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Jacqueline Goldberg, literatura que salva

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Tiene todo la estructura ósea de un gran poeta, incluso cuando las manos la hacen temblar. Sus letras, sin embargo, no vacilan, aunque en el trayecto de hacerse haya llantos y guerras. Jaqueline Goldberg se sabe plena cuando escribe. Cuando una palabra, una idea o un ordinario hecho la conducen a la creación literaria

Maracaibo, 1966. Al matrimonio conformado por la odontóloga Elsa Kapuschewski y el optometrista Raphael Goldberg, le nace su primer hijo. Es el 24 de noviembre. Es hembra. Le ponen por nombre Jacqueline.

10 años después, la primogénita de los Goldberg comienza a escribir relatos. No es un capricho, ni un impulso repentino. Es el resultado de una infancia marcada por el acoso escolar al que se vio sometida a causa de su baja estatura y el temblor de sus manos. También entrecruzada por momentos maravillosos y una familia que le obsequió fortaleza. Condensó en la escritura, de esta manera, la soledad y el amor con los que enmarcó el lugar desde donde miraba el mundo.

A los 12 años comenzó a escribir poesía. Como un emisario de los tiempos que se avecinaban, la creación literaria afloró para prepararla para la adolescencia —que añadió a ese mundo de hostilidades externas, las depresiones de esa confusa edad. “Sin la literatura le habría dado más dolores de cabeza a mis padres”, señala.

Construía el universo que se convertiría, a un mismo tiempo, en muralla y puente. Desde entonces no ha pasado un día en toda su vida en que no lea siquiera unas líneas, “aunque sea en el baño”. Tanto, que no logra recordar el primer libro que leyó. Recuerda, en cambio, el significativo momento en que, con 12 años, compró —léase bien: compró; no se lo compraron— su primer poemario: 20 poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.

Luego vendrían, entre títulos obligados por el colegio y otros que conformaban la biblioteca paterna, los libros iniciáticos. Los nombra como si los estuviera viendo frente a sí: El túnel, de Ernesto Sábato; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stephen Zweig, los cuales no vinieron precedidos de una etapa de literatura infantil. “No fui una lectora precoz. No recuerdo libros especiales en mi infancia”, afirma.

Caracas, 1991. Un año después de haberse graduado —no solo Cum Laude, sino siendo la primera de su promoción— en la Facultad de Letras de la Universidad del Zulia, mención “Investigación y crítica”, se traslada a Caracas, que sería su domicilio desde entonces. Comienzo de agosto, y de su nueva vida. Llegó de la mano de un trabajo en el entonces recién creado Museo de Artes Visuales Alejandro Otero, que obtuvo tras responder un aviso de prensa.

Entre las situaciones inolvidables de esa época, aún se evoca barriendo una sala de la institución mientras el ministro de Cultura inauguraba, en la planta baja, la exposición por la que había estado trabajando, literalmente, toda la noche anterior.

Estaba por cumplir 25 años, y ya había publicado los poemarios Treinta soles desaparecidos (1985), De un mismo centro (1986), En todos los lugares bajo todos los signos (1987), Luba (1988), A fuerza de ciudad (1990) y Trastienda (1991). Este último fue finalista en el Premio Casa de las Américas, de 1990.

Comenzaba a transitar su propia vida, con todo lo que trae de anhelo y terror. Y aunque en adelante transcurrió en Caracas, mantuvo inalterables rasgos marcadamente maracuchos, como su desdén por Maracaibo como ciudad. “Nada más maracucho que eso», acota. También su pasión por esa gastronomía —comer pan con queso en un puesto callejero se encuentra, junto a mirar el lago y el afecto por sus padres y amigos, entre sus más entrañables querencias— y un respetable catálogo de groserías… que solo salen a flote cuando se molesta.

De judía, en cambio, siente que conserva una mirada que confunde mundo y raíz, asombro y tradición. «Muchas veces afirmé que me sentía poco judía, pero los años me han dicho que no es tan así. Soy una madre absolutamente judía, que se siente a veces culpable y muy preocupada porque el crío coma. Del judaísmo me queda arena y desiertos, exilios y una sensación de no pertenecer».

Posee, además, su propia manera de practicar la religión. «No voy a la sinagoga. Me gustan las tradiciones asociadas a lo culinario y lo festivo, y la literatura de impronta judía, en la que busco espejos».

Caracas, 1998. Recibe su doctorado Cum laude en Ciencias Sociales por la Universidad Central de Venezuela. Por esa época conoce al arquitecto, poeta y profesor universitario Hernán Zamora, con el que tiene en la actualidad 16 años de matrimonio, “tras unos pocos meses de noviazgo”, como ella misma precisa. “Fue amor al primer tecleado. Nos conocimos por Internet. No había entonces chats, solo correos que iban y venían. 10 días después del primer correo nos vimos y no nos separamos ya nunca más”, rememora. Tenía 32.

A los pocos años nace su hijo, Santiago, el cual redefiniría su visión de la vida. “La responsabilidad de vivir entre pequeñas alegrías dejó de ser una opción para convertirse en mandato cotidiano”, sentencia. “A Santiago, por cierto, no le interesa la poesía. Pero, de haber asistido a recitales poéticos desde que estaba en el coche, algo quedará”, confía Goldberg, acotando que, de hecho, es músico. “Y muy serio. Ahí hay poesía”.

