Crónica

Naufraga la calidad de vida en Anzoátegui

Una crónica escrita en primera persona del singular arropa a miles de voces. Las que hacen eco de las penurias que se viven en el estado Anzoátegui. Todo parece conocido, ya contado. Sin embargo, es imposible callar ante las injusticias sociales, aunque la oscurana de los apagones eléctricos imponga miedos y silencios

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I

Siempre pensé que la adultez era no desayunar y tomarse un café a las carreras mientras uno se dirigía al trabajo. Nunca pude anexarme a esa norma de apresurado adulto occidental porque desde hace años cuento con un estómago sensible y rigurosamente necesitaba consumar las tres comidas diarias a un horario regular; de lo contrario, me atacaba el reflujo y la peorrera. Pero eso se acabó y uno se descubre adaptándose a los pequeños infiernos del poder. Desde este febrero renuncié al desayuno puntual: la dificultad para adquirir pan, charcutería, cereales o lácteos en Puerto la Cruz ―bien sea por la escasez o los precios que aumentan cada semana― se aúna al tedio, que es una forma muda de la angustia, no por ello menos asfixiante. Si consigo pan —1100 Bs./ Kg— no me alcanza para comprar queso —4000 Bs./ kg.— porque primero hay que asegurar el pollo —1900 Bs./Kg.—, la carne —2300 Bs./Kg— o las hortalizas semanales que rondan los 4000 para tres personas.

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Si no hay Harina Pan te sugieren que consumas verduras pero el kilo demanda al menos 1000 bolívares, mientras que la masa de maíz que ofrecen en varios puntos de la ciudad atenta contra mi soliviantado estómago. La angustia se transforma en artificial indiferencia, prefiero no desayunar y quitarme un problema de encima, uno entre tantos que incluye sortear los apagones de cuatro horas, la delincuencia al acecho o los cortes de agua. Además, desde febrero tampoco encuentro Omeprazol, que auxilia en los peores momentos estomacales, porque también me indigesté con las caras largas de los empleados cuando uno insiste en preguntar si ya aparecieron los medicamentos que necesita. Vivir se convierte en una negociación constante con la privación de la individualidad. Para las revoluciones el placer de la elección propia es un chiste o un delito.

II

Elegí diez extraños al azar y les pregunté cómo se sienten en nuestra ciudad de toda la vida: “Estoy cansado”. “Tengo miedo”. “Mija, a esto se lo llevó el diablo”. “Chávez nos echó una vaina”. “Esto no tiene arreglo, con decirte que más nunca fui a la playa, hasta allá me robaron”. Fueron las declaraciones anónimas. El célebre Bulevar de las empanadas, junto al terminal del Ferry, empieza a mostrar más a menudo una cara de locales cerrados, porque sin harina ni aceite y con el pollo, la carne y el pescado surcando las estratósferas monetarias, ¿cómo continuar con la bella tradición culinaria de “estas son las mejores empanadas del mundo”? No más fotos en Instagram de tu manjar de cazón.

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III

Marlenys Guaita tiene 19 años y dos hijos. Vive a orillas de la playa, en la aldea de pescadores de Los Boqueticos. Cuando su marido regresa en las mañanas, a eso de las nueve, empieza el ruego. “Que venga algún sifrino a cambiarme tajalí o lamparosa por harina, pasta o aceite. También acepto pan de sándwich o detergente. No te creas, aquí llega gente con carro y bien vestido a hacer trueque. ¿Tú has visto cuánto cuesta el pescado en el mercado? Yo hago colas también, pero eso es horrible. Yo no soy peleonera y no tengo mística de ir a caerme a trompadas con una bachaquera para que no se me colee. Además, yo tengo que llevar y buscar a mi hijo de siete años que está en el colegio y cargar encima a la muchachita que tiene tres añitos. Cuando consigo con quién dejarla voy a limpiar casas. Así que dime tú en qué momento voy a hacer colas. Por eso últimamente dependo de que la gente que viene a cambiar sus cosas por pescado. Hace poquito hasta cambié cinco kilos de atún por una ropa nuevecita para los muchachos. Le señora dijo que cuando tuviera más que ‘truequear’ iba a pasarse, pero todavía la estoy esperando».

