Venezuela

Niños cambian los salones de clase por la cola y el bachaqueo

Sea para hacer la cola junto a sus padres, para “marcar” el cupo en la larga fila que aguarda por alimentos básicos, para resguardar las bolsas ajenas, o para vender los productos adquiridos en la economía informal, cada vez más los niños y adolescentes venezolanos salen a la calle a “bachaquear”, en un forzoso intento de palear la crisis

Publicidad
Texto: Dalila Itriago | FOTO: AP

Es una tarde de junio y en Petare llueve. Horas antes hizo mucho sol, ese que a la niña de diez años tanto le molesta. “Dos mil bolívares el kilo” responde la achinada criatura cuando un hombre pregunta el precio de un paquete de arroz. Junto a su padre, su tía y sus dos primos, de uno y seis años de edad, la niña corretea alrededor de un tarantín improvisado a la salida de la estación del metro. Ofrecen pañales, pasta de diente, aceite, desodorante, café, jabón, harina de maíz y una fluctuante lista de productos regulados perdidos de los anaqueles de los supermercados. Los adultos resisten la fiereza de la calle: el padre de la niña compra chocolate en vasito plástico mientras que la tía se saca una teta y da de mamar al recién nacido en plena acera. La niña, en cambio, duda un segundo cuando se le pregunta sobre lo que no le gusta de estar allí: “Lo que tengo que hacer”.

Esquivar la lluvia, el sol, los policías, la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), la basura y el meado son parte de la rutina de los bachaqueros, comerciantes informales o buhoneros que ahora ofrecen artículos escasos a nivel nacional pero que desde siempre han tomado las aceras para vender. La novedad es que ahora niños, desde 0 y 14 años de edad, sean incorporados a esta dinámica económica.

“Solo vengo dos veces por semana, los martes y miércoles. Mi papá me compra el desayuno porque en mi casa no estoy comiendo bien. Estudié pero hasta tercer grado. Mi mamá me sacó porque no me gustaba la escuela. Me daba flojera despertarme todos los días a las seis de la mañana. Entonces mi mamá empezó a bachaquear y me trajo para acá; pero ahora se fue a las minas (al sur del país), con mi hermanita pequeña de tres meses. Yo me quedé con mi hermana de 15 años, la que tiene pareja,  y la otra de 13. Lo que más me gusta de aquí es que me brindan fresas y mangos. Además, juego con mis amiguitos y mis primos. ¿Lo que no me gusta? Lo que tengo que hacer, y el sol de Petare”, responde con tímida sonrisa.

Su tía, una chica de 22 años de edad oriunda de Boca de Uchire, mira las nubes encapotadas, grisáceas y tristes de esa tarde de junio en Petare. Cree que en su infancia, en una tarde similar, ella habría estado jugando pelota, viendo televisión o durmiendo. Ahora, junto a otras madres, amamanta y cría mientras vende en la calle. Apenas lleva dos meses en el oficio. Cuenta que anteriormente vivía en Charallave y se dedicaba a cuidar a sus hijos pero el sueldo de vigilante del esposo no alcanza para mantener a la familia. Tampoco es que gane mucho como bachaquera. Asegura “sacar” entre 12 y 15 mil bolívares al mes, fuera de lo que gasta en la alimentación de los niños: desayuno, almuerzo, agua, Toddy y ‘chupis”.

“Vivimos donde mi suegra, en el barrio 5 de julio, pero como allí no hay agua me vengo desde las 8:00 de la mañana y acá les doy desayuno. Apenas llego saco la mercancía y me pongo a vender. Después del mediodía todo se acaba”, relata la joven al admitir que ni siquiera tiene que hacer cola para comprar los productos regulados. De hecho, ahí mismo se podía ver cómo pasaban personas con bolsas de pañales y se las ofrecían al grupo de vendedores ambulantes: “Uno no tiene que hacer ni la cola. Ellos se vienen hasta acá y nos ofrecen la mercancía. Lo más fastidioso son los policías y los guardias. A veces no nos dejan trabajar, aunque uno les pague vacuna”.

A las afueras del mercado de Quinta Crespo la situación no es muy diferente. Hay vehículos policiales estacionados a pocos metros de la entrada del comercio. Sin embargo, como si se tratase de vendedores de estupefacientes, dealers, o jíbaros, como se dice en criollo; niños y jóvenes promocionan los productos regulados con cierta discreción. Como si hablaran hacia adentro.

“Harina, pasta de diente, harina, pasta de diente”, repite, como si cantara, una joven con chemise y pantalón azul, propio de un uniforme del bachillerato. De mediana estatura, cabello negro y liso, y un rostro pálido y pecoso que no admite maquillaje, destaca involuntariamente del grupo.  “¿Y qué dice tu mamá de que estés aquí?”, se le pregunta, a lo cual la niña de 14 años de edad responde con naturalidad que su mamá sabe, pues ella es quien va a las colas a comprar las cremas dentales que, al salir de clases, luego venderá en ese recodo curtido de la Avenida Baralt.

“Llevo apenas dos meses acá y lo hago porque mi mamá está enferma y con lo que vendo puedo comprar salado en mi casa. Nosotros somos cuatro hermanos. Solo el mayor estudia en la universidad, los otros dos también bachaquean. Al principio me dio pena, luego fue normal. No vengo a matar ni a robar sino a ganarme el pan”, explica la joven, quien ahora gana 200 bolívares por cada kilo de harina de maíz que le vende a otra bachaquera, sin dejar de imaginar que quiere ser traumatóloga “para curar a los demás”.

