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Las razones invisibles de Andrei Tarkovsky

Es uno de los cineastas rusos más célebres de la industria fílmica. Cintas como El espejo, Stalker o Nostalgia hicieron que alcanzara la categoría de genio maldito, exiliado y profético. Es el hombre que bien supo detraer con imágenes el poder y la represión

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El cine desencadena segundas realidades: el derecho liberal de entretenerse, ponerle pausa al chillido habitual. Pero el cine también tiene otros derroteros, más allá del entretenimiento inmediato. Callejones intensos con instinto de rompecabezas que requieren un adiestramiento cultural y espiritual. Cine para mirarse a sí mismo dentro de la Historia. En español se translitera «Tarkovski» y es el nombre del cineasta ruso que burlaría a un sistema opresor, tallando una obra alarmante, hermosa y fiel a sí misma. Idolatrado por muchos, las películas de Andrei Tarkovsky presentan una serie de características que a otros hacen torcer los ojos. No, no es el cine de cotufas para un lunes popular. Pero es indiscutible que en esta obra subyace una experiencia de excepción.

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Para empezar, Rusia es trendy. Entre sus conflictos políticos, tiranos y prodigiosos artistas, es un país, casi continente, que ofrece al resto del mundo un retablo integral del quehacer humano. Andrei, hijo de Arseni —el poeta—, nace en 1932 en este país de revoluciones y esposas por encargo. De la música, la escultura y las lenguas orientales, pasó a estudiar en el Instituto Estatal de Cinematografía Pansoviético, donde forjó profunda amistad con quienes serían otros grandes cineastas: Sergei Paradjanov y Mijaíl Vartánov.

Su primera película como estudiante, en 1958, fue una adaptación del cuento “Los asesinos” de Ernest Hemingway. Con La infancia de Iván (1962), por el que recibiría el León de Oro del festival de cine de Venecia, abre su catálogo de siete largometrajes. Aquí se percibieron sus primeros encuentros con el empleo del sonido y de la luz, mientras retrataba el paraíso perdido o nunca hallado, dentro de una visión intimista de la guerra.

A esto le seguiría Andrei Rublev (1966), dividida en siete capítulos para relatar la vida del pintor y religioso ruso Andrei Rublev —1360-1430, posiblemente—, y así convertir esta biografía en una excusa para estudiar el lugar del artista en la Historia, la cruenta pérdida de la inocencia o de la fe a través del viaje y con esto la envidia, la barbarie y un país entero dentro de un solo hombre. Cuando el Festival de Cine de Cannes quiso programarla, las autoridades soviéticas se negaron, refiriendo que no estaba terminada y que carecía de rigurosidad histórica. Para ese entonces, ya Tarkovsky incomodaba al poder y era una celebridad de las técnicas cinematográficas.

Solaris llegó en 1972, adaptación de una novela de Stanislaw Lem —años después Lem declararía no sentirse satisfecho con el resultado—, en la que Tarkovsky abordó, desde la dificultad de una comunicación con inteligencias extraterrestres, la dificultad todavía mayor de una comunicación entre humanos, monologantes del amor y la nostalgia. Para el gobierno ruso fue una oportunidad de oro para cuadrar una respuesta soviética frente a 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, pero Tarkovsky manejaba otros itinerarios y había producido una cinta donde reinaban los diálogos y los silencios muy poco indulgentes con el espectador, una suerte de poesía de la existencia, lejos de la parafernalia de la ciencia ficción, a pesar de que no se sentiría satisfecho al respecto, sintiendo que no había escapado lo suficiente a las conformidades del género. Para él, además, era al menos estúpido pensar bajo los esquemas cuadrados de cualquier género que pretendiera ser específico.

El espejo (1975), de espíritu autobiográfico, cuyo guion en primer momento fue rechazado por el comité de cineastas rusos por considerarlo demasiado complejo y elitista, es una suerte de rompecabezas de la memoria, donde veinticuatro capítulos sin conexión aparente llevan al espectador a través de la casa infantil, el regreso del padre o los sufrimientos de la madre, una poesía común y que a la vez resume asombros insospechados.

En 1979 llega la devastadora y exigente Stalker, para algunos la gran obra maestra de Tarkovsky, para otros una propuesta excesivamente densa y aburrida, que también se ganó el visto malo de las autoridades rusas, donde otra vez aprobaron el guion para luego desacreditarlo. Dos personajes, un escritor y un científico, deciden emprender un viaje en compañía del Stalker, para encontrar soledad y desolación frente al espejo.

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Nostalgia (1983) recibió tres premios en el Festival de Cine de Cannes, entre ellos el de mejor director —compartido con Robert Bresson por El dinero. Otro poema visual, filmado en Italia, que dibuja los contornos de la tristeza y la pérdida entre un poeta llamado Andrei y la joven traductora Eugenia, rodeados de unos personajes donde el arte y la vida se miran mutuamente y donde también se ignoran. Para este entonces, Tarkovsky alcanzaba la categoría de genio maldito, exiliado y profético.

Desde Suecia y con los hilos de su amigo Ingmar Bergman, llegó en 1986 su última película, Sacrificio, encargada de someter al espectador a una tercera guerra mundial a través de Alexander, un filósofo y actor, seducido por una posibilidad devastadora, es decir, seducido por una bruja, inmerso en planos interminables y en un tempo que hizo que durante la proyección en el Festival de Cannes, muchos desalojaran la sala, detalle que hizo reír a un Tarkovsky ya aquejado por el cáncer.

Dueño de su propio cronómetro, insolente y despiadado con el público, Tarkovsky dejó estas siete claves para establecer una propuesta filosófica, donde el artista es correlato del hombre, donde el poder no puede más que la búsqueda de alguna verdad y donde la humanidad debe aprender sus propias razones invisibles, acaso el acto más compasivo al que puede aspirar. La poesía tarkovskiana frente al poder y la represión recuerda lo que diría Joseph Brodsky, otro compatriota exiliado: “Un canto es una forma de desobediencia lingüística y sus sonidos no solo inspiran dudas sobre un sistema político concreto, sino que, además, ponen en tela de juicio todo el orden existencial, y el número de sus adversarios aumenta en la misma proporción”.

Andrei Tarkovsky le sigue cantando a la belleza que se levante mientras la eternidad no se detiene a devolver el saludo.

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