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IV

Durante el primer apagón de 12 am a 4 am, cortesía del Plan Nacional de Administración de Cargas, los vecinos de Sierra Maestra, en Puerto la Cruz, se dieron cuenta de que varios ladrones merodeaban los patios con intenciones de perpetrar un asalto masivo. Si con energía eléctrica no perdonaban a nadie y se hacían con bicicletas, baterías y unidades de aires acondicionados, no menos se podía esperar en una situación de absoluto desamparo en la oscurana. Ricardo Moreno fue uno de los que participaron en la espontánea patrulla defensora. “Salimos con linternas, palos, cuchillos y ‘otras cosas’, dispuestos a enfrentarnos. Todo el cerro salió. Si nos juntamos, somos más y no van a poder con nosotros tres o cuatros carajos. Como a las 2 am vimos a un grupito de encapuchados que llegó hasta la avenida Intercomunal, llevaban unos cauchos. Hay que organizarse porque nuestras mujeres a veces bajan a eso de las tres de la mañana para ir a comprar y uno tiene que estar mosca de que no las roben. A mí ya se me metieron en la casa y me sacaron la batería del carro y hasta una ropa que dejé guindada en los alambres.”

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V

En mi casa nos quedamos sin nevera hace dos años en uno de esos apagones que el regulador de voltaje no pudo soportar. En el primer intento de adquirir un motor nos encontramos con que no había motores en ningún comercio especializado y por uno usado podían exigir entre 80.000 y 150.000 bolívares, pero otras situaciones se imponían en su gravedad y la nevera seguía esperando por la reparación. Y ni hablar de adquirir una nueva. Aquí es donde la improvisación hace su magia: mi hermana decidió mudar su freezer a nuestra casa, el que ahora usamos para almacenar agua, carne y pollo, mientras que para verduras, hortalizas y demás menesteres, empleamos una cava, con hielo que hay que reponer al menos tres veces al día. Pero los apagones, cada vez más puntuales, atentan contra el frágil orden del hielo y el resto de las cosas.

VI

“Yo voy a golpe de mediodía a dar vueltas por el mercado municipal ―explica Pancho López, un abuelo de 75 años que esperaba autobús en la parada del referido mercado― a ver qué recojo del piso o de los pipotes, si consigo verduras y hortalizas con la mitad mala, aprovecho la mitad buena y las pongo a remojar en agua con vinagre. Eso me ha salvado en los últimos meses, con dos papas y media zanahoria por lo menos no me acuesto con el estómago vacío. Yo no tengo pensión, mis hijos me mandan a fin de mes pero la cosa está muy dura para ellos, que tienen muchachitos pequeños que mantener. Yo trato de no joderlos mucho. Por ahí en Chuparín, por donde vivo, siempre hay alguien que me lanza un pan o un guarapo y yo me aguanto. Yo era zapatero, pero las manos no me funcionan como antes.”

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VII

José Manuel Sánchez, habitante de El Frío, carga con su calvario automotor desde hace un año, porque entre repuestos ausentes y servicios mecánicos cada vez más costosos, no ha encontrado la forma de que su Optra levante vuelo. “Lo último fue el drama de la batería, la vaina más agotadora que he hecho en mi vida. Estuve diez días haciendo la cola de madrugada en las instalaciones de la Duncan, en la avenida Bolívar, para que me vendieran una batería a precio regulado. Si uno no está pendiente de marcar la cola a esa hora entonces te sacan. Uno por necesidad se aguanta, porque yo no tengo cómo pagar un batería bachaqueada. Lo que hacíamos esa cuerda de hombres era montar una mesa de dominó y echarnos unos palos, hacer bulla, pues, y rogar que no vinieran a atracarnos. De vez en cuando se pasaba algún policía por con esos bichos uno nunca sabe. Al final compré mi vaina, pero ahora tengo que adquirir dos cauchos. Dime tú con qué culo se sienta la cucaracha.”