Otra de sus grandes pasiones es la gastronomía. Se remonta a la época en que «Ben Amí Fihman comenzó a obligarme a traducir recetas para la revista Cocina y vino, aparte de mi trabajo en la revista Exceso«, pero también le viene del hogar. Su padre es un magnífico cocinero. Ella, en cambio, por falta de tiempo, cocina poco. Aunque asegura que jamás la han dejado mal parada el risotto, las pastas y la sopa de cebolla. No es amante de los postres muy elaborados. Le basta un trozo de chocolate negro. Y el vaso gigante de Toddy que se prepara a cualquier hora, «pero sobre todo en las mañanas».

Poissy, cerca de París, 2004. Ese año se iniciaría el largo camino de su más reciente producción literaria, cuyo trayecto abarcaría casi una década: su novela Las horas claras, ganadora del XII Concurso Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana. En octubre acompañaría a su esposo, Hernán Zamora, a la consabida —para todo arquitecto— peregrinación a la famosa Villa Savoye, reconocida pieza arquitectónica del mítico Le Corbusier.

Zamora estuvo ocho horas dibujando y tomando fotos de la casa. Mientras ella se dedicó a recorrerla en silencio, se recostó en un chaise longue de Le Corbusier, leyó, hizo una siesta… comenzaba a aburrirse cuando vio una pequeña exposición donde había una carta de Madame Savoye dirigida a Le Corbusier, en la que especificaba cómo quería la casa. Goldberg, más lectora de narrativa que de poesía, sabía que tarde o temprano llegaría a la novela. En ese momento supo que esa historia la había estado esperando para abordar finalmente el género.

“Apenas regresé a Caracas, comencé a investigar y, viendo que encontraba muy poco, escribí a la Fundación Le Corbusier en París. Al día siguiente estaban en mi correo ocho cartas manuscritas de la señora Savoye dirigidas a Le Corbusier”, comenta con revivido entusiasmo, para agregar que “me tomó unos tres años la investigación, escritura, definición del género y el reconocer que no me interesaba el género”.

No se trata de una novela convencional. Los editores que la tuvieron en sus manos argumentaban que no tenían espacio para un texto de esa naturaleza. “No es un poemario ni una novela”, comentaban. Esa misma hibridez que hacía desconfiar a editores hizo que ella probara fortuna en un concurso que, precisamente, exaltaba esa condición: el Transgenérico de la Cultura Urbana.

Era 2012 y ya habían transcurridos ocho años desde la visita a la Villa Savoye. Además de escribir, Jacqueline Goldberg dirige, desde hace cuatro años, el Festival Internacional de Cine Judío de Caracas. También maneja redes sociales para empresas del ámbito gastronómico, escribe para diversos medios y edita libros para terceros.

Ha abordado el reportaje, la crónica, la entrevista, el ensayo, la literatura infantil… ¿Cuál es el género, aparte de la poesía, que más le complace escribir? “Todos, pero siempre desde la respiración poética”, asegura. La poesía, ese lugar de silencio y soledad, es para ella un ejercicio de meditación. El lugar de la autoconfesión. Pero le resta misterios a su ejercicio: «Un poeta es una persona de a pie, que se permite pausas para mirar y hurgar en las palabras», dice.

¿Cómo germina y crece un poema de Jacqueline Goldberg? “Todo comienza con una obsesión: por una palabra, una idea, una situación, unos ojos. Esa obsesión conduce al tema y a la voz que exige ese tema. Empiezo a escribir en la pantalla en blanco. Raramente es cuestión de reflexión anterior o de servilletas con anotaciones”. Cada libro tiene su historia, sus tiempos. “Cuando logro leerlo sin quitar una palabra, puedo pensar en un primer intento con un editor o un concurso. Pero ese viaje es largo. Soy muy obsesiva con el lenguaje, aún en el arte final de un libro que ya está en imprenta, sigo corrigiendo. Creo en aquello de que los libros no se terminan sino que se abandonan», señala esta ferviente discípula de poetas como Paul Celan, Marguerite Duras y Edmond Jabès.

Y aunque confiesa que aún no puede dedicarse a diario a la producción literaria de su obra, esta prolífica autora ha publicado 14 poemarios, entre los que destacan El orden de las ramas —Ediciones Torremozas, Madrid, 2003—, Verbos predadores, poesía reunida 1986-2006 —Editorial Equinoccio, 2007—, Postales Negras —Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2011— y su reciente novela Las horas claras. También ha escrito ensayos, biografías, testimonios, diversos títulos para niños y hasta una obra de teatro.

Caracas, 2014. Los libros tienen su vida propia y buscan su propio camino. Y, como los sueños, ensayan sus propias simbologías. Las horas claras ha debido posponer en un par de ocasiones su aparición definitiva. No son pocos los agradecidos lectores que, sin embargo, han encontrado en sus páginas un refugio de sosiego y belleza. Atisbos de un horizonte de mayor claridad. Como el del país, el camino de Las horas claras para consumar su destino ha sido tortuoso y lento. Y, como con el libro, por fatigoso que sea el camino, en algún momento se alcanzará esa luz.

Goldberg, entretanto, sigue escribiendo. ¿Llegará el momento en que deje de hacerlo?, le pregunto. “Quizá llegue el momento en que decida que no habrá un próximo libro publicado (mis poemarios tienen todos tema, estructura), pero un poema siempre vendrá. Al menos eso espero”.

Fotos:  Alejandro Cremades

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