Crónica

Prostitutas venezolanas, reinas sexuales de Cúcuta

Las autoridades neogranadinas no tienen el número exacto. En cambio sí aseguran que cada vez son más las prostitutas venezolanas que cruzan la frontera en busca de un cliente que les pague mejor. Es tan sabida la situación que la Corte Constitucional de Colombia ordenó protegerlas, verificar que trabajan de forma consentida y que no forman parte de una red de trata de personas

Autor: Dulce María Ramos
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Desde el año 2014, se pueden leer en el diario La Opinión de Cúcuta artículos relacionados con venezolanas que ejercen la prostitución en la ciudad fronteriza de Colombia. Plasman, asimismo, las quejas de sus homólogas neogranadinas, quienes se vieron obligadas a irse a otros rincones del país alegando competencia desleal de las «venecas». Cualquiera ante esta noticia podría pensar que es una leyenda urbana o un chisme de vecindad al estilo de la cándida Eréndida. Así que antes de cruzar el puente Simón Bolívar para regresar a Venezuela, esta periodista agarró su morral y se instaló tres días en un hotel cerca de la terminal de transporte.

El turismo sexual no es nuevo en Cúcuta. Sus habitantes recuerdan que en los años ochenta, durante la bonanza petrolera del gobierno de Carlos Andrés Pérez, mujeres de todos los rincones de Colombia llegaban a la Casa de las muñecas en la Ínsula para vender sus cuerpos a los venezolanos, en aquella época cuando éramos los hermanos ricos. Hoy la historia es distinta. La tortilla se volteó. Ahora las venezolanas, conocidas como las mujeres más bellas del mundo, amañan y lubrican el negocio de la prostitución en la frontera.

No es una cosa pequeña, ni una menudencia. La Corte Constitucional de Colombia ordenó proteger a prostitutas venezolanas que trabajan en ese país. El objetivo es determinar en qué condiciones están, si ejercen con pleno consentimiento o si se trata de casos de trata de personas. La disposición incluso considera facilitarles la documentación que les permita ejercer sin ninguna vulneración.

«En el caso concreto, la Corte dijo que se debe verificar la condición de cuatro prostitutas venezolanas que trabajaban en una taberna en el municipio de Chinácota, Norte de Santander. Así mismo, indicó que se tiene que tener en cuenta la situación que derivó en su migración al país y recordó que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos prohibe que se hagan deportaciones masivas, sin analizar la situación particular de cada persona», reportó el diario El Colombiano.

20 minutos por unos pesos

En la séptima —carrera de Cúcuta de importante afluencia porque conduce al centro de la ciudad— los bares trabajan las veinte cuatro horas todo el año. Su convivencia y embriaguez se alternan con las peluquerías, farmacias y pequeños restaurantes: todo forma parte de un mismo paisaje. Este espacio es llamado por las autoridades como «Zona de tolerancia». En la puerta de cada bar, un muchacho, conocido bajo el nombre de «jalador», invita a los transeúntes con aplausos y gritos a tomarse un trago y a pasar un rato con una chica. La música suena a todo volumen, llega un momento que ya no sabes si escuchas un vallenato o reguetón, ya ni reconoces la voz de Maluma, Silvestre o Diomedes Díaz. Puedes ver algunas prostitutas caminando o comprando algo de comer. Su físico y acento las delatan: son venezolanas, la mayoría proveniente de Barinas, Barquisimeto y Maracaibo. No necesitan siliconas ni cirugías son voluptuosas y hermosas por naturaleza. Ataviadas con vestidos cortos o pantaloncitos con un top y sandalias, apenas pintura de labio y rímel.

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La oferta de prostíbulos de la séptima es tan amplia como la diversidad de pieles y salivas que patinan en ella. Entre ellos destacan: El rincón paisa, Tijuana, Villa luz, La popoita, El triunfo. El último es un local espantoso, aunque lo que menos importa en estos lugares es la decoración. La barra está a un lado, mesas y sillas de plástico, poca luz. Las mujeres, arrinconadas en una esquina, son llamadas por los hombres, quienes las invitan a tomar una cerveza Águila o Póker. Al fondo, las parejas hacen una pequeña cola para entrar a las habitaciones y disfrutar sus veinte minutos de placer. Entre esa fila está Lucy, paradita, viene de Barquisimeto, bachiller, morena, bajita, delgada, cabello corto color chocolate, veinte cinco años y dos hijos que son cuidados por su abuela durante su ausencia. Nunca había ejercido la prostitución. “Llegué por una amiga. Yo estaba necesitada por mis hijos, no tenía comida. Mi amiga me insistió que me viniera, que se ganaba bien”, comenta escurridiza, ya cambiando los hábitos.

¿Cuánto cuesta el rato?

