Crónica

El mestizaje urbano de San Bernardino

Urbanización de sinuosos caminos y torceduras en los trazados, reúne la calidad arquitectónica y artística de una ciudad que creció para albergar a los conocedores del petróleo, fundamentalmente extranjeros. Sus calles cobijaron a una Caracas elegante y con gracia, que aún se recorre a pie

Fotografías: Felipe Rotjes
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Manada urbana es el distintivo de la causa que esgrimen los más de cien caracadictos que constituyen esta mañana de sábado un compacto grupo andariego, curioso, convencido de que las ciudades se miran con los pies. Persuadido de que pisar el asfalto hace que crezcan tus raíces. Amadores de Caracas, celebran el 450 aniversario de la capital observando con vocación de arqueólogos las construcciones tesoro que se alzan por encima de las solapas y máscaras del miedo. Construcciones que le hacen guiños al viandante que no repara en la gracia estética de diseño oculta tras las rejas. Terca, Caracas se redime en la narrativa del mestizaje y la mixtura cuando el viandante admite que la belleza también es atributo de quien ve. Entonces, fachadas y ojos hacen un pacto,y se reconocen.

Ciudad montaña es el nombre del recorrido que descubre las ramblas, las plazoletas, las construcciones históricas y los edificios cimeros de San Bernardino y alrededores. El punto de partida es el Hotel Ávila al que se accede tras un preámbulo verde suculento. Con un frente de horizontalidad acogedora, sembrado de expresivos balcones de madera, está construido con materiales nobles que llegaron a la ciudad con dificultad en medio de la Segunda Guerra Mundial. Obra de la oficina de arquitectos Harrison, Fouilhoux y Abramovitz (1939-1945), y luego de intervenciones varias —como comparte el arquitecto Lorenzo Casas González, especialmente invitado para el ejercicio de reconocimiento—, conserva el hotel el exultante brillo de los pisos de granito así como el olor a madera que encofra sus interiores; no así el anecdotario. Hay un minucioso registro disponible y a los cuatro vientos.

Pensado como sede del gobierno, devino después hotel, y albergó a importantes artistas y singulares políticos. Estuvieron en sus habitaciones Celia Cruz, Dámaso Pérez Prado, George Foreman y Charles De Gaulle, el presidente francés de casi dos metros a quien hubo que hacerle a las volandas una cama a su medida para hospedarlo. La cama estaría ahora en La Viñeta, en Fuerte Tiuna. Cuatro estrellas que se convirtieron en referente festivo de los carnavales caraqueños —“en el Avila es la cosa”—, es allí, en este recinto de hermosas lámparas, orondos salones, piscina azul, donde Diógenes Escalante, a un paso de sustituir en la Presidencia de Venezuela a Isaías Medina Angarita, pierde la razón y sus camisas.

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Fotos y asombros mediante, la siguiente estación es la sede de la Asociación Cultural Humboldt. Acogedor espacio que anida el arte, incluyendo un salón que reproduce al calco el estudio del explorador Alexander von Humboldt, en Berlín, contiene asimismo uno de los anfiteatros de mejor acústica del mundo. “Lo que quiso el arquitecto Dirk Bornhorst cuando encoframos este recinto con sinuosas maderas de siquisique es que quien ingresara a la sala sintiera que entraba a un violín”, deja a la platea seducida el arquitecto Omar Seijas, socio de Bornhorst en el proyecto y en muchos más, sin que haya sido óbice la diferencia de edad. “El recorrido de claroscuros y la línea altibajos que la formidable obra de ebanistería traza con la serie de tablones sobre las paredes, ese continuo zigzag, transcribe en superlativo un pentagrama de Bach”. Aplausos cerrados. Y en lluvia para Bornhorst, allí presente. El cabello blanco de sus 90 años, sonríe agradecido por la placa que hace el registro de su autoría. La devela conmovida la directora ejecutiva de la fundación, Astrid de Pasik, “con este reconocimiento hacemos justicia”. “Hacemos también memoria con estos sencillos homenajes: una placa confirma, honra, evoca, da identidad y sentido de pertenencia”, añade la arquitecto María Isabel Peña.

La siguiente estación, también con placa, es el Centro Médico de San Bernardino —obra de Stelling, Toni y Cia (1944-1947)—, una clínica acogedora, aunque la aseveración parezca un oxímoron: sus jardines tienen hasta un palmetum con más de 90 especies, concebido por el neurólogo Mauricio Krivoy. Setentón y pulcrísimo, reputado centro de salud donde se dictan posgrados, contiene belleza y arte —recibe al ingresar una escultura monumental de Sydia Reyes— y al decir del periodista Alberto Veloz, buena gastronomía: “!Aquí venía la gente, seducida por el menú de su fuente de soda, a comerse los mejores clubhouse de la ciudad!”. ¿Puede un espacio al que se espera ir por poco tiempo brillar tanto, como una joya?

