Crónica

Los relatos salvajes de San Antonio de los Altos

En mayo, durante las protestas de San Antonio de los Altos, ocurrieron hechos que los medios de comunicación y ciudadanos aún desconocen. Detenciones, arbitrariedades, tundas y maledicencias se agazapan en el recuerdo horroroso de aquellos días. Un mes después, la zona sigue militarizada en tanto las historias empiezan a narrarse. Aquí apenas cinco cuentos salvajes de la contienda

Fotografía de portada: Andrea Hernández | Fotos internas: Andrea Hernández / Gustavo Vera
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Rota por dentro
A María Luisa Carrero —ojos húmedos, oscuras ojeras— una imagen la acosa: ella, en la ducha, cortándose las venas. El régimen de Nicolás Maduro terminó de romper su última burbuja de paz. San Antonio de los Altos Mirandinos, donde vive, pasó días que ella solo compara con The Walking Dead. El hilo de su tranquilidad —su esperanza, su cordura— terminó de quebrarse entre el 15 y el 22 de mayo de 2017: desde el asesinato de Diego Arellano hasta la expugnación y militarización del sector por parte de los funcionarios del Estado.
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Desde Pacheco, donde está su casa, María Luisa trató, el lunes 15, ir a su trabajo en Caracas. No pudo: había barricadas por doquier. Cientos de jóvenes trancaban calles a modo de protesta y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) los reprimía con bombas lacrimógenas y perdigones. Esos enfrentamientos se cobraron la vida, el 16 de mayo, de Diego Arellano. Los protestantes se enardecieron. Para María Luisa y su familia, que veían la despensa con ansiedad, inició una sensación de estar presos sin saber por qué.
Lunes, martes y miércoles, sin salir. Con noticias en las redes sociales que sembraban insomnio. María Luisa no podía ir al trabajo —y su jefe le descontaría todos los emolumentos del mes—, ni lograba escribir, pintar, dibujar o leer. Entre su espalda y hombros desarrolló un dolor con más vitalidad que ella. “El único placer que me quedaba era comer, ¡y tenía que ser poquito porque no sabíamos cuándo íbamos a comprar comida!”.
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La noche del miércoles, decenas de sanantoñeros se quejaban por redes: necesitaban abastecerse. Los protestantes, entonces, permitieron el jueves que las tiendas abrieran hasta las dos de la tarde. El pueblo se llenó de compras ansiosas. “Es lo más parecido a una situación de guerra que he experimentado”. María Luisa gastó todos sus ahorros y partió de nuevo hacia el encierro.
El lunes 22, la Policía Nacional Bolivariana (PNB), el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), la GNB y el Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro (Conas), allanaron edificios en los que creían que vivían manifestantes. En la casa de María Luisa todos escucharon de alguien que fue detenido, de alguien a quien estaban extorsionando, de alguien a quien los guardias orinaron encima. “Yo detesto la situación que está viviendo el país. No tengo ningún sentimiento de arraigo hacia Venezuela, solo aprecio a las personas que conozco: mis amigos y mi familia. Pero, a pesar de mi desarraigo, yo a San Antonio lo quiero. Me da vergüenza decir que soy venezolana, pero me siento muy sanantoñera. Es de lo poco que puedo rescatar del país. Era mi refugio a toda la porquería que vivimos. Después de lo de esa semana, eso se quebró. Me siento totalmente vulnerable”, dice María Lauisa.
“Si aspiro a salir del país es para tener una vida tranquila, pero nunca volveré a ser normal. Las secuelas de esto me durarán toda la vida”. Las secuelas de esto que para ella es una violación que le instaló imágenes suicidas. Pero no, todavía no planea llegar hasta allá: “Si me voy a morir no va a ser en esta mierda, suicidándome, dándole el gusto a estos pendejos del gobierno”.
