Venezuela

El dilema de la sangre

Sangre es, hoy, la palabra más temida. Mencionarla, sin embargo, se ha vuelto habitual. Hasta el enviado del Vaticano Monseñor Claudio María Celli señaló que si el diálogo entre el gobierno y la oposición fracasa “el camino podría ser el de la sangre.”

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Fue la palabra de fondo con la que la oposición pretendía hacerse respetar para llevar a cabo el referendo revocatorio: si no hay una salida democrática y constitucional habrá un estallido social, decían las voces descollantes.

Y fue, sin duda, la palabra que hizo retroceder a la oposición en la prometida marcha hasta Miraflores. Nada más temible que la muerte. Ni un solo líder de la oposición quería asumir la responsabilidad de la escalada de violencia que hubiera significado intentar llegar al palacio presidencial. Porque, ¿y después, qué? Hay una penosa carencia de planes, sobre todo de un proyecto de vida alternativo que pudiera darle sentido a la asunción del riesgo.

Nadie quiere convertirse en habitante de Siria. Nadie quiere la devastación y desolación de una guerra. Pero hay cierto fariseísmo y doblez en la sublime preocupación por la paz. Porque la situación que vive Venezuela como consecuencia de la revolución bolivariana y el chavismo es prácticamente similar a la de una guerra. Cerca de 30.000 muertos al año por impacto de bala en una población de tan solo 30 millones de habitantes, violaciones, inseguridad, secuestros, escasez, hambre, carencias, restricción de servicios, pobreza, presos, desconfianza, división, polarización, odio. Desde el punto de vista social, no sabemos qué es peor, vivir una paulatina y lenta degradación y decadencia a lo largo de dos décadas o la brusca combustión durante un lustro.

Venezuela ya es, de hecho, por decisión y determinación de los Castro, el terreno de confluencia del narcotráfico, la guerrilla y el terrorismo internacional, el patio de atrás para los negocios sucios del socialismo. ¿Para mantener ese estatus quo es que los miembros del Foro de Sau Paulo desean nuestra paz?

A pesar del dolor cotidiano, de vivir en el país más violento del mundo y de estar obligado a ver correr todos los días la sangre de las víctimas de la delincuencia común, los venezolanos de la democracia desarrollamos una acentuada aversión a la violencia política. Pareciera que el siglo de paz que disfrutó Venezuela después de la pacificación gomecista erradicó la mentalidad heroica que interpretaba la muerte como un valor.

Hoy la sangre se ha trasformado en el dilema central de una sociedad que busca desesperadamente una solución pacífica a una crisis humanitaria producida por un sistema cuyos autores sí están dispuestos a la más desencarnada violencia para mantenerse en el poder. Si atendemos al discurso de los que mandan, luce poco probable que ocurran los cambios indispensables por la vía pacífica.

La violencia, por principio, por estrategia o por miedo, está descartada por el actual liderazgo de la oposición. Y como el descontento solo se convierte en fuerza de cambio cuando hay un liderazgo decidido y capaz de movilizar a las masas, el escenario más probable es la lenta prolongación de nuestros males hasta que irrumpa en el escenario un nuevo factor de poder.

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