Viciosidades

Las motos de mi vida

Exorcizado el trauma de cuando la cargó Chávez en 1998, desde la distancia Ana Cristina repasa su vida en Caracas y encuentra que una de las cosas que más extraña son sus aventuras recorriendo la ciudad en una Bera

TEXTO: ANA CRISTINA FRÍAS @ANARTEFRIAS / COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUAN ANDRÉS PARRA @JUANCHIPARRA
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De Caracas no extraño el Ávila, ni las empanadas de carne mechada, ni las maltas. Añoro muy pocos lugares. La playa sí, por supuesto, pero si me preguntan qué es lo que de verdad extraño diría que a Bryan, mi motorizado, quien me hace más falta que mi papá.

Cada vez que me toca correr detrás del colectivo 68 y golpearle la puerta al chofer en plena avenida Cabildo para suplicarle que me deje subir, pienso en Bryan. En lo lejos que está. En lo simple que sería la vida si él estuviera aquí en Buenos Aires y en lo sabroso que debe ser recorrer esta planicie montada en una Bera. Bryan se convirtió en un elemento indispensable de mi vida y juntos pasamos por todo: incluida una caída que ya le perdoné.

Caracas se había convertido en un campo minado, un terreno impredecible. La ciudad estaba cruzada por múltiples líneas hechas de escombros como una de las formas de protesta propuesta por la oposición en el 2017. Los vecinos de Horizonte, lugar donde viví los últimos meses de romance con mi ciudad, se habían organizado para ir armando fronteras de ramas caídas, bloques de ladrillos, basura y cuanto cachivache inservible tenían en la casa para impedir el paso de los demás. Caracas estaba asfixiada por la más tensa expectativa y la necesidad de cambio.

El trancazo estaba pautado para las 12 del mediodía, llamé a Bryan a las 10 de la mañana de ese miércoles y le pedí que estuviera antes de que comenzaran a cerrar las calles. Pero apareció a las 12:15, ni siquiera la rapidez de la moto disimulaba su impuntualidad.

En el ajetreo de mi rutina, la necesidad de no llegar a tarde a todos lados se fue convirtiendo en una excusa para tomar un mototaxi. Cada uno de los motorizados que conocí me dejó algo memorable y algo inentendible. El primero, Alex, me enseñó la técnica para ser la parrillera perfecta: piernas apretadas alrededor de la moto, sin sujetarse de la parrilla porque la desequilibras y sin agarrar al motorizado porque lo pones nervioso. Alex me contó algunas cosas de su vida, pero no me acuerdo, la brisa distorsionaba sus palabras y hacía imposible que tuviéramos una conversación fluida. Ahí quedó lo inentendible.

Luego apareció Jean. Desde su moto vi las puestas de sol más impresionantes de mi vida, cuando el cielo de Las Minas se incendiaba y Caracas latía en la boca del estómago creando una extraña mezcla de amor y miedo. Jean me dejó un playlist extraordinario de Apache y varias historias que también se comió la brisa.

Después de Alex y Jean fui un poco más ambiciosa. Desarrollé otras habilidades a partir de circunstancias puntuales como subirme a una moto en minifalda, o viajar con toga y birrete -el día de mi graduación en la UCV- sin que se me corriera el rimel y sin soltar el portatitulos. Ese día conocí la solidaridad, la camaradería tácita del gremio cuando otro mototaxista me advirtió que levantara la toga porque el caucho estaba a punto de quemarle el ruedo.

-“Súbetela, mami, que digo, Licenciada”, gritó en plena autopista Francisco Fajardo.

Levanté el título en señal de agradecimiento. En el reflejo de otros carros vi cómo la toga se inflaba con la brisa y el casco -como un birrete urbano- completaba lo que ahora constituye una imagen inolvidable de Caracas.

En moto recorrí a oscuras y en silencio la anatomía de una ciudad fantasma, guiada por distintos anfitriones. Vi cómo el destello de los faros de colores de los carros y otras motos iluminaban el rostro de la fiera para mostrar las más terribles imagenes de hambre y miseria. Atravesé líneas de fuego. Ríos de gente. Me escabullí entre los carros hasta hacerme invisible.

Vi mi vida pasar en imágenes superpuestas con el primer intento de choque. Y también vi la muerte en esa pick up blanca que llevaba el frágil pecho roto de Neomar. Vi los guantes blancos que intentaban detener la furia roja de su impulsividad, de su valentía, de su miedo, de su fragilidad. Sin saberlo, lo vi morir con la fugacidad de una carrera en moto, con el miedo y la angustia que vienen después del profundo vacío, del dolor irreparable de la pérdida y del desasosiego.

Sobre una Bera construí cuentos, armé frases y confesé las cosas más íntimas a hombres que no vi más de dos veces. Amé a Caracas en dos ruedas y ambas quedamos marcadas de por vida.

