Cultura

CULTURA PARA ARMAR/ Un morral de cine

Algunas notas recientes sobre mi cuota alimenticia cinematográfica, más de video que de salas por culpa del gobierno, que apagó la noche caraqueña y llenó de fantasmas los centros comerciales. Y por el cada vez más pobre menú que nos sirven distribuidores y exhibidores, gringodependientes y poco amantes del buen cine. Pero los dioses cinefílicos aprietan pero no ahorcan y siempre se encuentra el sendero tecnológico que permite ver lo que nuestro apetito reclama. Sirven para hacer estas notas.

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Cine
Por Fernando Rodríguez

1. De la senectud del cine.

Yo he ido cayendo en cuenta por experiencias azarísticas, luego premeditadas, de que el cine envejece con una rapidez enorme. Sería arriesgado decir que más que otras artes, la literatura por ejemplo, pero tengo la sensación de que es así. Creo que la razón es que el cine dice mucho en muchos registros y eso lo hace per se muy propicio a desentonar en uno de ellos o en sus interacciones. Es más osaría decir que el cine que tiende a perdurar es el más parco expresivamente, el menos barroco, el más ascético. Pero son generalidades bastante especulativas. Me refiero, por supuesto, a lo que pensamos que es arte cinematográfico y no al serializado, las salchichas, puramente comercial. Y por ahora me voy a limitar a algunos casos individuales en que una triste decepción ha sustituido registros felices de mi memoria fílmica.

Por ejemplo tenía una verdadera nostalgia por lo que me dio en llamar la edad de oro de la comedia italiana, aquella que se desarrolló entre los sesenta y parte de los setenta del pasado siglo. Y que por estos lados hizo eclosión, si mal no recuerdo, con una notable éxito, «Divorcio a la italiana» (Pietro Germi, 1961) con Marcelo Mastroianni.

Bueno, he visto en estos días «Brancaleone en las cruzadas», de Mario Monicelli, acaso el más destacado de los directores de comedias de la época y teniendo como actor principal nada menos que a Vittorio Gassman. Película que no solo consideraba sumamente divertida, conté por mucho tiempo alguna secuencia, sino también una osada y lograda reconstrucción del mundo medieval y su picaresca. Realmente no pude terminar de verla. Cosa que me ha pasado con otras obras del género y la época y el país mentados, que ya dista mucho de ser de oro. He tenido que borrar esa página de mi agenda, de las compras por hacer en la UCV por los lados de Periodismo.
Algo similar me pasó con una película de Eric Rhomer, de las más celebradas, «Paulina en la playa». Su autor ha sido considerado como uno de esos directores filósóficos, al menos moralista, cristiano, objeto de exigente culto. Qué mal gusto en el tratamiento fílmico y qué verbosa y telenovelesca la trama. Qué bodrio inaguantable, una especie de clase sobre las virtudes y los vicios humanos para párvulos poco despiertos.

No sé, para seguir disgregando, si alguien ha vuelto a ver películas de los inicios de nuestro nuevo cine, desde el setenta en adelante. Cuán poco se salva de esas primeras décadas, aun de filmes que llegamos a considerar verdaderos adelantos en la configuración de nuestra naciente cinematografía. Y salvarse quiere decir poder ser vistas sin caer en un estado depresivo agudo.

Nada, el tiempo no sólo atenta contra sus soportes materiales, para desgracia de archiveros y custodios de su perennidad, sino también carcome su alma con voracidad.

Y termino el apunte con un caso grave. Creo que cuando alguien me hacía esa pregunta un tanto ociosa por las mejores películas de la historia del cine no dejaba nunca de citar «Muerte en Venecia», de Visconti. Ya este director, en algún momento idolatrado por muchos y muy exigentes cinéfilos, parece haberse perdido en las marañas de la historia del cine y se le cita poco, se le exhibe menos y rara vez aparece entre los grandes de todos los tiempos. Si acaso por haberle dado forma fílmica a un arquetipo literario, «El Gatopardo», que es también un símbolo de la jerga política. A lo que voy es que mi última visión de la película veneciana me ha parecido, muy a mi pesar, algo recargada, empalagosa y con un guión de escasa densidad conceptual. Posiblemente blasfeme, pero mi sorpresa fue también grande y sincera.

