Economía

No hay bolsillo que aguante las compras nerviosas

Los recuerdos de 2002 reviven ante un escenario de paro cívico. Comprar compulsivamente era algo factible en la Venezuela de hace 15 años. Hoy, llenar el carrito del supermercado con alimentos no perecederos implica dejar el sueldo -y un ojo- a cambio

Fotografías: EFE
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«Apertrecharse» fue el verbo que usó el diputado Simón Calzadilla como preparativo para las 48 horas de paro cívico activo. El vocero de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) explicó el 22 de julio que las acciones venideras implicarían organización. Ya lo había advertido Andrés Velásquez, miembro de la Dirección Nacional de la Causa R, en el balance de la MUD el 21 de julio: “Que se prepare el país porque las acciones hasta ahora van a ser nada comparado con lo que viene. Acumulen comidita porque vamos a pelear”.
Las siguientes jornadas fueron de supermercados abarrotados de consumidores en Caracas y las regiones del país. Se evidenció en zonas en el este de la capital como El Cafetal, Santa Fe, Los Palos Grandes, y en el oeste como Vista Alegre y El Paraíso, particularmente. Personas metían en sus carritos lo que su bolsillo le permitía, también lo que los anaqueles tenían para ofrecer.
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“Uno está en una compra nerviosa perenne. Todo el tiempo estás con la angustia de conseguir lo que estás buscando donde lo estás buscando”, admite Héctor Becerra, periodista de 64 años. En su bolsa plástica se distingue un pan de sánduche. Tuvo la dicha de no hacer cola en una panadería para adquirirlo. Un escenario de paro indefinido le remite a las largas colas de vehículos en las estaciones de servicio para llenar el tanque de gasolina que presenció en 2002. Quince años después lo califica como una “preguerra”. “Ahí tendré que comer hasta donde alcance y luego empezar a mover contactos, a hacer intercambio de productos por las redes sociales… Será”, elucubra.
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Comprar de forma compulsiva para prevenir hambrunas, o al menos despensas vacías, es cosa del pasado. Una realidad que murió con el expresidente Hugo Chávez. Ahora, la capacidad de compra es ínfima con respecto a cuando el país entró en huelga general indefinida desde diciembre de 2001 convocada por Fedecámaras y apoyada por distintas organizaciones sindicales, como la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Sin ceremonia, la protesta se levantó en febrero de 2003, dos meses completos después.
La firma Datanálisis lo constata cada cuatro meses soportadas con datos propios, del Banco Central de Venezuela (BCV) y del Índice Nacional de Precios al Consumidor de la Asamblea Nacional (Inpcan). Los estimados de inflación indican que el valor de la moneda se ha pulverizado ante la creciente volatilidad de los precios de bienes y servicios, que en consecuencia reduce significativamente el poder adquisitivo de los consumidores. La diferencia entre mayo de 2017 y mayo de 2002 es de -17,8%, cifra que evidencia lo deprimido que se encuentra la capacidad de compra. “Para entonces, la destrucción de la capacidad productiva no se había llevado adelante con tanta insistencia. Había dentro de todo capacidad de importación, con una inestabilidad política importante. Ya en este momento no hay neveras llenas”, explica el economista y decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab), Ronald Balza.
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Además, los alimentos aumentan de precio a un ritmo galopante en comparación con el salario mínimo. El Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM) informó en su balance de junio que todos los rubros de la canasta alimentaria aumentaron de precio (ver tabla). Mientras, 16 productos básicos siguen presentando escasez, como la leche en polvo, la carne de res, la margarina y las caraotas.

