Su esposo, también muy joven e impulsor de la idea de emigrar, sufrió un ataque al corazón en el barco que los traía de la capital del Magdalena hasta Puerto Cabello, y murió en la travesía. Su cuerpo fue arrojado al mar. Y fue así que la jovencita recaló en Puerto Cabello, íngrima y con unas pocas monedas en el pequeño monedero.
Por suerte, la primera posada donde pidió hospedaje a cuenta del salario que esperaba ganar en breve, resultó ser regentada por una familia bondadosa que la acogió como un miembro más y que así la consideró hasta la muerte de ella en 2001, cuando tenía 90 años.
Diez años después de su llegada a Venezuela, la joven samaria conocería en Caracas, a donde se había trasladado en búsqueda de oportunidades laborales, al que sería su segundo marido.
“El amor de su vida”, dice la hija. Y con él tuvo sus dos hijas, la mayor de las cuales es Carmen Victoria Pérez, nacida en Caracas el 6 de abril de 1941, cuya infancia y adolescencia transcurrieron en el marco previsible de una familia de clase media que prospera dulcemente en un país enrumbado a la modernidad.
Todo iba sobre rieles… hasta que Carmen Victoria, entonces de 17 años y ya aficionada a los vestidos bonitos, pidió una asignación extra a su mesada. Su padre no se negó, pero quiso saber para qué necesitaba la muchachita ese dinero.
-Y eso me resultó intolerable. En ese instante decidí que nunca más daría explicaciones para cubrir mis gastos. Tendría que hacerme independiente.
Antes de cumplir la mayoría de edad, ya había conseguido empleo en una oficina del Banco de Venezuela, donde, sin embargo, solo permanecería una semana porque ocurrió algo que la hizo salir despavorida.
La flamante oficinista estaba muy alerta a todo lo que se decía a su alrededor. Cualquier comentario podía darle alguna orientación en aquel mundo tan novedoso para ella. Muy quieta, observaba todo. Fue así como cayó en cuenta del insistente interés por alguien a quien apelaban “Carmen Perita”. “¿Dónde se habrá metido Carmen Perita? Eso lo tiene Carmen Perita. Pregúntale a Carmen Perita?”.
–¿Quién es Carmen Perita?- indagó la recién llegada.
–Ah –dijo con una sonrisa su vecina de escritorio-. Es una señora muy simpática, que tiene 30 años trabajando aquí. Su verdadero nombre es Carmen Pérez.
¡Carmen Pérez! Carmen Victoria sintió helar su sangre. “Vi claramente que la próxima Carmen Perita sería yo. Que había llegado justo en el momento en que la anterior Carmen Pérez estaba a punto de jubilarse. ¡Me quedaría 30 años atrapada allí! ¡Sería Carmen Perita II! ¡No, por Dios! Salí corriendo”.
No iría muy lejos. Se empleó en la compañía General de Seguros. Y de allí pasó al Banco Central de Venezuela. “Me iba muy bien allí. El BCV tenía un estupendo ambiente de trabajo, pero una mañana amanecí con la certeza de que tenía que salir de allí. Los bancos son como los pueblos, pensé entonces y aún lo creo, te atrapan para siempre”.
Habían pasado cinco años desde que se había postulado para su primer empleo. Ahora tenía experiencia: se había despojado de la timidez adolescente, había hecho un curso de Secretariado en una academia que, según recuerda, se tomaba esa formación muy en serio y dotaba a los estudiantes de disciplina, facilidad de palabra y, en suma, cultura del trabajo.
“A mis 22 años era una muchacha alta y flaca. Muy graciosa de cara. Seria y desenvuelta. Y era una taquígrafa espectacular”.
Justo lo que necesitaba Renny Ottolina, célebre en general; y, por su severidad en el ámbito del trabajo, en particular. Carmen Victoria llegó a su reino con una libreta para tomar apuntes de cartas y de las listas de llamadas pendientes. Y muy pronto estaría delante de las cámaras. Incluso coincidiendo en escena con el propio Ottolina, a cuyo lado presentaría el premio Ronda, y con quien terminaría compartiendo ese galardón, como animador y animador del año.
Casi cuatro décadas después, una noche, sentadas en el balcón, su madre le hizo aquella pregunta. “Ya ella estaba viejita. Y yo la había llevado a vivir a mi casa. Todos los días, al atardecer, ella se bañaba, se ponía una batica fresca y luego las dos nos tomábamos un whiskycito y nos poníamos a conversar”.
–Hija, ¿cuál ha sido la pasión de tu vida, el hombre al que has amado con locura? –preguntó la madre.