Rumbo a Ítaca
En lo último en lo que pensaba Lorena Villalba era en ser mamá. Cuando en diciembre de 2016 fue al médico, por un supuesto “dolor de riñón” y descubrió que tenía cerca de tres meses de embarazo, se sintió aliviada: esos kilitos de más no eran, entonces, gordura. Pero luego vino la angustia. El papá no se haría responsable y la identidad del mismo se convertiría en un misterio entre la familia. Lorena, de 23 años y ningún rumbo laboral o académico definido, con quien más se abrió fue con su prima. Le confesó que el periodo le seguía viniendo y que en esos tres meses “había bebido, fumado y… y otras cosas más que una no debe hacer cuando está embarazada”.
Fue un shock familiar. En una casa de cuatro personas —madre, padre, hijo e hija— y dos sueldos, pronto viviría una boca más que alimentar. Los doctores le recomendaron a Lorena que pautara una cesárea para el 16 de mayo, pues un parto natural era demasiado riesgo en un país en el que hoy día hay gasas y mañana no se sabe.
Lorena vive en La Rosaleda. Y sus doctores de confianza trabajan en el Materno Infantil Olivia Monroy, que durante la semana para la que se planificó el parto se encontraba absolutamente cercado por barricadas.
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El martes 16, Ulises —bendita ironía—, nombre que le puso la madre a la criatura, debía salir del vientre. Pero ese día Diego Arellano fue asesinado y todo San Antonio se sumió en una oscura represión de la que era casi imposible salir. Pasó el miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Y todo el árbol familiar se preguntaba: ¿cuándo va a nacer Ulises?
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“Tuve que dejar de responderles por WhatsApp, porque solo me estresaban más”, recuerda Lorena. También recuerda esa confusión que se transformaba en rabia. Ella es absolutamente opositora al gobierno de Nicolás Maduro, ¿pero de qué servía protestar contra él encerrando a 68 mil personas en sus casas? Bueno, 68.001, porque Ulises venía en camino. Y si no se lograba zigzaguear pronto el encierro, él jamás vería a la Venezuela por la que los manifestantes decían luchar.
El caso es que ningún médico —la mayoría vivía fuera de San Antonio— podía llegar al Materno. Y parir en Caracas costaba, por lo bajo, lo equivalente a 20 salarios mínimos. La familia no podía reunir esa plata en tan poco tiempo. Y ni los protestantes planeaban dar su brazo a torcer, ni los represores ser menos agresivos. Una amorfa sensación llenó el cuerpo de Lorena: el miedo a no ver nunca al bebé que jamás quiso.
Una tía de ella trabaja para la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en los Altos Mirandinos y gestionó todo para trasladarla a la Maternidad de Carrizal, en la que al menos había quien la atendiera. El martes 23 de mayo, después del día más oscuro de la historia de San Antonio, Ulises llegó a su Ítaca. Lorena lo sostuvo y se sintió un cliché: supo que amaba a quien nunca esperó. La odisea había terminado.
Arte dentro del caos
La pasión de Gustavo Vera es la fotografía. En medio de la ola de protestas que inició en abril, logró establecer un vínculo freelance con El Estímulo. Criado en San Antonio, en mayo “sentí la necesidad de ir a hacer mi trabajo, como reportero, como fotógrafo, como sanantoñero”. Llevó su cámara y una vieja máscara de gas de medio rostro. Cuando un GNB lo vio se dirigió a él en tono amenazante. “Tranquilo, mi pana, soy prensa”, lo calmó Gustavo enseñándole su carnet.
Varios de los manifestantes eran intransigentes respecto a las cámaras. “Yo tuve la posibilidad de trabajar porque conozco a parte de las personas”, explica Gustavo, quien un día caminaba junto a alguien de Vivo Play, un fotógrafo de Caraota Digital y otro de Contrapunto. Varios protestantes les lanzaron botellas, acusándolos de ser “infiltrados”.
La saña de la GNB fue in crescendo, como también la solidaridad entre los agredidos. “Veías como señoras, chamas… todo tipo de personas se involucraron en las protestas”. Se creó un cuerpo de paramédicos de la sociedad civil. Mientras, el Ambulatorio Rosario Milano recibió donaciones para ayudar a los chamos que entraban con heridas de perdigones disparados a quema ropa.
