Íconos

La memoria de Teresa Carreño vuelve a su sala

Fue, sin ambages, una virtuosa de las notas, del canto, del piano. Teresa Carreño disfrutó su fama acompañada de envanecimientos y aplausos. Su nombre brilló en las carteleras de los teatros más importantes de su época. Se casó cuatro veces, aunque suscitara escarnio. Su vida, con altos y bajos, se celebra y recuerda hoy. Se cumplen 100 años de su muerte

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Teresa Carreño, músico sin parangón y acaso una feminista de facto, siempre provocó que las quijadas se cayeran a su paso. La “gloriosísima” artista —como la llama José Antonio Calcaño— conquistó al mundo como ninguna y lo tuvo a sus pies durante toda su vida. De niña prodigio pasa sin brete a madura intérprete, famosa y reverenciada, y es la única mujer que integra la selecta lista de los más grandes ejecutantes del piano en la historia; la que encabeza Ludwing van Beethoven. A la vez, incomprendida como buena genio, acaso por la audacia de su manera de proceder y la intensidad de su vida —motivo de soponcios para los más retrógrados— en algún momento será blanco de desplantes en el país. Lamentablemente, también ahora ha sido desairada su memoria. Así ha ocurrido en el complejo cultural inaugurado en Caracas en 1983, que lleva su nombre.
Luego de un largo desdén de casi 12 años, Nicolás Maduro reinaugurará en esta hora aciaga y a las volandas, a propósito del centenario de la fecha en que la celebérrima caraqueña entra en la inmortalidad —falleció el 12 de junio de 1917, hace cien años—, la Sala de Exposiciones de Teresa Carreño donde se exhibieron sus ajuares. Los efectos personales de la pianista, así como su icónico piano fueron desalojados en 2005, y solo hasta ahora regresan incompletos tras largos años de olvido. Sus casi 40 prendas, entre zapatillas, carteras, corsés, blusas y vestidos, habían sido arrumados en un espacio de inconveniente humedad y condiciones indeseables, al lado de la otrora librería de Monteávila, ahora reducto de la enrojecida editorial del Perro y la Rana. Al cabo de tres años de apretujamiento, pasaron a otra habitación en el sótano del edificio, donde no mejoraron las circunstancias para la preservación de los añosos tejidos. Claro que se humedecieron y devastaron. El piano, entretanto, fue a parar a un entrepiso.
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La idea fue de Chávez. La idea y la orden. La amplia estancia de paredes de vidrio donde se exhibían para la mirada atónita sus objetos icónicos, y el histórico piano, debía ser desocupada para él. Cámara de la planta baja que se conecta a través de laberintos con el escenario del teatro principal, se convirtió en la sala preferida del fenecido presidente, a quien le gustaba sostener allí reuniones preliminares antes de subir a  catequizar. Se amañó al rito del viaje discreto hasta el podio que transmutaba en el sonoro púlpito del poder. De manera que por razones prácticas, él, por encima de la historia —él es quien la hace—, decidió, pues, que la exhibición fuera desalojada para fines revolucionarios.
Torpeza de cegatones que actúan a gachas y de espaldas a la sensatez, los trajes se amarillaron y deshilacharon hasta que por fin, la presión de los que aman lo que hacen, no a quien deshace, fue atendida. Que si no hay presupuesto, que si ya va, que si las prioridades, ay, por fin los trajes fueron rescatados y trasladados hace tres años al Centro de Restauración Patrimonial. Apenas se han recuperado dos vestidos, dos blusas, dos zapatillas. A Maduro el saldo le parece suficiente. El sucesor reinaugurará la Sala de Exposiciones de Teresa Carreño con las prendas que están a punto.