–A ver, mamá, déjame pensar…
–No. Si tienes rebuscar en tu mente es porque nunca amaste de verdad a un hombre. Eso no se piensa. Eso se sabe todo el tiempo.
Esa pregunta me la hizo mi madre hace algunos años. Y tampoco supe contestarla. Fue entonces cuando ella dictaminó que yo, en realidad, nunca había amado a ningún hombre.
De todo, poco
La verdad –dice Carmen Victoria- es que yo no viví nada que se pareciera al idilio que mantuvieron mis padres toda la vida. Pero, déjame ver… de joven me gustaban los hombres mayores que yo, porque siempre he buscado la inteligencia, el ingenio, el humor, el brillo intelectual, que son una manera de hacer el amor.
Bueno, chica, he querido con mucho respeto y mucha fidelidad, pero no me he tirado al abandono ni me he puesto cómica.
Y al preguntarle si no ha cogido un carro para ir corriendo detrás de un hombre, dice, sin pensarlo: “No. Yo me he bajado de un carro arrecha, que es distinto”.
Si en las épocas en que se está enamorada del amor, Carmen Victoria mantuvo cabeza fría y corazón apenas tibio, en la actualidad no pasa de aspirar a “un compañero, bien plantado en lo profesional y en lo económico. Con pendejos, ni a misa, porque entran saludando a los santos. Y mucho menos un vivito criollo, que venga a disfrutar mi casa y mis comodidades. Qué va. Eso no es conmigo. Lo que quisiera es un hombre decente. Un hombre, chica”.
Hemos estado conversando en un café en Los Palos Grandes, que tiene una terraza amplia y un pésimo servicio. Tal es la desidia en el trato que le propongo desistir del esfuerzo y mudarnos al restaurant japonés de al lado. Pero cuál es mi sorpresa cuando la veo preguntar por enésima vez si será posible, señorita, por favor, que le hagan un sánduche con el pan que ella quiere y no con el que intentan imponerle (el local también es panadería).
Todo esto ante la caja registradora, porque no toman la orden en las mesas. Y cuando le dicen que no, que no le pueden hacer el sánduche con ese pan que tenemos delante, ese mismo, el que estamos señalando, sino el que dicen los rudos empleados, ella acepta sin más.
Sin cambiar su permanente buena disposición ni mandarlos al carajo como hubiera hecho cualquier cliente, aún sin ser una estrella de la televisión venezolana y una figura que le ha dado lustre al espectáculo local.
Una vez en la mesa, después de luchar inútilmente para que una mesonera le traiga un poquito de salsa, Carmen Victoria comisquea su sánduche como quien se somete a un trámite: un mordisquito ahora, otro un cuarto de hora después. No toca las papas fritas (de bolsa) que acompañan el emparedado.
Son las tres de la tarde y este es el primer alimento que toma ese día, en el que ha tenido una intensa jornada de grabación, maquillaje y cambio de vestuario. Pero no da muestras de apetito. Nada. Tres horas después, dejará la mitad del sánduche. No porque no le guste. Es que ya está satisfecha. Y siempre ha sido así, confirma. Siempre come así, poco, lento, sin mirar demasiado la comida ni probar las frituras.
Por eso ha sido tan esbelta, se conserva delgada y se la conoce en todo el país como La Flaca. No hay misterio en esto. Es flaca porque come poco.
Frente en alto, mirada franca
La primera juventud de Carmen Victoria Pérez transcurrió a pocas cuadras del café donde hacemos la entrevista. Fue una de las bellezas de Los Palos Grandes, barrio de Caracas que, según dice, en los años 60 y 70 podía jactarse de dar residencia una joven despampanante en cada edificio. Muchas eran hijas de la inmigración. Y todas se aplicaban jubilosamente a la movida caraqueña.
“Hay que ver lo que era un viernes en la tarde en El Gazebo”, dice La Flaca, “con aquellos caballeros encantadores, aquellos vinos franceses y nosotras, todas bellas y elegantísimas. Caracas era lo máximo”.
Belleza, aplomo, glamour, buena voz y seriedad fue lo que vio en ella Renny Ottolina para quitarle la libreta de taquigrafía y entregarle un micrófono. Lo mismo que detectó Aldemaro Romero para escogerla como presentadora de grandes shows musicales y de variedades.
-Jamás –dice cortante- ni siquiera insinuaciones vagas.
Carmen Victoria Pérez rechaza de plano la especie según la cual la conducta privada de los profesionales del espectáculo es proclive al escándalo.
