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José Gregorio Hernández, crítico y pensador antes de beato

Carlos Ortiz Bruzual compiló algunos de los papeles del doctor Hernández y los publicó bajo el sello editorial Dahbar en el libro “Santa palabra. José Gregorio Hernández por sí mismo”, que innova con otro perfil del médico santo. En esta nota recogemos y comentamos algunos de los documentos compilados

José Gregorio Hernández
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José Gregorio Hernández fue un civil y un hombre como cualquiera de nosotros. Movido, eso sí, por el servicio al prójimo. Más allá del santo, existió un ser humano que vivió momentos históricos cruciales. Un pensador que escribió sobre bacteriología, pero también sobre filosofía y sobre las cuestiones que agitaban su tiempo. Gozó de placeres mundanos: era un bailarín incansable, fumaba y hasta vestía de colores y no siempre de blanco y negro como aparece en las estampitas a las que millones les piden favores.

A este perfil, alejado de la divinidad que hoy representa para todo un país, Carlos Ortiz Bruzual decidió direccionar el libro “Santa palabra. José Gregorio Hernández por sí mismo”. Una compilación de sus intercambios epistolares con Santos Aníbal Dominici –quien fue embajador de la Venezuela gomecista en Estados Unidos–, de sus cartas personales y hasta de sus escritos sobre medicina y filosofía, acompañados por notas explicativas y una semblanza realizada por el mismo compilador, más un prólogo de Enrique Santiago López-Loyo, numerario y presidente de la Academia Nacional de Medicina. La obra fue publicada bajo el sello Dahbar el pasado mes de abril.

“Preocupaciones y ridiculeces”

Antes de culminar la penúltima década del siglo XIX, en 1888, el médico José Gregorio Hernández regresó a su natal Trujillo. No era el mismo muchacho de 14 años que abandonó Isnotú en 1878. Ahora tenía 24 y acababa de recibir el título de Doctor en Ciencias Médicas, en la Universidad Central de Venezuela. 10 años fuera de su tierra le permitieron conocer una realidad muy distinta a la que se vivía en los Andes venezolanos a fines del XIX. Pobreza, miseria y enfermedades agobiaban los páramos. El resto del país parecía indiferente. Entonces, los caudillos eran los amos del territorio.

Venezuela era un país archipiélago, como lo llamó el historiador Elías Pino Iturrieta en el título de uno de sus libros: un montón de parcelas territoriales agrupadas bajo instituciones republicanas que, aunque reconocidas entre los estados, eran débiles frente a la voluntad de los hombres de las armas, quienes venían sometiéndolas desde 1830, cuando se selló la separación colombiana y comenzó la vida republicana independiente. Por lo distante que se encontraba del epicentro del poder, los Andes estaba al margen de las tramas políticas. De hecho, su ambiente era más próximo a los asuntos colombianos.

Con esa realidad se tropezó José Gregorio Hernández en 1888.

En una carta a su amigo y colega Santos Aníbal Dominici, el doctor Hernández le describió la situación que atravesaban: “Mis enfermos todos se me han puesto buenos, aunque es tan difícil curar a la gente de aquí, porque hay que luchar con las preocupaciones y ridiculeces que tienen arraigadas: creen en el daño, en las gallinas y vacas negras, en los remedios que se hacen diciendo palabras misteriosas: en suma, yo nunca me imaginaba que estuviéramos tan atrasados por estos países”. La epístola continúa ofreciendo detalles sobre la vida en la montaña.

Pronto eso cambiaría. Sus paisanos andinos acabaron con el archipiélago.

Creacionista y otras polémicas

Pocos años después del ascenso de Cipriano Castro a la presidencia de la república, una polémica colmó las discusiones dentro de la Academia Nacional de Medicina.
El doctor Luis Razetti promovía activamente el debate creacionismo versus evolucionismo y les exigía a los miembros de la corporación su participación en el mismo. Una conferencia dictada por Razetti a los estudiantes de derecho y medicina de la Universidad Central de Venezuela fue la chispa que empezó el incendio entre las altas autoridades del clero venezolano y la comunidad científica agrupada en la corporación, antiguamente conocida como Colegio de Médicos de Venezuela.