Inexplicablemente, a pesar de un contexto de carencia, los niños no pierden la capacidad de soñar. Así lo asegura Oscar Misle, fundador y director de Cecodap, Centros Comunitarios de Aprendizaje por los Derechos de la Niñez y Adolescencia, quien tiene 31 años trabajando por la promoción de la ciudadanía en los más pequeños.

De entrada Misle explica que esta ONG no posee datos, números ni cifras que arrojen luces sobre la cantidad de niños y jóvenes que hoy en día se dediquen al bachaqueo en Venezuela, más allá de la observación cotidiana de este nuevo paisaje en calles y avenidas. Sin embargo, comenta que de los 20 talleres que dicta al mes en las escuelas parroquiales, sobre promoción del buen trato o prevención de violencia; en todas se toca el tema, como sugerencia incluso que parte de los propios alumnos.

“El 21 de abril de este año ofrecimos un taller en la Escuela Comunitaria de San Antonio de Los Altos. Allí los propios jóvenes plantearon el asunto. Ellos no te dicen que quieren bachaquear sino que desean vender productos, que necesitan comer y que no alcanza con el dinero de sus padres”, cuenta Misle.

El orientador evita hacer cualquier clase de juicio. Procura analizar las causas que generan violencia en el contexto juvenil e infantil y el tema rebota cual pelota plástica lanzada contra el último cuarto, intentando olvidar, ignorar.

Como dinámica de trabajo, Misle divide al grupo entre detractores y defensores de esa posibilidad real de que los niños sean bachaqueros. Confiesa que se admira de los argumentos esgrimidos por los muchachos y de la validación que, en todos los colegios, representa esta actividad: “El bachaqueo se ha convertido en una opción legitimada para conseguir los alimentos básicos y para ellos representa una acción menos grave, entre vender drogas o incurrir en el negocio de la explotación sexual”.

Aixa Abreu tiene 23 años ejerciendo como trabajadora social en la U.E.N Pablo Vilas, de la Cota 905 de Caracas. Su función es revisar las condiciones sociales y económicas del alumnado y procurar orientarlo para evitar por todos los medios que abandonen sus estudios.

De su experiencia en el liceo, Abreu asegura que al menos 70% del alumnado acude al mercado informal durante las vacaciones. Eso usualmente se registraba entre los meses de agosto, septiembre o diciembre. Actualmente, según ella, esa actividad se ha vuelto cotidiana y ya no es solo para cubrir los gastos de ropa, calzado o imagen sino para ayudar a comprar comida.

“30% de nuestros alumnos falta aunque sea una vez a la semana para adquirir productos. Antes era solo mañana o tarde, ahora es todo el día. A mí me han ofrecido harina pan y azúcar pero no la traen para acá porque saben que puede llegar la GNB y se las quita. Yo procuro abordarlos amablemente y con mucho amor para que no dejen el plantel. Me dicen que no tienen con qué comer. Entonces acá hablamos con los profesores para que si tenían una exposición, un interrogatorio o un examen los evalúen otro día. Ni siquiera cuando salen embarazadas las niñas queremos que se vayan y pierdan sus clases”, explica Abreu.

El hambre es uno de los motores del bachaqueo infantil. Gloria Perdomo lleva 35 años trabajando en la zona norte de Petare, en el barrio Antonio José de Sucre; además de apoyar a dos escuelas en Antímano. Ella es la coordinadora de la Asociación Civil Luz y Vida, una defensoría de niños que de lunes a viernes les brinda orientación y protección gratuita.

Perdomo lamenta las limitaciones actuales pues dice que en todos los años de trabajo en sectores económicamente deprimidos jamás vio tal nivel de escasez: “Nunca antes había visto el hambre que estoy viendo ahora. Incluso en los barrios había familias con mayores posibilidades que otras y la generosidad los hacía ayudar al vecino.  Ahora sucede que aún teniendo el dinero no consigues dónde comprar. Hasta los maestros van con hambre a la escuela. Es algo muy rudo”, apunta.

Refiere, como lo hizo Misle, que en los talleres de formación los propios niños comentan estar agotados para ir a clases pues el día anterior tuvieron que hacer la cola para comprar o acompañar a sus padres a vender los productos en la calle.

“Se les está violentando su derecho a la educación, al descanso, al esparcimiento y es verdaderamente dramático que estos niños tengan que preocuparse por la comida que les queda en casa. Esto está ocasionando un alto porcentaje de inasistencias escolares. No solo es ir a hacer la cola es que sus padres prefieren no mandarlos al salón porque no quieren que se desmayen. Además del hambre no hay agua en sus casas y no tienen cómo lavar el uniforme”, añade Perdomo al lamentar que el impacto de la crisis lo padezcan los niños más pequeños y de las zonas más pobres del país.

La asociación civil Luz y Vida no tiene registro del negocio infantil, pero según su coordinadora el tema surge en cada dos de tres talleres que ofrecen, y aterriza planteado por los propios niños. Hasta los momentos, el papel de la defensoría se limita a llamar al padre para que ayude a la manutención de los niños. Dice Perdomo que es inadmisible que ellos se olviden de colaborar y entonces tenga que salir el niño a procurarse su propio alimento porque sabe que el espagueti que tiene en casa no le rendirá para otro almuerzo.

La promotora de derechos en la infancia comenta que en los próximos días empezará a registrar cómo están viviendo los niños y jóvenes la situación de las colas en las áreas donde trabaja. Cree que es importante que esta realidad quede documentada, pues se atreve a vaticinar que en pocos meses, cuando todo esto cambie, la gente no creerá todo lo que aquí ocurrió.

Publicidad
Publicidad