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La caminata permite ver sin la mediación de una ventanilla a través de la cual se desplazan las construcciones, los árboles, la gente como si fueran aspiradas hacia atrás, el edificio Austonia, primera sede en Caracas de la embajada de Estados Unidos, ahora invadido y descascarado, digno pese al precario mantenimiento que se convierte en pátina, conserva en lo alto la base donde pendía la bandera de las 50 estrellas. Calle abajo, en la avenida Vollmer, la Comandancia General de la Marina, otrora asiento de la Shell, la empresa petrolera, y al parecer en vías de convertirse en espacio para la cultura —se mudan los de traje blanco a Fuerte Tiuna, en correcta formación— merece comentarios especiales. Obra de Baggeley y Bradbury (1946-1950), es una obra generosa en ventanas, de escala amable, dispuesta al diálogo. Al lado está la obra de tendencia brutalista que alberga las oficinas de Corpoelec suscrita por Tomás Sanabria, cemento sin aspavientos, ángulos duros, sin perifollos.

Al sur, desde la rambla que acoge al caminante puede verse la mezcla de diseños urbanísticos en las construcciones más bajas, es decir, más acogedoras, las de cuatro pisos, hasta las más modernas y herméticas, junto a la avenida Urdaneta, que ya rebasan los 20. “A propósito del concurso de ideas para rescate del espacio público caraqueño —que promueven CCS-City-450 y la Fundación Espacio, todas las ideas son bienvenidas— quizá esta alameda de árboles añosos y posible espacio para el encuentro provoque inspiración”, alienta el arquitecto y profesor de la Simón, Franco Micucci.

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San Bernardino, urbanización que pertenece a los recientemente llamados distritos petroleros caraqueños, concentraciones urbanas donde se asentaron en los míticos años cuarentas y cincuentas los expertos de la industria provenientes de Estados Unidos, eterno cliente, y dejaron huella —en la arquitectura, en los modos, en la salud, en la culinaria, verbigracia, los centros comerciales, el gusto por la hamburguesa, el dancing para ir a bailar— es una suerte de mar que confluye a través de un delta de asfalto en lo que fuera la extinta plaza La Estrella, un referente desde el cual se accedía a y hasta donde recalaban las seis avenidas que por la posterior intensidad del tráfico fueron devorándola hasta convertirla ahora un ínfimo punto.

De potencialidades encantadoras, el clima fresco, la colección de obras de arquitectura que son collar del Ávila, convertido en barrio de asentamiento de tantas familias judías —y acaso por ello contiene tantos centros de salud, los emigrantes querrían poder sanar las heridas de aquella conflagración tan cruenta que fue la Segunda Guerra Mundial— exuda identidad, huele a dulce y fina bollería, y su trazado laberíntico y capcioso parece un cuento de nunca acabar en el que te sumerges seducido por las aceras amplias. Tal debe ser la razón por la cual Elisa Lerner, una de las mejores narradoras venezolanas, criada allí, en esa conexión ilusa de vueltas y retornos infinitos entre sinagogas y clínicas, pastelerías de postín y caminos poco matemáticos, propuestos por la topografía, escribe con tanta devoción por el detalle y su prosa de filigrana esconde tanta minucia. Avanza contundente y sinuosa.

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Recorrido construido con la mirada embelesada y las palabras que argumenta haciendo puente, cierra el recorrido con la confirmación del mestizaje, en la Casa de Italia. Estados Unidos, Alemania, Israel, e Italia, importantes presencias de forma y fondo en la ciudad, son vínculos en este trayecto de carrusel. La Casa de Italia, club cuya pared frontal es una invitación a la luz, enamora a primera vista la superposición de lajas de vidrios que, en el juego de solapamientos de la colocación, deja ranuras para que juegue el viento. Entre. Con un material dos maravillas: iluminación y aire fresco gracias al diseño, no un mecanismo, la lógica se alía a la belleza.

Entrar es un pasaje a la Caracas de los vestidos drapeados y ceñidos a la cintura, a los estampados florales de las faldas globo, a la historia que puede ser valor sustentable. Salir, una decisión de resistencia y de asumir la nostalgia como una forma de memoria, de musa, jamás de claudicación. Guiados por los organizadores, los profesores de la Simón, Franco Micucci y Aliz Mena, y a cuya pasión se suma la también arquitecto María Isabel Peña, profesora de la Central, conciben este proyecto que incluye doce recorridos sabatinos por Caracas y un concurso abierto a todo el que quiera proponer una intervención feliz en algún espacio público de la ciudad. En las redes los datos. “De las propuestas, diez serán premiadas y 3 ejecutadas”. Toca pensar Caracas. Adueñarnos de ella. Caracadictos: entren que caben bien.

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