José Gregorio decidió no asistir al debate y en su lugar le envió una esquela a su admirado amigo Razetti, tal vez en señal de cordialidad y respeto: “Hay dos opiniones utilizadas para explicar la aparición de los seres vivos en el Universo: el Creacionismo y el Evolucionismo. Yo soy creacionista”. Nada más.

No era un dogmático religioso. Para él aquel asunto concernía a la libre conciencia de cada quien. Y tampoco le huyó al debate, solo no le agradó la idea de ser parte de un espectáculo así. Pero la polémica siempre lo acompañó: su libro “Elementos de filosofía” fue una denuncia al positivismo con el que, desde las élites, se pretendía explicar la realidad venezolana.

José Gregorio Hernández

Para comienzos del siglo XX el positivismo imperaba en Venezuela. En 1912 se redactó un estatuto de instrucción pública que propuso la eliminación de la filosofía como carrera universitaria. No había lugar para interpretaciones, solo para los hechos, lo comprobable.

José Gregorio se opuso a esa visión objetivista y escribió en el prólogo de su libro sobre filosofía: “El alma venezolana es esencialmente apasionada por la filosofía. Las cuestiones filosóficas la conmueven hondamente, y está deseosa siempre de dar solución a los grandes problemas que en la filosofía se agitan y que ella estudia con pasión. La ciencia positiva, la que es puramente fenomenal, la deja la mayor parte de las veces fría e indiferente”.

Pensar más allá de Venezuela

Como pensador, el doctor José Gregorio tampoco estuvo al margen de los acontecimientos de su tiempo, no solo la cruda realidad que le tocó afrontar en una Venezuela gobernada bajo la voluntad de un hombre, sino también de los acontecimientos que convulsionaban al mundo en ese momento.

De joven, gracias a una beca, conoció Europa, cuando las potencias se repartían los territorios africanos en el último tercio del siglo XIX. También estuvo en Estados Unidos al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país ya se avizoraba como una futura potencia y obtenía la victoria sobre Alemania. La era del imperialismo, la llamó Eric Hobsbawm.

El 7 de abril de 1917 le escribió a su amigo Dominici sus impresiones sobre la contienda que se libraba en el Viejo Mundo. Apenas habían pasado 5 días desde que el presidente Woodrow Wilson le declarara la guerra a Alemania: “(…) estoy encantado con el discurso de Wilson. Pocos he leído más elocuentes; desearía habérselos oído, sobre todo aquel incomparable párrafo: ‘The world must be made safe for democracy’. Qué chasco tan grande han sufrido los alemanes, se imaginaron que en pocos días acabarían con la heroica y gloriosa Francia y ahora creo yo que son ellos los que van a desaparecer del mapa”.

La carta del doctor deja en evidencia sus convicciones democráticas.

Otro suceso de talla que atendió fue la influenza de 1918, surgida en un campamento militar en Kansas y propagada rápidamente por todo el mundo.

La gripe española, como fue conocida, llegó a Venezuela a finales de ese año y el doctor Hernández fue parte del contingente médico que luchó contra ella, ante la desidia de un Estado indolente, cuyo gobernante decidió refugiarse en San Juan de Los Morros mientras la enfermedad hacía estragos.

Venezuela había entrado al siglo XX, era el foco de las grandes naciones por su petróleo y, por ende, también padecía de sus problemas.

***

La muerte se encontró con José Gregorio en junio de 1919. No murió un santo. Murió un hombre dedicado al servicio público, a la vida civil y a las ideas. Hacia ahí es adonde apunta Carlos Ortiz Bruzual con “Santa palabra”.

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