Opinión

Dos sifrinas frente al "teta teta teta" de Tokischa

Ella tan RBD, su hermana tan Los Mesoneros. Nos fuimos al Cusica Fest y en el VIP recibimos la desvergonzada potencia de Tokischa y su popola libre y el escándalo entre las amigas sifris del colegio: "¿Dice calentura original?"

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María Corina, tocaya de la candidata, nunca ha escuchado una banda venezolana post-Caramelos de Cianuro que no sea Rawayana (asistió, por supuesto, al concierto en la Concha Acústica, donde brincó al ritmo de Feriado y High). Sabe poco de la música sifriplaya, pues no es sifrihippie, y el sifrirock es una dimensión desconocida para ella: ¿bandas millennials de estudiantes de Los Arcos y el San Ignacio, formadas en ediciones del Festival Nuevas Bandas en los 2000? Qué va. Americania, Viniloversus y Los Mesoneros son tierras desconocidas. Lo de ella es RBD – al punto de casi comprar tickets para el concierto en Miami, con corbata roja en su cuello, para fenecer ante el sombrero de vaquero rosado que carga Mia Colucci.

Su hermana, Ana Elena –rubia esbelta, criatura de la rumba, que no usa los cuellos de tortuga y las mangas abombadas de María Corina– se proclama fanática de Los Mesoneros. Es también consumidora ávida de series de anime, parte de esas minucias extrañas pero discretas que interrumpen su papel de niña graduada de la Academia Merici y asimilada en las bandadas de pavitos de la Universidad Metropolitana.

Sin embargo –con o sin el desenfreno hormonal de fan adolescente que genera la pollina de Luis Jiménez en las veinteañeras– ambas asistieron conmigo, por segundo año consecutivo, al Cusica Fest.

Por supuesto, la llegada fue nocturna: Los Mesoneros ya es una cuestión exótica, fronteriza, para Ana Elena. Las bandas previas, emergentes o alternativas para un público con escarcha en la cara o pelo con mechones de colores, provienen de planetas distantes que no hablan su lengua de cancha de tenis y cielo de country club.

En el Cusica Fest del 2022, por ejemplo, María Corina preguntó: “¿escucharon que viene Soda Stereo?”. “¿Sí?”, le respondí sardónicamente: “¿revivieron a Cerati? Yo escuché que Nirvana cerraba el show”.

Se refería a Bomba Estéreo en su confusión ante aquel mundo transpop, pero al llegar al Cusica, en efecto, comenzó a sonar De música ligera lo cual, por un momento, hizo realidad el sueño criogénico y atemporal de María Corina.

En las sillas de mimbre del VIP y usando un enorme pañuelo de Tanqueray como mantel de picnic, María Corina se echó entre la multitud a observar a su hermana brincar y cantar durante el show de Los Mesoneros. Yo, en cambio, preferí comprar pollito frito de Holy Chicken. Pero, por obra y gracia de la terrible señal en la Simón Bolívar, la compra se convirtió en una eternísima cola repleta de rezos esperando que alguna de las tarjetas de crédito pasara por el punto.

Finalmente pasó la Apple Card de Valeria, amiga visitando de Nueva York y vestida de negro: individuo inteligentísimo pero que osó, recientemente, preguntar en Farmatodo si aceptaban Apple Pay. “Pago Móvil chica”, le respondió la cajera. Aún así, busca proclamarse fallidamente como miembro de la progresía de Brooklyn: “Yo me quiero quitar la palabra niche”, dice, antes de criticar la marca de ropa de su amiga porque “es como Caribbean office”.

Al regresar, no encontramos a las hermanas. Se perdieron en la multitud con nuestro termo de Tanqueray y la hielera con los mixers. No importa, nos gozamos aquella masa viva de energía y sacudones y zaperoco que es la euforia jovial e irreverente, indispuesta a morir, de las diez mil juventudes que se reúnen en el festival.

Por aquí, sifrinas emocionadas: “¡Qué loco que esta gente existe en Caracas!”. Por allá, una chef conocida: “¡Me gané un bucket hat de Iselitas!”. Por otro lado, unos hipsters vestidos con bragas y camisas de rayas de colores jugando en su nota; en su nimbo de estrellas. Y por allá, gente cantando en la cápsula de Pepsi y por el otro, una fan de Tokischa con un letrero erótico.

