Son 1.300 indígenas de la etnia warao quienes forzados por la pobreza terminaron asentados en este antiguo vertedero en el estado Bolívar. Casi 500 niños están allí mal nutridos y a merced de enfermedades
Cambalache fue la apuesta de vida de los indígenas waraos, quienes, cansados del hambre, siguieron el cauce del río Orinoco -el principal de Venezuela- y se asentaron en este gran vertedero del estado Bolívar. Pero los desperdicios ya no alcanzan para sostener a los 1.300 aborígenes que se instalaron allí.
Son 266 familias de la etnia de la «gente de agua» -significado de la palabra warao- que viven desde hace 30 años en esta rivera del Orinoco y debieron dejar la pesca y la caza de lado para hurgar en la basura buscando comida o chatarra que revender de forma ilegal, todo con el objetivo de sobrevivir.
La exclusión que hace años expulsó a estas comunidades originarias de sus territorios los obligó a mudarse a este vertedero que fue clausurado en 2014, pero que sigue funcionando informalmente.
Viven en ranchos a medio terminar, hechos de zinc o tela plástica, no cuentan con servicios básicos como la electricidad o el transporte y la educación o el agua son privilegios escasos en medio de la austeridad.
«Aquí no hay nadie que ayude y por eso yo no le pido ayuda a nadie», es la frase con la que Yudelina Méndez, una mujer enferma y miembro de esta comunidad, resume lo que padecen.
Postrada en un chinchorro, Méndez pasa los peores días de un malestar que la aqueja hace más de un año, que la mantiene delgada, sin fuerzas y le impide cuidar a sus seis hijos.
Resignada, esta mujer de 33 años admitió durante una conversación con Efe, que quiere «recuperar» su cuerpo y su vitalidad para ocuparse de sus hijos, pero también que no cree que alguien la atienda y la ayude a sanar antes de que la enfermedad la consuma.
Basura e ilegalidad
«En la comunidad indígena estamos un poco mal porque no tenemos trabajo. Muchas veces, la mayoría, de aquí salen a Ferrominera (empresa básica) para conseguir unos hierros enterrados (…) Cada quien trae sus 100 kilitos para comprar al siguiente día y de esa manera viven, porque no tienen ayuda para trabajar», explicó el cacique de esta comunidad, Venancio Narváez.
Narváez responsabiliza al Estado de la suerte de su pueblo y acusa a las autoridades de haberlos abandonado y obviar los planes de viviendas o agricultura que han presentado.
Pero es la necesidad la que condena a estos indígenas que, en su condición de vulnerabilidad, han sido presa de mafias de venta ilegal de chatarra que los usan como mano de obra para desmantelar las empresas básicas ubicadas en Bolívar y utilizan su comunidad como depósito y punto de traslado de la mercancía.
491 niños en riesgo
Mientras buscan formas de conseguir ingresos, los pobladores de Cambalache se agobian también por sus niños, las enfermedades a las que se exponen y las escasas oportunidades que tienen de mejorar sus condiciones de vida en un espacio en el que cuentan con una única maestra para atender a los 491 infantes que viven allí.
La preocupación es visible en el delgado rostro de la warao Yesleimi Cleviel, quien usa la modestia para relatar que «a veces» vive mal, mientras sostiene en brazos a sus gemelos de un año que padecen un severo cuadro de desnutrición, fiebre, diarrea y manchas en la piel que no desaparecen.
«A veces, cuando tenemos, así es que comemos, por lo menos arepa o arroz. A veces no tenemos nada y nos tenemos que comer el arroz solo o la arepa sola sin nada», contó.
Según la ONG Kapé Kapé, que lucha por los derechos de las comunidades autóctonas, en julio de 2021, en el 56% de los hogares indígenas de toda Venezuela existía inseguridad alimentaria severa, mientras que, en 37% se diagnosticó inseguridad alimentaria moderada.
Las cifras son palpables en el hogar de Cleviel, donde el poco pescado que logra conseguir su esposo en el Orinoco no basta para alimentar a sus ocho hijos.
Además, Cleviel solo cuenta con acetaminofén para calmar la fiebre de sus criaturas. En Cambalache no hay medicina para atender la diarrea, el vómito, padecimientos virales, el paludismo, la tuberculosis y hasta las enfermedades de transmisión sexual que son constantes.
La escasa esperanza que hay la aporta la maestra María Núñez, una indígena que llegó a Cambalache hace dos años y decidió quedarse en la comunidad para dar clases en un salón creado por Unicef donde imparte a 47 niños los contenidos correspondientes a la primaria.
El cacique Narváez, voz de esta población, afirma que están completamente solos con todo lo que padecen: «Estamos abandonados de verdad».
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