“Sentía que estaban agrediendo a vecinos, a amigos de toda la vida” dijo Gustavo, pero una noche no pudo volver a casa y tuvo que dormir en un salón de fiesta. Otro día, su mamá le escondió las llaves para que no se pusiera más en riesgo.
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La GNB —que llegó a meter hasta 20 tanquetas en un pueblo de solo un semáforo— dormía y comía poco. Los manifestantes —en promedio 300— la estaban cansando. Por eso, el lunes 22 de mayo, el Sebin, la PNB, GNB y el Conas, allanaron/saquearon sin orden judicial El Picacho, OPS y Sierra Brava.
Entraron a los edificios disparando a las cámaras. De los apartamentos robaron efectivo, dólares, comida, relojes y desodorantes; destrozaron carros, robaron gasolina, aceite y baterías. “Más de 60 funcionarios entraron a casa de una señora. Ella tiene un niño de meses, que estaba cargando, y aun así la apuntaron con armas cortas y largas. También tiene una niña de diez años. Entraron a su cuarto y se lo destrozaron: le rompieron hasta la base de la cama. Detuvieron al esposo de la señora, al que además le pusieron prendas de los alzados: un chaleco y casco, y le tomaron foto como para fabricar una ‘prueba’ que lo inculpara, dizque estaba manifestando”, recuerda.
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Fueron muchas las violaciones de los derechos humanos. “Mi manera de drenar esta vergüenza que tenía, este dolor, esta tristeza, esta furia incontenible, era haciendo fotografía. Esa es mi manera de manifestar”. Los días siguientes no hubo más barricadas, pero sí muchos trámites para liberar a los detenidos. San Antonio quedó militarizada: guardias y tanquetas expectantes, intimidando en la redoma.
Gustavo, cada vez que los ve, aprieta su cámara con fuerza.
Desde adentro
Eran las siete de la mañana del lunes 22, cuando Geraldine Falcón vio que abrían la puerta de la casa en la que ella y sus compañeros de protesta se refugiaban. Funcionarios de la DIE, división adscrita a la PNB, los detuvieron y les decomisaron guantes, cascos, máscaras, piedras, etc. Una vez dentro del vehículo, vieron que de copiloto iba Carlitos, un chamito de 14 años que también pasó la semana trancando calles y al que, tras ser capturado, se le había ido la lengua. Geraldine y su grupo acabaron en el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc). “Y ahí la vaina fue heavy”.
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A las mujeres las pusieron a convivir con presos comunes. En total, eran ocho manifestantes. Todas estaban junto a reclusas con más experiencia detrás de los barrotes. Las veteranas les botaban la comida, les apagaban las luces mientras se duchaban. “Una tampoco se va a dejar joder, ¿me entiendes? Era un peo”.
Más de 80 personas conviviendo en un espacio destinado para alrededor de 40. En el que resistir el olor del baño era más difícil que aguantar las ganas de hacer pipí. Y, para colmo, había días en los que el agua no llegaba: los envases de comida, entonces, se transformaban en excusados.
En el acta de detención decía que a las mujeres las habían agarrado tirando piedras a las 2:00 pm. La mentira se disolvió gracias Zurda Konducta, programa que transmitió las detenciones a las 8:00 am. La jueza les dio libertad plena, pero acto seguido la guardia volvió a secuestrarlas. Entre idas y venidas, una semana después de haber sido recluidas y varios días luego de haber recibido la boleta de excarcelación, Geraldine y sus compañeras salieron de la cárcel.
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Madre de cuatro niños pequeños, diseñadora de moda desempleada, Geraldine tiene currículo: en el 2014 fue una de las detenidas que pernoctaban en Altamira, lugar en el que pertenece a un grupo de manifestantes. “Jamás pensé que San Antonio, donde vivo, se fuera a poner así”, comenta. Habla de protestantes que perdieron el rumbo: “La idea no es lanzar la primera piedra. Había chamos que ni sabían cuál era el objetivo del día”. Habla de infiltrados: un par de vecinos chavistas escondidos que dispararon armas de fuego a la GNB para exacerbarlos, gente rara venida desde Valles del Tuy que se mezclaba con los grupos de choque y sanantoñeros que le pasaban datos a los represores.
