Opinión

Terremoto social en Chile: crónica y explicaciones

I. La crónica. Es como despertar con un sacudón o con un balde de agua muy fría. Estás en un plácido sueño y entonces llega el golpe eléctrico, el madrazo. Así es la sensación después de este fin de semana de turba, rabia y destrucción. Es verdad que había un ruido de fondo, pero la posibilidad de un estallido no aparecía ni cerca de la mesa. No me lo podía creer.

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Por Pavel Gómez (Economista, profesor) desde Santiago de Chile, especial para El Estímulo. @pavelgomezcom Foto CLAUDIO REYES / AFP

Luego vino el Déjà vu. Regresé 30 años en mi historia y me acerqué al Caracazo de 1989. Su recuerdo regresó con todas las sensaciones del momento. Como cuando un olor te traslada a una escena o a un ritual familiar. Desde este viernes, 18 de octubre, me persiguen mis propios fantasmas, a los cuales creía haber perdido y ahora sé que han vuelto a dar conmigo. Como si a pocos metros de mi casa me hubiera percatado de que el caza recompensas que me perseguía está tomándose un café con mi casera.

Todo comenzó un viernes. El primer viernes, el 4 de octubre, se anunció, con esa pulcritud institucional chilena, que un panel de expertos había recomendado una nueva estructura tarifaria en toda la red de transporte público del Área Metropolitana de Santiago. El metro aumentaría alrededor de 4 centavos de dólar por viaje, lo cual llevaba el costo de transporte de un trabajador que usa el metro a cerca de 50 dólares mensuales.

Las primeras imágenes mostraban a estudiantes de secundaria que celebraban el festín de saltarse los torniquetes con desenfado y algarabía. Esto fue haciéndose más intenso y comenzó a prender la chispa que conecta el malestar con la movilización.

La combustión se extendió y comenzaron los destrozos, la quema de estaciones completas, de autobuses, la destrucción de bienes públicos y los saqueos. Resultaba increíble que la parquedad y escasa efusividad que describe lo cotidiano se transformara de improviso en furia, en sed de escombros, en fervor por el incendio. Solo en el Metro de Santiago, se calculan daños superiores a los 300 millones de dólares.

En la madrugada de viernes para sábado se declaró Estado de Emergencia y comenzó a salir el ejército a las calles. El sábado continuaron las protestas, muchas pacíficas y muchas devinieron en desmanes. Hacía rato que el malestar había escalado hacia el encadenamiento de resabios, hacia la conexión y transmutación en furia de demandas sociales diversas, de abusos acumulados en silencio pero sin olvido.

El sábado el Estado de Emergencia mutó hacia «Toque de Queda» y entonces despertó el escándalo de las cacerolas. Hasta en zonas residenciales de altos ingresos, como las comunas (municipios) de Las Condes y Vitacura, se escuchó la percusión frenética de las cacerolas. Esto era aún más increíble que todo lo anterior. Que justo en los municipios más ricos y conservadores del país se escuchara aquella estridencia metálica, era sin duda una señal de la profundidad de la crisis social que estallaba como un volcán del sur.

El toque de queda se repitió de domingo para lunes. La noche del domingo, las televisoras daban cuenta de que continuaban los saqueos, los incendios de almacenes y depósitos. Olas de vecinos se organizaban para proteger sus viviendas de una nueva modalidad de amenazas: el saqueo residencial. El fantasma de Boves, el Urogallo, resucitaba en Chile.

El lunes en la mañana la sensación colectiva era como una gran resaca, como los estragos de una larga borrachera. El dolor por la destrucción y el frenesí resentido se juntó con la necesidad de conseguir comida. Ni el sábado ni el domingo abrieron los mercados y abastos por temor a más saqueos.

Hice varias colas, escuché los cuentos de ansiedad, el lugar común de que todo aquello parecía un mal sueño, de que muchos aún no se lo creían y de la vergüenza de mostrar esa otra cara del Chile ejemplo global, del Chile que era orgullo institucional, del Chile «oasis» en el pantano latinoamericano.

II. El Santiagazo más allá de mis fantasmas

Al principio quizá sea inevitable que con el Santiagazo regresen mis fantasmas, pero hay que poner a la memoria y a los nuevos hechos en su lugar. Lo que se inició en Santiago, y luego se extendió por toda la largura de Chile es sin duda diferente a lo ocurrido en Caracas en 1989. Más allá de los símbolos del golpe sobre la mesa, de la furia social inesperada o subrepticia, se trata de dos contextos, dos historias y dos tradiciones institucionales muy distintas.