Finalmente, aparecen las hermanas: toman un frozen drink de algo. Me dan. Tomamos. Nos rascamos. Se encienden las pantallas color rosado y aparece el presidente de la República Dominicana o de Costa Rica o de algún país medianamente funcional en América Latina. “Partido Popola Libre”, afirma y la multitud grita, como preparándose para la fiesta electoral en 2024. Y, como una contraparte existencial de María Corina (la candidata) y su bandera de siete estrellas, aparece Tokischa y anuncia su carrera presidencial por la popola libre.

“Teta, teta, teta, teta”, dice Tokischa. “Dios mío”, proclama Ana Elena, de vuelta en su rol conservador: “Esto parece una despedida de soltera en drogas”.

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(Foto: Alejandro Cremades)

Sigue Tokischa: “nada es indispensable, sólo Dios”, afirma, antes de continuar con una lista de comportamientos malacama que sí son dispensables. Confundida, alborotada, Ana Elena empieza a escandalizarse, a arrinconarse, a huir. Consigue a otras amigas y en todas se alimenta el pánico moral. “¿Dice calentura original?”, pregunta. “Vaginal, Ana Elena”, le dice María Corina: “vaginal”. Más escándalo.

“La gente de Caracas pensaba que era liberal hasta el show de Tokischa anoche”, tuitearía alguien al día siguiente. “La gente de Caracas es tan conservadora que Tokischa tuvo que preguntar dónde estaban las tetas”, respondió una activista feminista, “qué bolas que ella tenía una hora cantando y nadie se había pelado las tetas”. Quizás ambas descripciones quedan incompletas para la masa de clase profesional caraqueña: son –somos- más como el personaje de la mamá en “Home Alone”. El equivalente criollo de republicanos de Reagan que después cambiarían de partido cuando los demócratas se hicieron neoliberales y los republicanos se convirtieron en cristo-fascistas.

Al final, Tokischa escupe a sus fans, anunciando tácitamente un zaperoco boomer en redes sociales y rumores sin base de una epidemia de herpes – el retorno de la enfermedad necrófila de Hollic. Yo le grito a una amiga y ella me escupe agua. A donde fueres, haz lo que vieres. Pero, una vez que aparecen Alexis y Fido, el pánico moral de Ana Elena se suprime.

La vemos montarse sobre la reja que separa al VIP del resto y se convierte en una melena catira dando vueltas sobre miles de cabezas. Yo me emociono, me dejo llevar, y el Tanqueray pega y el trago congelado pega y decido en mi ceguera por un largo momento que Alexis y Fido realmente son una sola persona.

Y bailamos y bailamos, entre luces rojas y reguetón viejo con son industrial, escuchando que shhh callao, métele caliente, cuando me miras al espejo dime cómo te sientes, que nadie se entere de lo que vamos a hacer…

Y en cuestión de todo un setlist de Alexis y Fido y un backup singer decorativo convertidos los tres en mi mente en un solo puertorriqueño rodeado de bailarinas de fucsia por obra y gracia de mi pea fragmentadora, el zaperoco y el perreo y el guayeteo y el mamarre mamarre mamarre desembocan en la erupción final del Cusica y la multitud se calma y los brincos desaparecen y simplemente aquella masa móvil y sísmica se convierte en… personas caminando.

“Te vi adelante”, me dice mi amiga Mariana, “por los brincos que pegabas”. Un delfín en el mar frenético de la multitud.

La multitud no es lo único que súbitamente se pasa el suiche como un volcán que se apaga en segundos. Ana Elena ya no está eufórica. Está arrecha. Nadie entiende por qué (ni entenderemos, no recordará nada al día siguiente). Dice que su molestia es con María Corina (su hermana, no la candidata) pero también la paga conmigo. Camina furiosa, brazos cruzados, y se dirige a comprar hamburguesas. La jalamos, llevándola al campus de la Simón en plena madrugada y evitando que sea atropellada, hasta conseguir el carro.

Entonces, aparece Pupi –un amigo alto, de ojos azules– convertido en náufrago de la noche en medio de los jardines boscosos de la universidad. Está buscando cola entre la oscuridad, como un espécimen de fauna silvestre aturdido por la música. “Voy al Country”, dice. Lo montamos en nuestra propia Arca de Noé. Pone The Notorious B.I.G. y habla todo el camino: sin enfrentarse a la reverenda arrechera etílica de Ana Elena que culmina con ella profunda, sucumbiendo sobre sí misma, vencida ya la descarga de la adrenalina del reguetón viejo.

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