—“26 mil pesos. O sea: 10 mil bolívares, que es lo mismo a 10 dólares. 6.000 para el local y 20.000 pesos para mí. Un fin de semana puedo hacer entre 150.000 a 200.000 pesos —80 dólares —saca la cuenta de sus gemidos ensayados Lucy. Lleva todo este año trabajando en Cúcuta. Llega los jueves y regresa el lunes, aunque la frontera esté cerrada, le paga a los guardias para cruzar. Con el dinero que gana compra comida y mercancía para vender. Su familia conoce su nueva forma de subsistencia. Evitan tocar el tema: «Una está aquí no porque quiere. Yo vengo a trabajar”, zanja la incomodad.

Las colombianas —y demás seres casquivanos de esta fauna que comercia orgasmos— se quejan de las venezolanas porque bajan sus tarifas para quitarles clientes. «Me estoy enterando por ti que cobramos más barato. Pensé que nos odiaban porque somos más bonitas”, dice con una voz dulce que se quiebra, como si por un momento aguantara el llanto al descubrir que sus sudados esfuerzos estás también devaluados, como el bolívar. “No es fácil venderse, pero más duro es no poder darle de comer a tus hijos”, se excusa dando último sorbo a su cerveza caliente.

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Hacer plata para comprarme mi casita

En la Plaza Mercedes Abrego, en el centro de Cúcuta, todo transcurre en aparente tranquilidad: limpiabotas, vendedores de dulces, un pequeño módulo policial que garantiza la seguridad de sus visitantes y Dios, que vigila desde la Iglesia San Antonio de Padua —se encuentra al frente. Pero cuando uno detalla a las personas sentadas en los bancos y alrededores, observa prostitutas de unos cincuenta años, algo maltratadas, mirando sus rostros en pequeñas polveras y con un labial tratando de dibujar una sonrisa. También este lugar es conocido como la zona de los transexuales.

En esta plaza deambula Carol. Es transexual venezolana y con pinta de miss, veinte años, bachiller, alta, delgada, morena, con una melena larga y negra, labios voluminosos gracias a la magia de la silicón y unos leggins animal print. A los quince años empezó a ejercer la prostitución en Caracas, específicamente en el Nuevo Circo, la Avenida Libertador y Chacaíto. Se mudó a Cúcuta buscando un futuro mejor. Llegó hace un mes. Vive con un amigo. «Yo no quiero plata para cambiarme de sexo. Me siento bien así. Yo quiero plata para comprar mi casa, mi carro, viajar. No voy a quedarme achantada aquí en Colombia. Pronto quiero ir a Panamá, después a Alemania y así. Reunir mi plata y regresar a Venezuela», sueña montada en el avión del progreso.

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Carol por el rato cobra 50.000 pesos —20 mil bolívares o 20 dólares—, pero por una hora el emolumento es mayor: 100 mil pesos. Y si la contactan por una página web llamada mileroticos.com son 200.000 pesos —80 mil bolívares / 80 dólares). Afirma que los clientes y la policía son muy respetuosos a diferencia de los vernáculos criollos, con los que sufrió diversos maltratos. De repente una compañera trans, también venezolana, la llama y se marcha. «Chao, mamita. La próxima vez traes una cámara para que me grabes», se despide coqueteándole a la fama.

Cuidado con los colegas

La policía y migración no manejan cifras exactas de cuántas venezolanas ejercen la prostitución en Cúcuta. Saben que la condición de la mayoría es ilegal; tampoco interfieren con el funcionamiento de los bares y prostíbulos. Al contrario, es normal ver a los entes policiales supervisando y resguardando estos negocios, de hecho uno de los funcionarios desliza: «Muchas prostis son mis amigas, algunas me echan los perros pero yo no les hago caso”.

Existen locales cuyo target es mayor, de tarjetas de crédito doradas y carros de fanfarronería automotriz. En estos recintos de despilfarro y libido, las chicas pueden cobrar más de cien mil pesos por el rato. Algunos de ellos son Bahía, ubicado en la autopista Villa del Rosario; Aruba, en el Centro Comercial Bolívar; Elite y Los colegas en la diagonal de la Avenida Santander. Estos dos últimos pasan desapercibidos porque la zona es conocida por la cantidad de negocios dedicados a la venta de repuestos para vehículos, cuyos productos son en su mayoría traídos de Venezuela.

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En Los colegas el movimiento empieza a partir de las cuatro de la tarde. No paran de llegar taxis con mujeres bien vestidas, arregladas, entaconadas y maquilladas. Lo primero en deslumbrar, una vez que se traspone el umbral, es una barra redonda en el centro. Las chicas bailan y guiñan ojos, contoneos, a los hombres hasta convencerlos de tomar una alguna bebida. Unas escaleras, custodiadas por vigilantes, llevan a las habitaciones. La policía entra y sale a cada momento. Un hombre grita mucho y bebe sin parar, trasiega más bien, está acompañado por cuatro madonas. Se nota que es paisa, viste con una camisa de cuadros, jeans, botas y un sombrero. Por su comportamiento parecía un paramilitar. Era uno de los clientes más importante del lugar y con más dinero en Cúcuta.