De acuerdo con la presidente de Consecomercio, María Carolina Uzcátegui, el escenario en 2002 era «totalmente diferente. El país tenía una economía medianamente estable y había abastecimiento en todos los rubros. Además, el venezolano tenía mejores condiciones económicas. En nada se asemeja situación actual». Enlatados, cereales y granos eran los alimentos que se adquirían en mayor cantidad durante la huelga general de hace quince años, indica Uzcátegui. El desabastecimiento llegó cuando pasaron los días y las empresas paralizadas no podían surtir más los anaqueles sin producir.
Agrega que tampoco se tenían mecanismos represivos del Estado, que sofocan a las pequeñas, medianas y grandes empresas, como sucede hoy en día. «Sí, los niveles de escasez afectan al sector porque los inventarios se ven severamente afectados. Pero no podemos hablar de grandes volúmenes de venta porque la mayoría de la población no puede costear la canasta básica familiar siquiera», asegura la presidente de Consecomercio. En junio de este año aumentó 4,8 salarios mínimos y se ubicó en 1.738.150,55 bolívares, anunció Cendas-FVM. «La inclinación reciente es a comprar lo que se pueda conseguir, porque los rubros tradicionales que se compraban antes, como el arroz o la pasta, son difíciles de conseguir o demasiado costosos», ratifica.
“Las compras nerviosas no se dan solamente por un paro, sino por la existencia de controles y el no abastecimiento. Eso causa una consolidación de redes subterráneas de ventas de productos, que existen porque ni los establecimientos ni las personas tienen la seguridad de conseguir lo que necesitan donde lo buscaban”, asegura Balza.
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Incertidumbre vigente
Hoy, Isabel Marín de 54 años, se restringe. El alza de precios y la carestía de los locales la han llevado a comprar solo lo necesario. “Compro lo que hay. Aprovecho. No lo que necesito, sino termino llevándome cosas extra, porque hoy pude haberlo visto, pero no sé si lo pueda volver a encontrar”, confiesa. Ese verbo no solía estar en su vocabulario cuando de contenciones se trataba. Hace quince años, era la burla de su familia por comprar más de la cuenta como modo de prevención. “Me decían ‘la loca’”, ríe.
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Cuenta que hacía sus compras semanales en el supermercado, para su esposo y su hija adolescente, más los agregados para el porsiacaso. Atún, sardinas, fabadas, salsas, todo enlatado. “Compraba muchísimo, hasta lentejas en lata, que era una cosa que normalmente no comía. Jamás, ni siquiera las he probado. Pero las compraba porque se podía formar un zaperoco de un momento a otro y necesitaba comida en la casa”. Su miedo a no conseguir alimentos en una ciudad destruida era real. También se apertrechó con agua, harina de maiz, pasta, arroz, queso fundido…
Entonces, su despensa quedó pequeña y las compras fueron a parar en cajas que almacenaba en un cuarto vacío de su apartamento. Sin proponérselo, llenó casi la mitad de la habitación. La costumbre no acabó en 2003, cuando los paros cesaron. Marín siguió metiendo latas de atún en su mercado semanal: “Duraron tanto que cuando hubo escasez de atún las saqué. Tenía muchísimo. Fueron años en ese ciclo de comprar, guardar e ir botando las cosas vencidas. Cada seis meses hacía una limpieza. Era impresionante. Eso duró hasta hace un año. Hasta ahí llegué. Ya no hay dinero para eso”. El poder de compra de la ingeniero decayó en los últimos años y solo le permite comprar lo que encuentre.
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2002 es sinónimo de estrés para Tatiana Caballero, de 48 años. La alimentación era un punto de inflexión en su relación marital, actualmente disuelta. Rigurosamente, iba al mercado cada quince días. Ella llenaba la nevera con lo justo y necesario. En cambio, su exesposo manejaba hasta Makro y el extinto hipermercado Éxito para comprar bultos de productos en respuesta ante cualquier rumor de desestabilización. “Él entraba en un estado de tensión y hacía compras grandes. Eso era una carga fuerte para el presupuesto familiar, porque eran cantidades que no manejábamos normalmente para tener un stock. Teníamos discusiones y todo”, recuerda.
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“¿Por qué compras tanto?”, era su interrogante, siempre vigente. Acción, reacción. Almacenaban leche, jamón, queso, pasta, harina, yogurt, detergente, algo de licor y atún, mucho atún. “Era muy importante para él, aunque realmente nunca lo usamos. Nos lo fuimos comiendo después. Nunca hizo falta. No puedes comer atún todo el tiempo”, desliza Caballero. La experiencia le enseñó que es mejor comprar lo que necesita cuando lo necesita. Hoy está divorciada y sin bultos de productos que le llenen la despensa. “Y si llegara a haber un paro indefinido tampoco me llenaría de productos que me van a descapitalizar, a quitar un efectivo que voy a necesitar para otra cosa. Tengo lo que necesito para una, dos semanas, no guardo mucha comida de stock. Uno resuelve”.
Cristina García es de las que sigue ejemplos. A sus 25 años se sabe joven para entender los intríngulis de la huelga general indefinida de 2002, aunque no puede borrar de su mente cómo su madre hacía colas “interminables” para echar gasolina. Desde que tiene carro no deja que su tanque esté por debajo de la mitad. Tampoco que su congelador o su despensa estén desocupados. “Eso es algo que aprendí en mi casa. Yo jamás, gracias a Dios, he visto la nevera vacía donde mis papás. Hoy trato de hacer lo mismo con lo que me permite mi sueldo, aunque a veces soy medio compulsiva y gasto más de lo que quisiera solo en comida, proteínas más que todo”, dice la publicista.
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Es de las que hace mercado cada dos semanas. Siempre que acude a un establecimiento sale con dos enlatados de “lo que sea”, por la medida bajita: “Puede ser atún, sardinas, pepitonas en salsa. Mis papás a veces se ríen porque no creen que me los comería, pero si me tengo que adaptar, me adapto. Acá se prende un rollo y yo tengo comida fuerte para más de un mes, entre cosas congeladas y latas”.
Las resistencias son desiguales. Si tengo más dinero, puedo aguantar más tiempo que tú un paro indefinido”, explica el economista Balza. El decano de la Ucab asegura que las repercusiones que podría tener en los distintos mercados y consumidores pueden ser contraproducentes en una economía que alcanza cuatro cifras de inflación acumulada: “Es muy peligroso, porque se hace contra un gobierno que se supone que le interesa, le preocupa. Es una medida de presión contra alguien que no lo importa. Si al gobierno no le interesa quienes pasen hambre… Puede dejar fracturas hacia adentro, y la posible ventaja para vendedores informales, contrabandistas, revendedores, y vendedores formales se quiebran en el camino cuando objetivos no se logran a tiempo”.
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