Opinión

Yo voy a votar (en torno al sufragio como un asunto serio)

Tenemos acá una cosa muy pero muy perversa: el agotamiento, el vaciado, por repetición, por exceso. Es como cuando usted ve una película y luego la vuelve a ver y la vuelve a ver y la vuelve ver. Como cuando uno tiene un niño pequeño en casa que quiere mirar una y otra vez la misma película. Usted, a la quinta repetición, está harto. O como si jugara día tras días el mismo juego y en todas las oportunidades siempre perdiera. Llega un momento en que ya usted se harta de jugar, ¿no es así? Se deprime, no quiere volver a jugar.

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No es azaroso el exceso, no es producto de un devenir sin sentido. Son más de quince años jugando con nosotros al desgaste, al cansancio, a la depresión. Nos quieren hartos, abúlicos, confundidos y derrotados ya de entrada. Este es el juego más perverso de todos: vaciar de sentido el sufragio. Pero recuerde, recuerde los enojos del Eterno Comandante Supremo Sideral Redentor, recuérdelo espetando la palabra «pírrica» contra la victoria ajena, recuerde su miedo, recuerde cómo botó la casa por la ventana y nos arruinó aún más en unas elecciones que ganó a fuerza de despilfarro, sabiendo incluso que tenía contado sus días. Porque de una cosa puede estar seguro, querido amigo, tantas elecciones simuladas, tanto agotamiento sufragista, nos ha hecho mucho daño: esto (este país, al que le podemos decir «esto» a esta alturas), no ha sido más que una fiesta de despilfarro electoral, de aplazamiento de decisiones importantes, cuyo lugar ha sido tomado por cambote de medidas muy «enérgicas», muy «arrechas», muy «patrióticas» que no son otra cosa que parte del gran espectáculo que envilece y arruina.

Han querido que creamos que el sufragio es la totalidad de la democracia. Para aquellos que lo siguen, el voto ha sido confirmación de quién sabe qué predestinaciones y justicias sociales; para quienes le adversan, ese mismo voto, dentro un espacio cada vez más restringido de participación, se convirtió, en una primera etapa, en estandarte de única posibilidad de ejercicio de expresión y de acción política. Pero con el sufragio han hecho lo mismo que con las protestas de calle. Las protestas fueron permitidas (¿cómo no iban a ser permitidas, si convenían?), pero también fueron reducidas al polvo una y otra hasta que dejaron de tener algún significado político. Lograron demostrar que no tenía ningún sentido protestar. Con el sufragio, pasa lo mismo. Es decir, nos han hecho pensar, por hartazgo, que ya no vale la pena, que la democracia no es posible y, sobre todo, han aplazado el futuro del país por quedarse con el cofre del botín. Pisotearon la dignidad —y la realidad— del sufragio, lo convirtieron en un simulacro, y son felices con nuestra abulia y con nuestra arrechara. Son felices, sí, cuando, creyendo que la democracia no está en el voto, no vamos a votar. Y alguno me dirá, «De qué democracia hablas pendejo si acá no hay democracia.»

Pues, como lo veo, ellos saben que detrás de todo el simulacro, está la realidad, la terrible realidad que no pueden tapar con un dedo. Ellos saben que las elecciones sí son peligrosas, sobre todo ahora, que no está con ellos el Líder Supremo Magnánimo Comandante Estratosférico de la Estratosfera, sobre todo ahora, que sin su carisma, la realidad muestra cada vez más su decadencia. Pero mientras sigamos creyendo lo que Chávez hábilmente no hizo creer, pues no habrá salida. Y sí, dígame que esto es sólo elegir entre dos males. Dígame que si no votamos nos jodemos y si votamos también. Es cierto, puede ser. Pero siendo así, yo prefiero pasar por la puerta que todavía me ofrece un espacio de participación democrática, un resquicio de la recuperación del estado de derecho. Y le digo, no soy triunfalista, y quisiera que la gente no se hiciera grandes ilusiones, pues la trampa está a la vuelta de la esquina. Pero la trampa más grande está, en dejarse vencer sin siquiera haber jugado. Sobre todo en estas elecciones.

El poder no le pertenece a uno solo, y que, cuando dejamos que así sea, que le pertenezca sólo a unos pocos, pues nos estamos negando el ejercicio de la democracia que ellos no quieren que exista.

Me niego a los simulacros. Me niego a que el voto siga siendo una guachafita. Me niego al eterno fiestón electoral. El voto es un asunto serio, y durante demasiado tiempo ellos han jugado con el voto. Yo voy a votar porque justamente quiero que algún día en este país se comience a gobernar. Acá no se ha gobernado, acá sólo se ha vivido de campaña electoral en campaña electoral, de espectáculo en espectáculo. La revolución es un show, y como todo show, tiene sus raíces más profundas en el capitalismo. Pero este capitalismo, vale decir, es puertas adentro, capitalismo para unos cuantos. Capitalismo de facción. Votaré porque tengo la esperanza de que algún día la democracia sea algo más que el voto y este constante lamento público, este lamento que, como dirán algunos, sólo es posible en democracia; pero no, este gran lamento de todos, en una verdadera democracia, haría reflexionar y actuar correctamente a los que llevan el poder. Pero con estos lamentos, los que tienen el poder se limpian o, en el peor de los casos, lo transforman en cartas de organismos gubernamentales exigiendo ética y respeto. Ya sabemos, los eternos ofendidos no aceptan la discrepancia ni la libertad de expresión. Todo aquel que piensa diferente es traidor, apátrida. Es el otro, ¡cómo les encanta el desprecio al otro!

Yo voy a votar, porque quiero que algún día las elecciones vuelvan a ser una cosa seria. Porque éstas por venir son una oportunidad para comenzar a trabajar en ello. Voy a votar, porque quiero que algún día estos malos políticos dejen de ser las estrellas de su gran espectáculo populista. ¿Cuándo será, de verdad, que alguien en este país se proponga gobernar en serio?

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