Crónica

Teodoro Petkoff con complejo de vampiro: crónica de una fuga

Venezuela tiene sus cuentos de fuga y los encarna el político y guerrillero Teodoro Petkoff. Quien, como un vampiro, libó sangre fresca y se adentró en las sombras de la noche libertaria

Texto: Daniela Mejía Barboza @DaniMejiaB
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Teodoro Petkoff cayó preso por primera vez durante la lucha armada en Venezuela, 1963. Para el momento, él y Argimiro Gabaldón se encontraban “enconchados” en una casa alquilada en Los Guayabitos, donde estaban acumulando toda la utilería necesaria para enviarla al frente guerrillero Simón Bolívar, en Lara, del cual Teodoro había sido designado como comisario político. Armas, ropas y botas, entre otros artículos, eran necesarios para el combate.

El 19 de marzo de ese año, Petkoff y Gabaldon se trasladaban por Baruta en un vehículo que conducía Beatriz Rivera, entonces esposa del primero. En marcha, dos personas armadas a bordo de un carro, que circulaba con un aviso de taxi, les exigieron parar a un lado de la vía. Eran agentes que pertenecían al organismo de inteligencia y seguridad del Estado venezolano, la Digepol. Perseguían a Teodoro y a Argimiro por pertenecer al Partido Comunista y por “conspirar” en contra del Estado.

Detenidos, a Rivera le ordenaron mantenerse al volante con Gabaldón a un lado, mientras un agente los apuntaba desde el asiento de atrás. Un intercambio de miradas, y Argimiro pudo escapar cuando la mujer frenó de golpe para volver a exprimir el acelerador justo después de que el asiento de copiloto quedó vacío. El agente nada pudo hacer.

Pero Teodoro no tuvo la misma suerte. No solo tenía un yeso que le cubría toda la pierna izquierda, desde el tobillo hasta la ingle, sino que también lo pusieron a bordo de la unidad disfrazada de taxi, rodeado del enemigo. Así llegó a la comisaría de la Digepol donde estuvo arrestado durante 40 días en los calabozos, para luego ser trasladado al Cuartel San Carlos, en La Pastora.

Según cuenta Rivera, la idea de fugarse germinó en su ex esposo desde el momento de su detención. Afirma que para él, “preso político que no se fuga no es revolucionario”. El plan de escape llegó a él a través de Oswaldo Barreto Miliani, encargado de las comunicaciones entre el aparato logístico del partido y los reclusos que pedían permiso para escaparse. Para lograrlo, Petkoff debía fingir una hemorragia digestiva para así esquivar la vigilancia del comandante Ernesto Pulido Tamayo. En el Hospital Militar el único piso que tenía vigilancia era el séptimo, donde iban a dar los detenidos enfermos.

Rivera se encargaría de la planificación fuera del Cuartel San Carlos con discreción y cautela. Lo primero que hizo fue contactar a un amigo médico, Salvador Navarrete, para que explicara cómo Teodoro debía ingerir medio litro de sangre para aparentar tal desangramiento vomitándolo en el momento propicio. La mujer se encargó de conseguir el fluido.

Con sus manos, aún Rivera señala hacia dentro del pantalón, el lugar donde ocultó la bolsa roja, justo debajo del vientre. A la celda de su pareja entró sin ser registrada para entregar el cargamento, recuerda quien tuvo también la tarea de contactar a Marina Barreto, hermana Oswaldo, para que fingiera un embarazo y le diera una larga cuerda al guerrillero Chema Saer, quien estaba recluido en el séptimo piso del Hospital Militar. Este procuró guardar en el cielo raso de su habitación el implemento, además de una segueta y unas afeitadoras.

Vampirismo a sorbos

El 29 de agosto de 1963 todo estaba listo. Petkoff amaneció tomando unas pastillas que le producirían fiebre y, pese a que Navarrrete le había prescrito dejar de tomar aguar por uno o dos días para que le índice hematocrítico indicara hemorragia, bebió a raudales. Había entendido mal la instrucción. En la tarde sorbió medio litro de sangre y fingió unas terribles punzadas en el estómago, mas no lograba vomitar. En la entrevista con Leonardo Padrón para el libro de Los Imposibles, Teodoro describe cómo él creía que tomar sangre humana le produciría náuseas y arcadas inmediatas, pero no pasó nada:

          —Fíjate tú, como tengo este espíritu de vampiro… Comencé entonces a tratar de agitarme y eché un escupitajo, con el escupitajo me tiré al piso. En la mañana me había hecho llevar a la enfermería porque había simulado unos dolores y tal. Empecé entonces a revolcarme en el piso y a pegar gritos hasta que llegó la camilla y “pa, pa, pa”, me sacaron para donde estaba el médico. “Pastillita”, así lo llamábamos, no era nada estúpido, así que me dijo: “Este hombre no tiene nada, está fingiendo. Vamos a ponerle una Novocaína”. Y yo me dije: “Si no vomito aquí, esto se va al diablo”. Y no sé de dónde me salió pero finalmente largué un vómito fantástico que procuré echárselo encima al médico. “Pastillita” saltó al teléfono y pidió a gritos “ambulancia”. Y yo, completamente desmadejado, o fingiendo que estar desmadejado, me acosté en la camilla y me llevaron a la ambulancia.

