mundo —, que  podía no ser un blanco apetecible para la extorsión, sino también una figura lo suficientemente visible como para provocar un escándalo público redituable.

Y, desde esa óptica, los cada vez más numerosos testimonios parecían perder fuerza, disolverse en medio de un debate muy público sobre el hecho simple de que el gran Plácido Domingo no podía ser un violador, un depredador social que pudo engañar por casi cuatro décadas a un público que lo encumbró como símbolo de los valores de la virilidad y la masculinidad. ¿Cómo asumir el hecho de que una figura de semejante relevancia fuera en realidad un delincuente sexual reincidente? ¿Cómo digerir, además, que la justicia es falible, voluble, manipulable y, además, sesgada como para que Plácido Domingo pudiera cometer y ocultar sus crímenes durante tanto tiempo?

Pero incluso esa salvedad resulta incompleta. Porque el tenor, quien por décadas aprovechó e hizo uso de su poder para abusar y agredir, es un acusado que nunca cumplirá condena por sus delitos, que solo admitió, en parte, de forma muy poco clara y ambigua, que pudo propasarse con las mujeres que lo acusan. Todavía no hay causas abiertas en su contra y es muy poco probable que las haya, porque Domingo, en toda su mayúscula importancia como símbolo cultural, parece encontrarse fuera de la discusión sobre la culpabilidad del agresor y la forma en que asume sus consecuencias. Domingo es un símbolo de lo que la cultura falsamente moralista puede crear. De los monstruos que sobreviven gracias a la ceguera, el anonimato y la insistente visión cultural de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada de la realidad que minimiza a las víctimas.

Hablamos del hecho de que Domingo no solo fue protegido por su círculo de amigos, sino también por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual. El artista no solamente abusó de manera sistemática de mujeres de su entorno, sino que continuó haciéndolo ─a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste en que, cuando hay una agresión, la víctima solo lo es en la medida en que pueda demostrarlo.

Porque no se trató de un crimen único, sino de una serie interminable de nombres y situaciones idénticas, de agresiones sexuales continuadas, con toda probabilidad conocidas y ocultas bajo el peso del miedo, la amenaza, e incluso la fama de su perpetrador. Una y otra vez, Domingo no solo demostró que no le preocupaba ser descubierto, sino que además sabía, sin género de dudas, que podría continuar perpetrando un crimen silencioso, al amparo de esa vastedad durísima del cuestionamiento a la violencia contra la mujer.

Plácido Domingo

Domingo fue el único que pudo demostrar lo que veintisiete mujeres aseguraron durante años y además, al parecer el único que podrá condenarse a sí mismo. El único que podrá hacer funcionar los engranajes de la ley para lograr que sus propias víctimas obtengan justicia. No solo resulta paradójico sino también directamente inquietante el hecho de que Domingo sea el instrumento de la justicia — o que podría serlo — sino que, además, tenga la responsabilidad — ¿O la posibilidad? — de protegerse, con  solo callar. Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y que, sobre todo, la estigmatiza, Domingo solo necesitó quedarse callado — como, de hecho, lo hizo hasta que las pruebas fueron irrefutables — para continuar en libertad. Lo hizo también para demostrar que la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su víctima. Una durísima mirada a nuestra cultura y a la forma en que analizamos la violencia como parte de una concepción global acerca de lo femenino.

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