VIII

Luisa Marcano tiene 25 años y es oriunda de Anaco. Se mudó en 2013 a Barcelona para cursar la carrera de Educación Integral en la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez. Le gusta leer, pero desde hace un año no compra libros porque están muy caros. Solía ir a la librería Tecniciencias de Plaza Mayor para darse algún gusto literario pero desde que los libros cuestan más de 3000 bolívares, apenas puede contar con los textos que descarga por Internet y que a duras penas puede leer en su celular —un dispositivo que compró usado y que tardó casi un año en pagar y cuya pantalla empieza a malograrse. Pero ese no es su mayor problema. “Decidí regresar a Anaco para dar tareas dirigidas, porque con mi sueldo de empleada en un almacén chino no podía pagar el alquiler de la habitación, que ya me costaba 8000 bolívares. Además, entre trabajar y estudiar, ¿en qué momento me iba a pasar el día entero en una cola? Entonces la mayoría de las cosas tenía que comprárselas a un revendedor y ahí se me acababa el dinero. Yo no tengo familia por allá siquiera para vivir arrimada en un mueble. Los últimos meses que pasé en Barcelona fueron malísimos. Pasé más hambre que nunca, pero ya no es ni siquiera que puedes comerte un pan con mantequilla, ¡porque no hay pan ni mantequilla! Y allá en Anaco somos mi mamá y mis hermanitos. Lo que mi mamá trabaja es para ellos que todavía asisten a la escuela, así que nadie podía ayudarme. No sé si pueda regresar a terminar la carrera, eso me deprime tanto. Unas amigas mías me dijeron para trabajar de dama de compañía y meterme plata en serio, pero yo soy muy cobarde, yo no podría hacer eso. Yo no las juzgo, pero de verdad que a mí no me sale”.

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IX

Amaranta Matos, ama de casa de 45 años, asiste puntualmente el día de su cédula para hacer la cola en el concurrido abasto del Chino Julio, en la avenida principal de Pozuelos. Empieza a merodear desde las 6 am, sin saber si vendrá o no algún camión de alimentos. “Esto se está poniendo cada vez peor, déjame decirte. Las malandras bachaqueras son las que tienen una mafia para distribuir la cola, y ay de ti si te atreves a reclamar: te zampan tu coñazo, porque esas pueden más que la policía, aunque nunca falta uno más arrecho que empieza a repartir cascazos. Yo aquí ya he visto varios apuñalados, porque cada vez las colas son más grandes, más gente quiere colearse y todo se sale de control; últimamente el tumulto de gente se coge todos los canales de la avenida y no pueden pasar carros. Y uno como si nada. Pero me estoy hartando, de verdaíta. Todos los días tengo salir a ver qué encuentro, que si la medicina de mi mamá o dónde venden el pollo más barato. Extraño la época en que podía quedarme en las tardes viendo novelas. Hija, ya ni le doy de comer a la loca de allá abajo, ¡es que hay mucha preocupación!”.

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X

El poeta y ensayista ruso Joseph Brodsky ―que bien aprendió un par de cosas sobre la tiranía― recomienda en su Discurso en el estadio cuidarse de incurrir en la comodidad del victimismo, puesto que se corre el riesgo de perder la resolución de cambio y padecer la derrota de una voluntad paralizada, especialmente porque el individuo, en su afán de señalar al tirano, puede olvidar el tamaño real de su exigencia y terminar conformándose con mínimas estabilidades. Resulta un planteamiento muy útil, cuando efectivamente me siento en el bando de los perdedores dentro de una situación que apenas alcanzo a entender: mi vida gira alrededor de las cuatro horas de racionamiento eléctrico, parte de este artículo lo escribí a mano porque mi laptop ya no recibe carga. Desde enero no consumo la gabapentina recetada a los 17 años y hoy se me acabó la pasta dental: o hago la cola salvaje en Farmatodo desde las 5 am o compro una por 2000 bolívares. Con suerte quizás alguien me la cambie por algún producto de nuestra despensa. Durante el apagón de 12 a 4 am que mencioné líneas más arriba, alcancé a oír el alboroto de mis vecinos que previnieron el ataque delincuencial. Estaba sentada en la oscuridad, preguntándome cómo puedo defender a mi familia de todo lo que nos asedia. La verdad es que no lo sé. Pero Italo Calvino advirtió que “cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone”. Supongo que nos queda alguna dignidad en seguir oponiéndonos.

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