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          Petkoff estaba calificado como un preso de máxima seguridad y los carceleros discutían si debían esposarlo o no. Fue el segundo comandante del Cuartel San Carlos, Martínez Arraiz, el que dijo: “¿Ustedes no ven que este hombre está medio muerto? ¿Que lo van a estar esposando?”, y se montó en la ambulancia con él. En la esquina del Puente Guanábano la ambulancia casi se voltea, por lo que el mismo Martínez Arraiz mandó a parar el vehículo para él asumir el volante.

          En el Hospital Militar, los médicos no chequearon el índice hematocrítico, pero sí se enfrascaron en una discusión con el comandante Pulido Tamayo —quien pidió que lo regresaran de inmediato. Petkoff se quejaba cada vez que oía que Pulido estaba al teléfono y los médicos le reprocharon al interlocutor: “Bueno, comandante, se lo vamos a mandar. Pero se lo vamos a mandar con un acta en la cual usted se hace responsable de lo que pueda pasar al señor Petkoff”. El esbirro no quiso aceptar la condición.

          Tantas discusiones retrasaron los planes del supuesto moribundo, quien pensaba fugarse esa misma noche antes de que pusieran la vigilancia en los jardines del hospital. Sin embargo, la dilación resultó favorable, pues al día siguiente se dio cuenta de que era inviable escapar por esa ruta porque la cerca era muy grande y la maleza entre el hospital y el barrio La Unión era casi infranqueable. Hugo que replantear los planes, y se acordó que al finalizar esa tarde un vehículo lo esperaría en el estacionamiento frente al Seguro Social del hospital.

Fuga bendita

Alrededor de las 7 de la noche del 30 de agosto de 1963, Teodoro llamó a una enfermera para que le tomara la temperatura. Ella le advirtió: “Usted tiene el pulso acelerado, tiene taquicardia”. Él alegó que debía ser el malestar, aunque realmente era la emoción. Al día siguiente, el diario El Nacional publicó que el paciente tenía fiebre de 39 grados.

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La enfermera salió del recinto y Petkoff comenzó a serruchar los barrotes de la ventana del baño, y Chema Saer se unió a la tarea. Con ellos también estaban el teniente Leal Romero, encarcelado por los sucesos de El Porteñazo, y un preso implicado en el bombazo contra Betancourt, Lorenzo Mercado, quien por alguna desconocida razón tenía otra segueta y la prestó para la tarea. Apoyado en tales cómplices, Teodoro aprovechó para cortarse la poblada barba que le había crecido en cautiverio.

Cuando los barrotes cedieron lo suficiente, Petkoff abrazó fuertemente a su amigo Chema y lo reprendió por insistir en querer sumarse a la escapada: “No cometas una locura. A ti te van a expulsar pronto del país, no arriesgues tu vida inútilmente. Además, si no te caes al asomarte, lo harás bajando, y no te escaparás ni dejarás que yo lo haga”.  Ansioso y con el “pulso acelerado”, Teodoro salió a la cornisa. “Que la Virgen te acompañe”, lo bendijo Leal Romero, quien le enseñó a hacer nudos de rapel y a quien nunca más vería en su vida.

A la altura del sexto piso, encontró a un señor asomado en la ventana. Teodoro se quedó en silencio, y con su dedo a la altura de la boca suplicó por lo mismo al incauto. Con la misma mímica le respondió el hombre a quien conocería formalmente por casualidad, muchos años después, en un evento social.

El evadido tocó suelo y corrió para adentrarse en la noche, sintiendo la brisa “muy fresca” que le sopló. Por eso, en conversaciones con Ramón Hernández durante su campaña presidencial del año 1983, el ex guerrillero describió la libertad como “una brisa que te da en la cara”.

Mientras sus cómplices jalaban la cuerda para volver a esconderla, Teodoro caminaba por un pasillo que comunicaba las oficinas del Seguro Social con el hospital. Allí encontró a unos policías a quien les preguntó, con su cara bien lavada y afeitada: “Buenas noches, ¿cómo hago para llegar al seguro?”. Los uniformados no solo se le indicaron, sino que uno de ellos lo acompañó hasta la salida al estacionamiento. Después de dar las gracias, Teodoro abordó el carro en que lo esperaba el poeta Darío Lancini.

Fue noticia

Aproximadamente a las 10 de la noche el rumor de la fuga de Petkoff llegó a oídos del personal militar de servicio en el hospital, y a los de Julián Morales Rocha, director del recinto. No obstante, el reporte del médico de guardia fue: “No está en su cama, pero debe estar en el baño, pues la puerta de esa sala está cerrada”. Así lo publicó El Nacional, el 31 de agosto 1963. Para cuando se dieron cuenta de la huida, ya Teodoro estaba lejos del hospital.

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Al día siguiente su fuga fue la noticia más comentada en la prensa. El Nacional le dedicó media página y dos grandes fotos, un retrato del guerrillero con muletas y el cabello negro, y otra de la ventana por la que salió. El primer párrafo de la noticia rezaba: “Teodoro Petkoff (…) logró fugarse del Hospital Central de las Fuerzas Armadas, donde se había recluido por estar padeciendo una úlcera en el duodeno. El reo escapó deslizándose por una cuerda de nylon desde el séptimo piso del edificio del mencionado instituto asistencial”.

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