Venezuela

El sospechoso triunfo de la igualdad

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—Tome usted a uno cualquiera —me dijo mientras paseábamos por el patio del cuartel—. Llámelo Juan Antonio, por ejemplo. Póngale de apellido González, y el número de cédula que mejor le parezca. En realidad no importa. Da igual. Da igual sí, porque en estos días hemos venido asistiendo al glorioso Triunfo de la Igualidad. (Pompas y platillos, o mejor bombas y casquillos. Y fanfarrias, fanfarrias para los fanfarrones, por favor). —Venga, compruébelo de cerca —siguió mostrándome—: este soldado es igual a aquella enorme fila de soldados. Como todos aquellos otros, este soldado no tiene nombre. Como ve, da igual. Y sí, da igual que cualquiera de ellos dispare contra el pecho de un hombre, de cerca, a quemarropa, delante de todos en la plaza. Que dispare y luego se pierda en la pared de escudos y cascos, como si no hubiera matado. Da igual. Que maten todos por igual, todos estos soldados hijos del Triunfo de la Igualdad. (Vamos, bailemos, bailemos por la altura suprema de la espléndida Igualdad) —Y mire usted, lo mismo este soldado que un ladrón —continuó— y lo mismo el ladrón que un magistrado, y lo mismo el magistrado que un ministro, y lo mismo el ministro que un general y lo mismo el general que un delincuente. (Vamos, vamos, traigan la orquesta, suelten el licor y desaten a las bailarinas) —Certifique usted nuestra logro supremo —señaló orgullosa hacia las celdas y las tumbas—: Hasta el amadísimo pueblo dejó de existir, y también el odiado apátrida. Ahora son todos, un mismo enemigo. Ahí nos detuvimos, frente a los flashes y las cámaras. —Igualdad, gracias Igualdad —le dije entonces—. Nos hiciste a todos tan iguales, que todos los días muere alguien en iguales circunstancias. Yo acá los tengo anotados. Me hice tatuajes con sus nombres, los llevo en el pecho. Y me duelen. —Pero qué dices —me increpó con una gran sonrisa que en las comisuras temblaba. —Yo sé que está mal, gloriosa Igualdad —le respondí apenado—. Sé que voy en contra de tus altos propósitos. Pero yo soy el enemigo, recuérdalo. Ese enemigo, qué empeño, que no se niega a olvidar, que cuida la dignidad de su nombre, que quiere permanecer anomalía, virus, desperfecto en tu (t)rasero perfecto nacido de ese enfermo amor por ti misma. —Calla, calla —me ordenó entre dientes, igual con sonrisas. —Algo en alguna parte te falla, Igualdad —le respondí sin inmutarme y al oído—. Pero no se lo digamos a nadie, y así seguimos posando para la foto. Desde afuera, empezaron a llover piedras sobre el patio del cuartel.]]>

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