El piano, un Weber marrón, de patas torneadas, atril barroco y sin la banqueta original, en cambio permanece solo, sin ton ni son. Fue colocado donde no se toca ni se ve, ni mucho menos es valorado. Ese piano tiene una historia desconcertante, que empieza cuando Teresa Carreño se va del país, luego de un triste y desangelado regreso a la patria, impensado en su trayectoria llena de vítores y victorias. Cuando le toca irse, en aciagas circunstancias, no puede llevárselo. Fue el ya de capa caída presidente Guzmán Blanco quien le propuso que organizara una temporada de ópera. Ella, la dama de la amenísima conversación que imanta a los caballeros y que además es autosuficiente —trabaja ¡y cobra por ello!, las mujeres pianistas se remitían a tocar en la sala de casa propia o en las de los alumnos— acepta encantada: en realidad acaricia la idea de regresar definitivamente a su país, así que llega a la pacata Caracas de entonces del brazo de su segundo marido. Pero el proyecto no funciona. La artista, que le ha compuesto un himno al “Ilustre Americano”, el que ha introducido el divorcio en las vidas sentimentales vernáculas, es rozada por esa “sombra”.
El desairado recibimiento de susurros y abanicos batiéndose desesperados deviene saboteo a sus presentaciones, quiebra y pena. Hasta los propios artistas se suman al complot luego que ven las pingües ventas de taquilla. La noche del estreno hasta el director declina y tiene la súper músico que tomar la batuta. Salva la noche, sí, pero no la temporada. Tiene entonces que permanecer en la ciudad que ama —también le dedica un himno— y donde la ven de reojo, que quedarse a afrontar deudas y demandas. Al fin, se ve en la obligación de vender sus pertenencias para pagarse el viaje de regreso. El piano queda en prenda, en los sótanos del Teatro Municipal, entonces se llamaba Guzmán Blanco —ay, los nombres, ay los militares— y su famosa dueña no volverá a tocarlo. Tampoco volverá a Venezuela, su país nostalgia, y que marcará su impronta, costumbres e inspiración como compositora.
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Años después, la pianista venezolana y coleccionista de instrumentos antiguos Rosario Marciano, se empeña en rescatar el piano, ahora de nuevo abandonado, y viaja a Viena para contactar a un famoso restaurador. Extraño. El piano nunca llega a Austria porque en Caracas nadie lo encuentra, lo tienen en las narices pero la caja enorme dentro de la que está encofrado de manera vertical es irreconocible. Cuando por fin llega a su destino, al abrirlo, saldrán de él toda clase de bichos. Alguien con sentido científico —según reconstruye el episodio la musicóloga y también pianista Mariantonia Palacios— tiene el arrojo de guardar muestras de unas polillas gigantes y marrones para ver cómo evolucionan. Rosario Marciano sacará de dudas a los austríacos acerca de la índole del producto de exportación: “!Son cucarachas!”.
Por fin restaurado, Rosario Marciano hace un concierto memorable en Viena al que asisten las hijas de Teresa y luego, con aquel instrumento colosal, regresa a Caracas e interpreta aquí el mismo concierto que tocó Teresa Carreño, en el Municipal. Pero ahora el piano está mudo.

