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De cómo terminamos hartos de Maradona

En 2016 se cumplieron 30 años de aquellos dos inolvidables goles del "Pelusa" a Inglaterra, una gesta que sorprende a las nuevas generaciones y a la que siempre se regresará. En mi caso, cada vez que me piden escribir un texto sobre ello, me invade la tristeza.

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Fotografía: Archivo AP

Todo lo que sé sobre Maradona se lo debo a mi hermano mayor, César. En los años 80, él soñaba con jugar de manera profesional. Se paraba en la madrugada, me obligaba a acompañarlo a entrenar en el Parque del Este, me hacía ver los partidos del Nápoles y de la selección argentina y como el «10» albiceleste, se dejó un afro.
De inmediato me hice seguidor del equipo italiano y trataba de imitar las jugadas de Diego, desde la entrada de la casa hasta la cocina. Varias porcelanas chinas sufrieron esos ensayos y también mis nalgas cuando mi mamá se dio cuenta.
Cuando formas parte de una familia de emigrantes, los recuerdos van y vienen. Se confunden. Imágenes de un país se complementan con las de otro. Pasas de una humilde vivienda en la que todos duermen juntos a un apartamento sin digerirlo. Como consecuencia, no recuerdo exactamente dónde estaba cuando Maradona volvió locos a los ingleses y a los espectadores, pero sí las consecuencias.
Todos queríamos tener el «10» en la espalda; todos queríamos una camisa blanquiazul, todos queríamos el afro, todos queríamos salir desde la portería y trasladar la pelota hasta la línea de gol. «La lleva Maradona, la tiene Maradona, se saca uno, dos, tres…». El eslalon imaginario se repetía en cada hogar.
Ajena a aquella felicidad infantil estaba la historia de la guerra con Inglaterra. Ni siquiera teníamos conciencia de que existiera «Las Malvinas».
Los que jugábamos con pelotas de cartón, de trapo o -con mucha suerte- de plástico, convertimos a Maradona en nuestro superhéroe favorito. Encarnaba mejor que nadie la asociación entre talento, esfuerzo y éxito. No existía entonces American Idol, las Kardashians o youtubers. Si querías triunfar en el mundo, debías ganártelo sudando la frente.
A Maradona se le ocurrió además hacer otra locura: cambiar la dictadura del fútbol italiano con el Nápoles. Venezolana de Televisión era de todos y nos permitía conocer lo que sucedía en el fútbol europeo. El éxtasis llegó con el título de la Copa Uefa. De nuevo la asociación: si Maradona puede tú, proletario, puedes.
A los 15 años realicé una exposición sobre Maradona y el poder, un ensayo gráfico sobre su gol ante Inglaterra y hasta en los ejercicios libres de literatura narraba el zigzag, desde que recibía el balón de Valdano. En casa consumía cuanta revista, periódico o especial del «10» saliera al mercado. Me hice aficionado a todo lo que oliera a él. Boca Júniors, por ejemplo o el arete en la oreja.
Cuando pude pagarme un viaje, mi primer destino fue Buenos Aires. Fui el estadio de Boca, caminé por sus calles, conseguí mi primera camisa azul y oro y me llevé mucha literatura sobre Diego. Para entonces, la devoción había mermado.
Después de los 90s se esfumó el superhéroe y llegó el humano que, en negación por la adicción, encontraba enemigos en todo el mundo. Si algo sucedía mal, en el campo o fuera de él, era por una conspiración mundial.
Al ingresar a estudiar periodismo el divorcio fue total. Confieso, sin embargo, que lloré cuando lo escuché balbucear aquellas palabras en televisión, completamente intoxicado y el show posterior.
En mi casa tengo seis libros sobre Maradona. Desde su biografía autorizada hasta la inventada, uno que habla de Diego como un  producto típico de Nápoles y otro que cuenta toda su hazaña en 1986. He visto al menos una decena de materiales audiovisuales, entre documentales y análisis de su vida y obra. Uno en específico me impactó por lo tragicómico: «Maradona by Kusturica».
Y a estas alturas se seguirá preguntando por qué me harté de Maradons y su hazalñña contra Inglaterra. La respuesta la tiene en este viaje que he resumido de manera violenta para no aburrirlos.
Maradona me enseñó que el futbolista puede ser un genio en el campo y un perfecto idiota fuera de él. O un mal padre o un alcohólico o un drogadicto o un defensor de gobiernos opresores, como el cubano o el venezolano.
«¿Sabes qué jugador nos perdimos por culpa de las drogas?», dice Diego en alguna parte del documental de Kusturica. Esa frase, en tercera persona, ese tono que también se percibe en  el libro «Yo soy El Diego», no pertenece a aquel jugador que se echó a Argentina en la espalda en 1986.
De ese Maradona me enamoré. Él, con su juego, me decía – me invitaba a creer- que yo también podía formar parte de algo importante. Verlo  bailar ahora, con una bandera en la mano al ritmo del reggaeton en la campaña de Maduro, comprueba lo que advertimos con los años: todos convivimos con un agujero negro y hasta el «Barrilete» cósmico puede ser consumido por él.
Este artículo se publicó por primera vez el 22/06/2016]]>

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