Pero volvamos a Bryan.

La moto iba por una callecita a dos cuadras de la Rómulo Gallegos, por detrás del Centro Comercial Líder. Bryan se empeñó en pasar al camión que teníamos al frente justo antes de que la buseta Encava -que iba en sentido contrario- nos pasara por el lado. El camión paró en seco un segundo después de que Bryan acelerara. Nos estrellamos contra el parachoque trasero. La rueda siguió girando después del impacto, mientras la moto se inclinaba, perdiendo por completo el equilibrio.

De inmediato se escuchó la descarga metálica contra el pavimento y un chirrido, casi como un grito, de ese monstruo grasiento. En una escala mínima, imperceptible, también se escuchó el rugido de mi brazo quemándose contra la acera caliente hasta abrir múltiples hilos de sangre y vellos achicharrados. Escuché el golpe seco del casco de Bryan y luego una pausa que duró menos de lo que recuerdo.

Me levanté del piso lo más rápido que pude, obviando por completo la molestia en la rodilla o que el blue jean -roto desde que lo compré- ahora ofrecía una panorámica de mis nalgas. El corazón me latía con fuerza cuando de pronto del camión comenzaron a bajarse varios hombres uniformados. Nos habíamos estrellado contra una patrulla de policías nacionales entusiasmados por derrumbar guarimbas. Mi corazón dejó de latir. Entré en un estado de coma alternativo en donde mi cuerpo no sentía nada pero seguía en movimiento.

¡Bryan!, le grité. Los pacos hicieron lo mismo, como si lo conocieran de toda la vida, pero Bryan no se movía, tenía los ojos cerrados.

Empecé a ponerme nerviosa. Miré su barriga para ver si respiraba pero mi propia respiración me confundió. Los uniformados se acercaron un poco más, lo movieron, repetían su nombre y comenzaron el interrogatorio. Que para dónde íbamos, que por qué Bryan no llevaba chaleco. Porque no es mototaxista, mentí. Es un compañero de trabajo, vamos a mi trabajo, chamo. Voy tarde pa’ una reunión. Dije, tratando de disimular la calma casi sifrina con la que hablo. Pero el ambiente comenzó a ponerse tenso.

Bryan abrió un ojo. Uno solo. Me miró de refilón y me hizo señas: ¿estás bien? Lo fulminé con la mirada. Párate de ahí, chico, dije entre dientes. Y entonces la adrenalina pasó. Bryan estaba vivo y mi cuerpo despertó de la anestesia: la rodilla me sangraba y el brazo me ardía por el calor del pavimento. Casi me desmayo cuando vi la piel arrinconada, como una cortina, exponiendo la carne viva. Sentí cómo me iba deshaciendo hasta la acera.

“Epa, epa, chama”, gritó un policía: “¿Estás bien?”. Asentí y me dejé caer al borde de la calle. Sin darme cuenta mi performance desvió la atención de los policías: de lado quedó el interrogatorio, la especulación sobre el chaleco de Bryan y si era o no mototaxista.

Se quedaron un rato a mi alrededor en un extraño estado de contemplación que duró el tiempo justo para que, dos cuadras más abajo, en plena Avenida Francisco de Miranda, reconstruyeran una barricada con una tina vieja y medio tronco de algún árbol caído. Ganaron tiempo, pensé, sintiéndome cómplice por un momento de la protesta, de la gente, del hastío. Cuando los colores me volvieron al rostro Bryan se apuró en ponerme el casco de vuelta.

“¿Estás bien?”, insistió otro policía. Sí, sí, dije, mientras me subía de vuelta en la moto. Regresar a mi casa no era una opción, quedarme tampoco y caminar, menos. Bryan peleó con el embrague hasta lograr el rugido que nos puso en movimiento. El susto volvió de a poco al pecho y se quedó ahí un buen rato. Nos metimos por un pedacito de calle entre la tina y el árbol para cortar camino hacia la autopista, por el retrovisor vi a la gente correr y a los policías desbaratando, por enésima vez, lo que construyeron en medio de mi caída. Cerré los ojos e intenté dejarme llevar.

De aquel encuentro me quedó una mancha oscura en el brazo que traté de quitarme a punta de sábila, pero fue imposible. Con el tiempo y cercana ya a la fecha de mi partida del país, comencé a tomarle cariño al tatuaje improvisado. Era un recuerdo imborrable de los amores entre Caracas y yo. Una evidencia de la furia con la que nos recorrimos y nos quisimos. Durante un tiempo también fue un recordatorio del miedo, pero ya no.

Quizás por eso, cada vez que espero el 68 en alguna parada de Buenos Aires, miro la mancha, pienso en Bryan y lo que se instala en la boca del estómago ya no es miedo, es nostalgia.

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