Mudo también quedará su padre, Manual Antonio Carreño, aquella tarde cuando ve a Teresa arrimar la banqueta al teclado, que acaba de dejar libre su hermana María Emilia. Excepcional músico, amén de abogado, político, diplomático, ministro y autor del famoso Manual de urbanidad y buenos modales, Carreño, sobrino de Simón Rodríguez para más señas, debió escuchar algo sublime. Conmovedor. Teresa, de cuatro años apenas, interpretaría con absoluta gracia la misma pieza que acaba de sonar el piano, demostrando esa tarde que aquellas manitas de genio, ya pertenecían a la historia.
De inmediato, el babeado padre toma cartas en el asunto y decide asumir la formación de la niña prodigio que se revelaba ante sus ojos. Vería orgulloso sus genes en ella, él configura la tercera generación de niños prodigio: a los 13 ocupaba el ambicionado cargo de voz cantante y organista de la Catedral de Caracas. Serían los Carreño —Mariantonia Palacios asegura que no exagera— como los Bach, en Turingia, los Scarlatti, en Italia o los Mozart, en Salzburgo: “una familia tocada por la música”.
Teresa Carreño comenzó de inmediato sus estudios musicales, usando a diario los más de 500 ejercicios compuestos por su progenitor; a los ocho no podía ser mejor el resultado: podía interpretar obras de enormes dificultades técnicas y expresivas. Consciente de que el talento de Teresa era mayúsculo, y en medio del jaleo nacional —la Guerra Federal— cuando ella estaba por cumplir los nueve, decidió Manuel Antonio Carreño que debían marcharse del país. Con tal precocidad comenzaba a trazarse la brillante trayectoria de la artista.
El 25 de noviembre de 1862 Teresa Carreño ofrecerá en Nueva York su primer concierto de los tantos que hará en el planeta. Y al año siguiente será la sensación en la Casa Blanca. Invitada por Abraham Lincoln, interpreta la música compuesta por su maestro Gottschalk, dilecta del presidente, pero como el piano no sonaba con la afinación adecuada ¡declaró que no tocaría más! Lincoln le dio unas palmaditas en el hombro y le pide que interprete una pieza más: The Mocking Bird (El ruiseñor). El “manual” de su padre, ese de cortesía que asumieron España y Chile como guía de buena educación, surtiría efecto: la niñita volvió al teclado y complació al mandatario en el mismo año en que decreta la abolición de la esclavitud.
Europa será su próximo destino y Teresa Carreño debuta en París el 3 de mayo de 1866, éxito que la ancla definitivamente al medio musical de la capital francesa. Con apenas 13 —la caraqueña nace en Caracas 22 de diciembre de 1853— Franz Liszt le propone, no más oírla por primera vez, que sea su discípula. No es posible que se traslade a Roma con él por los problemas económicos de la familia Carreño —en Caracas les han sido incautados los bienes, así son las guerras—, pero de igual manera, ese encuentro con Liszt la marca. El compositor no tendrá mejor piropo que decirle que aquella frase que es una suerte de fetiche: “Eres uno de los nuestros”, así: con O. Para la platea, machismos mediante, ella sería “la Liszt con faldas”.
Lo cierto es que nadie queda indemne luego de oírla. Su ejecución briosa, pasional, virtuosa, impecable —cada adjetivo ganado a pulso— hará que también caiga de largo a largo por ella Arthur Rubinstein, en Londres, quien igualmente querrá enseñarle, y asimismo quedará luego boquiabierto Rossini cuando la oye cantar y le augura una estupenda carrera musical a la estupenda mezzosoprano.
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Intérprete memoriosa —ella tocaba en los conciertos sin leer las partituras mucho antes de que Liszt impusiera esa modalidad—, aprendía con rapidez de esponja cada repertorio. Quedará registrado en sus biografías —y prosigue el rimero de asombros— lo raudo con que montó el Allegro Brillante de Mendelshon para orquesta y piano: ¡cinco días! También compositora, es autora de valses, estudios y sonatas para piano y violín, cuartetos para cuerdas, y polkas. Algunas de sus obras fueron éxitos editoriales y las incluía en sus recitales, de hecho, siempre cerraba con Mi Teresita, valse dedicado a una de las hijas que tuvo con Giovanni Tagliapietra, su segundo esposo.
Al barítono italiano lo conoce cuando viaja a Boston: era integrante de la compañía con la que estaba de gira. Tienen tres hijos: Lulú y Giovanni, además de Teresita, muy talentosa y de una sensibilidad intensa, a la vez que de un carácter complejo. Cada hijo, coinciden los biógrafos, le exigió a su manera en el tiempo urgido de su arrebatado itinerario. El dolor más punzante, sin embargo, el que está vinculado con la primogénita.
En 1873, a los 19 años, se casa con primer marido, Emile Sauret, violinista hábil pero, según los corrillos de la época, “poco responsable”; ahí está Teresa la fuerte para hacer de pivote. El 23 de marzo del año siguiente nace Emilia Sauret Carreño. No es un buen momento, con todo y la fama que ya ponía su nombre a levitar. Por los apremios domésticos se ve obligada a trabajar más y se ve en la necesidad de dejar a su hija al cuidado una amiga alemana para poder hacer una gira musical con su esposo. No fue el éxito esperado y eso, aunado a la pérdida del segundo hijo, produce el agobio suficiente como para decidir la disolución del matrimonio; súmese a la desazón el fallecimiento del padre de Teresa. Y si podía ocurrirle algo más triste aun, ocurrió. La supuesta amiga alemana le propone que solo seguirá cuidando a su hija si se la da en adopción. Teresa Carreño no tuvo otra opción.