Geraldine sabe que puede dejar huérfanos a sus hijos, pero seguirá protestando: “En este país, te pueden matar hasta comprando pan. Si me pasa algo, prefiero que sea luchando”, exclama solemne, antes de recordar que a Carlitos —el soplón que la delató— se lo cruzó hace poco. Le dio una cachetada. Él, huyendo, llamó a los gritos a su mamá.
Preso porque sí
Al apartamento de Luisa Carmen, en Sierra Brava, entraron varios oficiales. Ella no entendía mucho las amenazas que hilvanaban entre groserías. No sabe si las armas eran de perdigones o balas. Solo recuerda que tanto sus dos hijos como su esposo estaban en casa, que era lunes 22 y que sintió un miedo corpóreo, voluminoso.
Los funcionarios destrozaron todo hasta llegar al cuarto del menor de la casa: Eduardo López, de 17 años, quien llevaba una semana encerrado. Criado en un hogar cristiano evangélico de padres muy protectores, a Eduardo su madre le había prohibido salir. Por eso nadie entendió que la guardia —que también les robó un par de celulares y un reloj— lo detuviera.
Su papá, Aristes López, discutió: “Si se lo llevan a él, me llevan a mí”. Padre e hijo fueron introducidos en una tanqueta. “A mi hijo lo torturaron: lo golpearon, le metieron un arma entre las piernas y la dispararon, le echaron gas pimienta en los ojos. Él me dijo: mamá, había un hombre horrible que me dijo que él era el diablo y que me iban a llevar para Tocorón y ahí me iban a hacer de todo”, dice Luisa Carmen. Pero no lo llevaron para allá, sino para el comando de Puerta Morocha, en Tejerías.
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En los allanamientos, los guardias destruyeron las cámaras de seguridad para borrar las pruebas de sus excesos, para poder escribir en el expediente de Eduardo y su padre —como en el de tantos otros— que los habían agarrado guarimbeando en el sector OPS, que les habían encontrado bombas molotov, piedras y “yerbas aromáticas”. Pero no contaron con que una cámara quedó funcionando.
La jueza que se encargaba de los mayores de edad le dio boleta de excarcelación a Aristes, a quien no le imputaron nada, e hizo lo propio con los demás adultos. Entonces, ocurrió lo insólito: “A mi esposo le dieron boleta de excarcelación y la guardia vino y se lo llevó otra vez, secuestrado. A él y a los demás. Nos mandaron para Puerta Morocha y resulta que de verdad estaban en el Cicpc, encerrados, con una boleta de excarcelación. Y cuando vuelven a salir, la guardia vino y se los quería llevar. Les hicieron firmar algo, pasaron ahí toda la noche, y cuando iban a salir a la calle los metieron en una cárcel móvil”, María Luisa se refiere a los camiones blancos en los que transportan a los presos. Ahí tuvieron a 16 personas acaloradas durante 12 horas. Entre los detenidos hubo vómitos y excreciones. Eduardo veía todo, pues adonde llevaban a su papá lo llevaban a él. Lo que era ilógico: la jueza que procesaba a los menores de edad era distinta a la que decidió liberar a los adultos. Cuando los demás pudieron irse, Eduardo regresó a prisión.
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A los días, una jueza le dictó régimen cautelar. Pero, como esta lleva una semana sin pasar por su despacho, las carpetas para liberarlo no han sido consignadas. “¡Esos son los ‘terroristas’ que dijo El Aissami que habían agarrado en los Altos Mirandinos!”, grita Luisa Carmen. La voz se le quiebra, las lágrimas se asoman. Murmura: “Ojalá esto pase pronto”.]]>

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