O será, quién quita, que el que envejece es uno y que resalta de los síntomas de ese tramo inevitable de nuestras vidas, entre otras muchas cosas, el deterioro del gusto, que necesita algún componente pasional y candoroso que vamos perdiendo. No hay que descartar esa hipótesis.

El club

Es una experiencia curiosa la que tuvimos varios espectadores al ver en video la película de Pablo Larrain sobre un grupo de sacerdotes católicos pedófilos y culpables de otros delitos que pagan sus cuitas en una siniestra casa, una cárcel en realidad, al borde del mar, intentando algún alivio para sus culpas y su soledad. Algo así como el purgatorio sobre la tierra. Todos estuvimos de acuerdo en que se trataba de una obra maestra del cine latinoamericano, cosa que también pensó el jurado del muy conspicuo Festival de Berlín que la premió, así como La Habana, Mar del Plata, Chicago y pare de contar.

Pero todos reconocimos asombrados que se nos habían escapado un sinnúmero de parlamentos porque se susurra mucho en ese espacio concebido para el sufrimiento espiritual incesante, pero además se susurra en chileno y a veces en argot. Total que buena parte de los diálogos tuvimos que imaginarlos. Y tampoco vimos demasiado porque la película es muy tenebrista y en buena cantidad nocturna y de planos cortos. Y la historia, en algunos momentos cruciales, bastante sorpresiva, obliga a encontrar algunas claves narrativas difíciles, sobre todo en la parte final. Es posible que el video tenga sus taras y en pantalla grande con buen sonido la visión y audición sean menos dificultosas.

Pero lo maravilloso es que todos esos obstáculos no impidieron caer en cuenta en que estábamos fisgoneando en una verdadera temporada en el infierno, en la extrema fealdad humana, en el lado más terrible de la religiosidad. Y que esos vacíos, de alguna rara manera, podrían contribuir al halo de misterio que la película quiere lograr, en cualquier caso no dañaban su poderosa esencia.

Woody Allen a los ochenta

Es bien sabido que la obra de WA es una de las más prolijas de la historia del cine. Con el suplemento de que el autor ha hecho casi siempre lo que le viene en gana. Y que si probablemente solo muy ocasionalmente ha tocado los grandes públicos posee una secta de admiradores en todo el planeta que le permanecen fieles desde hace muchas décadas y decenas de películas.

Si bien alguna vez ha sentido la tentación de ser un Bergman norteamericano, ha terminado por convencerse de que su nihilismo profundo no es incompatible con el humor, la sentimentalidad y el amor por las historias poco extraordinarias de muchas de sus películas, más dadas a ciertas mitologías nostálgicas y a hurgar en los entretelones de la cotidianeidad.

Con sus ochenta bien llevados ha mantenido su ritmo de trabajo. Y sigue haciendo al menos un film por año. Es común que todos digamos de varias de sus películas cosas como que ésta dista mucho de ser de lo mejor suyo, pero siempre tiene esa gracia, ese don de alegrarnos y entristecernos sin recargar la mano a ninguno de esos dos extremos.

Pero yo diría que en sus últimos trabajos es manifiesto un cierto descuido argumental, una suerte de libertad excesiva, de falta de estructura cuando no condimentadas con ese poco loable sabor local que ha puesto en películas hechas para celebrar ciudades europeas.

En la última, ¿será la última o habrá una nueva, al menos otra en proceso?, «Café society», hay el retro y el fascinante universo del cine y menos sobrecogedor del gran mundo, los años treinta, y un amor puro en medio de la opulencia del poder y el dinero, del éxito. Por supuesto, el amor puro sucumbe y se convierte en fantasma que habitará siempre la memoria de los enamorados.

La feria de las frivolidades continúa victoriosa. Nada muy nuevo en su obra pero aquí hay un romanticismo ligero y un desencanto mustio que termina por fascinarnos por momentos. Se olvidará pronto o se confundirá con las otras cuarenta y tantas piezas del personalísimo Allen.

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