En 1889 Teresa se separa de Giovanni Tagliapietra y viaja con sus hijos a Alemania. De regreso de Venezuela, la templada mujer que triunfa “en un mundo de hombres”, como dice Palacios, logra ganar la aprobación de tan difícil plaza. “La Walkiria del piano”, “La Brünhilde del teclado”, se consagra, definitivamente, en Alemania. En 1892 contrajo matrimonio con el famoso pianista Eugen d’Albert de quien tiene dos hijas más, Eugenia y Hertha. Y en 1902 se casa con Arturo Tagliapietra hermano de su segundo esposo Giovanni.
Concertista que viaja por todos los continentes acompañada de los mejores directores y de las mejores orquestas, queda claro que no es su carrera, ni remotamente, ornamento. El piano, que estaría muy ligado a la mujer hasta el punto de que en el siglo XVIII las habilidades de las señoritas al teclado eran asunto a considerar a la hora del casorio, sería en su caso realización. Norte. Que Teresa se casara tanto no confirma la especie. Su trayectoria la trazará con denuedo, enfocada, y sus victorias no son el medio para algún otro fin, son el objetivo. Son la agenda insoslayable de un compromiso contraído desde la niñez. Si quiso tomarse un respiro alguna vez, no pudo. Siempre fue el bastión de los Carreño.

Linajuda, pero no por ello a salvo de intensidades, si por línea paterna circulan, a través del ADN Carreño, la música y la educación, por vía materna va la historia. Su madre, Clorinda García de Sena y Rodríguez del Toro, que muere de cólera cuando Teresa tiene apenas 12, es sobrina nieta del marqués del Toro, y es sobrina directa de María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza. Por ella la bautizan María Teresa Gertrudis de Jesús Carreño García. Y vale decir que esa, su tía abuela, es la esposa del mismísimo Simón Bolívar, su tío abuelo, pues. A él también le compone un himno.
A inicios de la Primera Guerra Mundial realiza una gira por Europa que debía continuar en Sudamérica. Luego de un exitoso concierto con la Filarmónica de La Habana, sufre serios quebrantos de salud por lo que retorna a Nueva York. Allí le diagnostican parálisis parcial del nervio óptico que amenaza con extenderse al cerebro. El tratamiento no es propicio y la dolencia, fatal. Teresa Carreño fallece el 12 de junio de 1917 en su apartamento de Manhattan; en 2003 se develó una placa conmemorativa en su nombre.
Reconocida y admiradísima, pese al alborotado cotarro de los más beatos, sus restos fueron traídos a Venezuela en 1938 y el correo decidió honrarla con la emisión de una estampilla en su honor, la primera con una imagen femenina. Desde el 9 de diciembre de 1977 sus cenizas reposan en el Panteón Nacional, donde, en la fecha, le hacen merecidas zalemas. Teresa Carreño tiene una plaza con su nombre en el parque El Calvario, dos calles, un colegio y una orquesta sinfónica juvenil del llamado Sistema, amén del principal complejo cultural de Caracas.
¿Podemos oírla? Sí. Se digitalizaron en la Facultad de Ciencias en la Escuela de Computación de la UCV los rollos de pianola que se conservan. Un delicado trabajo de compilación que involucra al musicólogo y pianista Juan Francisco Sanz.]]>

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