“En todas partes hay gente que usa el sexo para llegar, para ascender o para mantenerse. Y es posible que funcione en algunos ámbitos, pero en el espectáculo y en todo lo que sea un trabajo de exposición pública son las audiencias las que deciden quién funciona y quién no. Yo te puedo asegurar que nunca me faltaron al respeto proponiéndome algo que se saliera de la normal línea de trabajo y consideración.
Renny, que tenía fama de don Juan y, efectivamente, era muy enamoradizo, coqueteó una sola vez conmigo. Eso fue en el estudio 14 de RCTV, porque cada día yo llegaba con un postizo distinto, de colores diversos, y en esa ocasión me aparecí con una gran cola de caballo. Por un momento no me conoció o me confundió con otra, pero al caer en cuenta de que era yo, cambió inmediatamente a su fraternal trato habitual.
Jamás fui objeto de la atención indebida de un ejecutivo. Y como yo, muchas mujeres del medio han sido y son respetables y respetadas. Desde luego, las hay que se han enamorado de sus compañeros o de sus jefes. Bueno, y dónde no pasa eso. Es algo corriente e incluso comprensible.
Pero, para responder tu pregunta, puedo asegurarte que jamás he tenido que bajar la mirada al cruzarme con alguien en los pasillos de un canal, ni hacerme la loca, ni aceptar miradas de ésas de ‘aquí pasó’.
Por supuesto, las he interceptado en otras personas, pero siempre pienso que ese es el peor negocio que se puede casar, cualquiera que sea la profesión, porque ese pacto tiene un alcance muy corto”.
Su carrera, en cambio, ha sido de largo alcance. Y cuando parecía que su ejercicio se limitaría a la docencia, tras cinco años fuera de la pantalla, Carmen Victoria regresó a la televisión, contratada por Canal I para conducir, con Juan José Bartolomeo, el espacio Ven a mi mesa.
Al preguntarle si hay una edad límite para aparecer en TV, Carmen Victoria dice que la carrera de los actores no tiene fin distinto a la muerte, pero, en cambio, la de los cantantes, bailarines y presentadores sí.
“Esto tiene un fin tácito para la gente inteligente, aquella a la que no hay que batirle palmas para que entiendan que ya les toca irse para su casa. Yo siento que Dios me ha dicho: te voy a dar un segundo aire para que te despidas bella y lúcida. Y punto”.
La década reina
Durante una década, según ella la más brillante en la historia del certamen por el boato que entonces llegó a exhibir, Carmen Victoria Pérez fue la presentadora del Miss Venezuela.
Ella era una especie de chaperona llena de charm que, al tiempo que daba la pauta de lujo y refinamiento, era garantía de transparencia en la conducta del personal y ejemplo de continencia y ponderación. Es aval, por cierto, que sigue constituyendo su sustituta, Maite Delgado.
Esta primacía la ejerció CVP en los años 80, cuando ya era una veterana de las lides escénicas. Sin embargo, el pánico hacía presa de ella en la víspera del espectáculo que convocaba los más altos encendidos en aquella época. Y le ocurría siempre.
“Era terrible. Quince días antes del Miss Venezuela me sobrevenía una ronquera tremenda, que me dejaba sin voz. Uno de esos años la afonía fue tal que mi médico llegó a sospechar la presencia de una enfermedad maligna. Pero horas antes del inicio del espectáculo, mi voz estaba allí, de vuelta”. Y la encontraba con dos libretos en la mano. Uno que le daban los organizadores del concurso y otro que llevaba ella por su cuenta.
“Renny me entrenó en ese sentido”, afirma, “cuando me dijo: improvisa todo lo que quieras, pero escríbelo antes”.
Cuando alguien le confiesa que, ante una aparición en televisión se encuentra en pánico, ella se ríe ruidosamente y concluye: “eso está bien, evidencia respeto por el medio y por el público”.
En esos diez años vio de todo. Pero si hubo algo indigno, de sus labios no salió. A lo más que se aventura, no sin cierta presión, es a mencionar el hecho de que los concursos de belleza no solo ponen en competencia las gracias de las concursantes sino también los excesos de las madres de estas.
“Pueden llegar a extremos de impertinencia que no te puedes imaginar. Yo no sé cómo será ahora, pero en mis tiempos vi cosas insólitas como que a la hora de salir a la pasarela hubiera vestidos quemados, tacones recortados o zarcillos desaparecidos. Y, sin embargo, nunca habrá una época comparable a la comprendida entre 1979 y 1989”.
Esta entrevista fue hecha hace diez años, en octubre de 2009. La publicamos ahora como homenaje a la legendaria presentadora de la televisión venezolana en la era democrática, fallecida en Caracas este sábado 27 de julio.