Las chicas no quieren conversar o dicen muy poco. Los mesoneros vigilan cada movimiento y ante cualquier irregularidad avisan por unos radios. La que más destaca es Vivian, alta, rubia, diecinueve años, del estado Portuguesa, sin hijos y con estudios en administración. «En Venezuela no conseguía trabajo. Una amiga me recomendó. Los colombianos son unos caballeros y les gusta mucho las venezolanas». Un mesonero la llama, ella le dice algo. Señala a la periodista que escribe esta crónica.

En primera persona

Decido irme y para disimular como algo con el vendedor que está en la entrada del local. Se llama Hugo y también venezolano. Hablamos un buen rato sobre el país y las razones que lo trajeron aquí. Un policía se me acerca y me empieza a enumerar todos los lugares que he recorrido en Cúcuta desde mi llegada, luego me dice: «El dueño quiere hablar con usted. ¿Quiere saber qué necesita? ¿Qué averigua?”. Sabía que la policía no me iba a proteger, de hecho cuando les pedí cierto resguardo al principio de mi investigación me la negaron. Me limité a no contestar y regresar a mi hotel.

Era evidente que esa noche ya no podía hacer más nada, antes de subir a mi habitación me tomé algo en el bar. Ya era más de la medianoche y solo había una pareja. Ella era rubia, rellenita, treinta y cinco años, hablaba de forma escandalosa, estaba algo pasada de tragos y no paraba de bailar reguetón. Al verla sabía que era otra compatriota. Al rato su pareja la abandona, así que en el bar solo quedamos ella y yo, aproveché el momento para entablar algún dialogo. Resultó ser la estilista de las prostitutas, todos los fines de semana viene de San Cristóbal para atender a sus clientas. «Me pagan muy bien. Las mujeres que atiendo son prepagos, debo dejarlas bonitas. Yo no puedo juzgarlas, tengo hijos y afortunadamente como estilista gano plata pero si mis hijos pasaran hambre, también vendería mi cuerpo. Mira mamita, anota mi número y cuando quieras te pongo bella”. Se alejó bailando y al rato le gritó al dueño. “¡Coloca una canción de Maluma para mi paisana!”

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El mamón

A mi celular llegaron mensajes de Hugo. Me advertía de que el dueño de Los colegas me buscaba. Le había dado instrucciones que si me volvía a ver, le avisara. A pesar de eso aproveché mi último día en la ciudad para hacer una última parada con Carlos. Es un taxista cuyos clientes son asiduos visitantes de El mamón, un prostíbulo escondido en el barrio San Luis. “Ahora son puras venezolanas. Hay como treinta mujeres, jovencitas, lindas. Las venezolanas sí son bonitas. Yo he entrado mientras espero a los clientes. Ellas cobran entre 60.000 a 70.000 pesos un rato. El dinero les rinde porque viven allí y al cambio es mucha plata en bolívares. El mamón se la pasa lleno todos los días. Abre desde las cuatro de la tarde hasta las siete de la mañana”, detalla agarrado al volante.

El barrio San Luis es tranquilo, residencial. Un aviso grande y oxidado anuncia que doblando a la izquierda se encuentra El mamón. Al verlo, recordé la casa clandestina de Rosa Cabarcas en Memorias de mis putas tristes de Gabriel García Márquez. Hablé con algunas prostitutas, cuidando que la dueña no se diera cuenta de mi presencia. Siempre me encontraba con la misma historia: madres solteras que abandonaron Venezuela por la crisis económica y la prostitución era la opción más viable para conseguir dinero. Solo Sofía, de apenas dieciocho años, con cara de ángel, estaba ahí por una motivación distinta. «Mi madre está enferma, tiene cáncer de seno y en Venezuela no consigo los tratamientos. Aquí los consigo y con lo que gano puedo comprarlos. En Venezuela con mi salario mínimo era imposible. Mi madre piensa que trabajo de vendedora en centro comercial. Este sacrificio es para volverla a ver sana.»

Epílogo

La prostitución de venezolanas no se limita a Cúcuta. Las mujeres más bonitas y estudiadas prefieren irse a ciudades más grandes de Colombia, como Bucaramanga y Bogotá donde los ingresos y condiciones de trabajo, en teoría, son mejores. En estos casos, los prejuicios sobran. Catalogadas como las más bellas del universo, sobreviven entre las ruinas de un país a su manera.

Dulce María Ramos. Desde la ciudad de Cúcuta

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