Por ello, más que perseguir analogías, para mí es necesario encontrar explicaciones de lo ocurrido en Chile en esta primavera de 2019. Ese Chile que representaba la antípoda de aquello de lo que quiero escapar. Ese Chile que representaba la promesa de estabilidad y bajo riesgo. Ese Chile que llevaba su procesión por dentro.

Para simplificar, clasificaré las explicaciones en dos grupos: la oferta y la demanda del disturbio social. Cuando hablo de oferta, me refiero a aquellos elementos que favorecen la oferta de acción política, a aquellos factores que hacen que una persona quiera ofrecer más o menos acción política, quiera movilizarse y emprender acciones para lograr objetivos políticos.

El primero de estos factores es el grado de represión esperada. Es sabido de las sociedades democráticas que (i) garantizan el derecho de reunión, de asociación y protesta, y (ii) tienen un grado importante de respeto por los derechos civiles y de control de la represión, ofrecen menores costos para ofrecer acción política que las sociedades más represivas y autoritarias. Es más barato movilizarse en Santiago, en Montevideo o en Paris, en comparación con Caracas, La Habana o Teherán. En los primeros la policía puede golpearte o encarcelarte por unas horas, en los segundos te torturan, te matan o te encierran indefinidamente.

El segundo elemento que explica la oferta de acción política son las facilidades de comunicación y coordinación entre individuos para actuar colectivamente. Este es el efecto «si muchos de ustedes van, yo también voy, pero si creo que voy a estar poco acompañado entonces me lo pensaré dos veces».

Las cajas de resonancia de las redes sociales y otros medios de comunicación son elementos que reducen los costos de coordinación, comunicación y verificación del acompañamiento de los otros.

El tercer elemento es la presencia de emprendedores políticos, de individuos que quieran ganar reputación y votos futuros, o realizar sus sueños ideológicos. Estos individuos resuelven problemas de comunicación y asumen costos de coordinación que no suelen asumirse de manera espontánea o desinteresada. Si entre estos individuos hay personas con muchos seguidores en las redes sociales (o con acceso indirectos a éstos), entonces este factor se conjuga con el anterior para abaratar la oferta de acción política.

El cuarto factor son las expectativas de éxito. Una hipótesis común es la del efecto contagio. Cuando eventos o movimientos próximos geográfica y temporalmente han sido exitosos, entonces aumenta la expectativa de éxito de una acción política similar a la que se observó «cerca». Uno podría conjeturar que la cercanía de la revuelta de Ecuador, y su éxito en frenar a Lenin Moreno, es un factor de «contagio», que favorece la diseminación de la epidemia de revueltas. Piénsese en la Primavera Árabe como un ejemplo de esta idea.

Cuando hablo de demanda de acción política me refiero a los factores o elementos que explican por qué una persona desea o «demanda» que haya una acción política determinada.

Un taxista me decía el viernes que el aumento del pasaje del metro era solo la gota que rebasó el vaso. Detrás o junto a esto había una mayoría con salarios muy bajos en un país con servicios públicos muy caros, con un sistema de pensiones que ofreció jubilaciones felices y producía jubilaciones precarias, con seguros médicos que encontraban maneras de desampararte cuando más los necesitas, con casos de colusión que terminaban con relativa impunidad, y con casos emblemáticos de corrupción en el ejército (conocido como “milico-gate”) y en Carabineros (policía de Chile), conocido como el “paco-gate”, donde los responsables parecían judicialmente favorecidos.

Todo lo anterior se conjuga con dos elementos adicionales. Por una parte, en períodos de estancamiento económico (y Chile atraviesa ahora por uno), los ingresos del trabajo crecen mucho menos que los ingresos del capital o de la renta de la tierra. Esto, en un país particularmente caro, donde la mitad de la población tiene salarios iguales o menores a 560 dólares al mes, es una fuente de malestar. El otro elemento es la percepción de segregación social (por apellidos, origen étnico, o colegios de proveniencia) como fuente de desigualdad de oportunidades.

Cuando todo esto se conjuga con el desprestigio de instituciones valóricas como la iglesia (es escandaloso el número de casos de pedofilia por parte de sacerdotes que se ha conocido en Chile), o los partidos políticos, entonces aumenta la demanda de caos, de saqueos, de destrucción con rabia y fuego, en una catarsis o bacanal de endorfinas y eructo emocional.

Una mezcla de todo esto es lo que ha alimentado este estallido del volcán chileno, este desborde de incivilidad, esta borrachera de destrucción con su mensaje de alerta y de que ya nada será igual. Ahora toca ver cómo responde el sistema político, cómo se atiende la demanda de sensibilidad social, cómo se estructura una respuesta institucional que atienda el fondo del llamado, sin ceder a las sirenas que están cantando su populismo a ambos lados del espectro político.

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