Cultura

Manchester by the Sea y las minucias de la realidad

En algún momento de la film Manchester by the Sea (2016) a Lee Chandler (Casey Affleck) se le caen las llaves de la camioneta. Del otro lado, Patrick, su sobrino (Lucas Hedges), intenta abrir la puerta, pero no puede, porque Lee aún no ha abierto. Eso es todo, nada más.

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En otra escena, Lee y Patrick salen de la funeraria y van discutiendo. Lee se detiene, dice que no recuerda dónde estacionó la camioneta y comienzan a caminar hacia el lado contrario. Siguen discutiendo y vuelven a pararse, tampoco aquel es el lugar por donde Lee dejó la camioneta. Al final la encuentran, eso es todo.

También, cuando la esposa de Lee, Randi (Michelle Williams), va a ser subida a una ambulancia, la camilla se traba: hay un problema con las ruedas retractiles. Finalmente logran subir a Randi. Y eso es todo.

Son detalles, minucias que Kenneth Lonergan nos ha puesto allí y que parecen como escapadas de la vida. Y decir esto, que parecen escapadas de la vida, me resulta significativo, y creo que lo es porque tales detalles me han puesto a pensar, por un lado, en la naturaleza o la validez de los géneros, y por el otro, en aquello que llamamos realismo.

Empecemos por lo último.

Acá damos de lleno en el tema de la relación entre la ficción y el mundo, en específico, de esa ficción que asume o pretende asumir un tipo de representación muy cercana o «fiel» a la realidad.

¿Pero a cuál realidad nos referimos? El realismo, siempre con pretensiones muy serias y justificadas, suele inspirarse en el drama social y humano, y se centra, por lo tanto, en representar a profundidad tales conflictos. Puede haber un realismo de urgencia, casi periodístico, pero también puede haber un realismo reposado que se ha regalado tiempo para meditar la realidad que quiere mostrar, no necesariamente la inmediata. Con todo, no importa eso en este momento. Quiero más bien destacar una cierta selección elíptica que le da forma, dimensiones y límites al realismo, por medio de la concentración casi exclusiva de los elementos dramáticos. El realismo mal entendido, dígase de una vez, es reo de la seriedad. Debemos decir incluso que en ocasiones se torna risible de lo serio que es: pues de lo risible pasa lo cursi y de lo cursi pasa a lo patético.

Pero vayamos aún más adentro en mi argumentación. Digo pues, en vista de lo ya expuesto, que el realismo suele dejar a un lado algunos detalles de la realidad que también constituyen al mundo.

¿Qué detalles son esos? Pues imagino que el lector los empieza a suponer. La realidad también está hecha de momentos mínimos y aparentemente inesperados e inapropiados. La vida pues no hace elipsis, y en ella es absolutamente factible (porque sí algo es factible es el azar) que en las horas más significativas de la existencia nos llegue ese instante en que se nos caigan las llaves. Puede ocurrir, por ejemplo, que una noche salgas a una primera cita, y que luego de pasarla de mil maravillas en el cine y el restaurante, no recuerdes en qué nivel del estacionamiento dejaste tu carro, y termines así pasando un mal rato junto a esa nueva conquista, dando vueltas por los asfixiantes y oscuros sótanos del centro comercial. La vida también está hecha de esas pequeñas cosas que te suceden en los momentos importantes, y allí, justamente, tendríamos que considerar la comprensión de un verdadero realismo: en la posibilidad de representación de los detalles que se filtran por doquier en nuestros pretendidos guiones perfectos: el de la salida con tu pareja, el del velorio, el del matrimonio, en de la entrevista de trabajo. Estas son nuestras mitologías, diría Barthes, pero en las mitologías, en esas ficciones serias que nos montamos, no se te pueden caer las llaves.

Y no hablo acá exclusivamente del humor, pero consideremos incluso lo que llegó a decir Monterroso en Movimiento perpetuo: «El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias». Y sí, si te da risa que a Lee Chandler se le caigan las llaves en un momento dramático, si te da risa que no encuentre su carro en plena discusión con su sobrino, si ese par de instantes te parecen absurdos, risibles, entonces sí, estamos hablando de humorismo. Pero ya se ve, también de realismo. De ese realismo que busca incorporar en la ficción esos detalles irónicos que la vida te va soltando así no más.

En un trabajo sobre Lonergan aparecido en el New Yorker, Mark Ruffalo cuenta que una noche en la que él y Laura Linney interpretaban una escena exterior para You Can Count on Me (2000), una polilla que daba vueltas alrededor fue a posarse en su mano. En cualquier otra filmación, explica Ruffalo, hubieran parado y matado a la polilla, pero tal cosa no ocurrió en aquella oportunidad. Lonergan, simplemente, siguió filmando, y Ruffalo, al darse cuenta, se mantuvo en su papel, y así fue cómo, hacia el final del diálogo con Linney, dejó ir a la polilla. Explica que ambos continuaron metidos en sus roles porque sabían que ésa era la clase de apertura que Lonergan siempre le había pedido a sus actores. Ruffalo termina entonces con esto: «Fue probablemente uno de los momentos más profundos que he tenido como actor, estar allí, justo cuando el mundo colisiona con el trabajo. Que esa interrupción ocurriera no tuvo mayor importancia. Cuando terminamos, Kenny vino corriendo y dijo, “¡Oh Dios, la polilla!”, y estaba tan feliz».

Nótese, no obstante, que así como la vida nos lanza absurdos que rompen la seriedad inútil de los hombres, también nos puede regalar pequeñas bellezas que por igual resquebrajan las mitologías de la estólida seriedad y que cargan de un nuevo sentido la existencia. Esas bellezas, cómo no, forman parte del humor y de la ironía de nuestras vidas. Y es que hay más belleza allí que en cualquier ficción convertida en lugar común desde quién sabe hace cuántas décadas o siglos.

Así, pensando en esas minucias —bellas o absurdas— que parecieran escaparse del guion, también podemos ir hacia la idea, ya totalmente gastada, de los géneros.

¿Qué hace uno con el asunto de los géneros? Pues creo que dejarlo un poco para las clasificaciones comerciales de las películas y para algunos tontos lectores —y escritores— con poco humor. Cada vez más, el tema de los géneros resulta una cosa tediosa y agotada. No sólo una misma escena puede contener un instante profundamente dramático que se vea intervenido por el absurdo, sino que incluso, una misma escena podría ser considerada divertida para alguno y dramática para otro.

¿Qué hacer, por ejemplo, con esa escena en la que Randi y Lee se encuentran e intentan hablar? ¿Qué hacer con ese momento en el que ni ella ni él pudieron articular una frase completa? ¿Qué hacer con esas interrupciones, nerviosismos, balbuceos de ambos? ¿Debemos considerar que estamos antes una escena fallida, o divertida o, a fin de cuentas, profundamente humana y real? Esa circunstancia dolorosa no resulta en un despliegue magistral de palabras sublimes de perdón y redención tal como lo entendemos en el sentido clásico; no, lo grandioso del diálogo está en las tres o cuatro palabras claves que logran decirse Lee y Randi entre un balbuceo y otro. Allí, para mí, hay arte. ¿Por qué? Porque la escena tal como nos fue presentada se sale del lugar común, de las grandes frases gastadas, porque fue tan real como pudo haber sido en la realidad y porque a través de una reelaboración de una posibilidad de lo real logra una belleza artística inusitada y al mismo tiempo conmovedora.

Quizás, me digo, el arte se acerca a lo perfecto cuando comienza a comprender que la vida, precisamente, resulta todo lo contrario a esa perfección.

Y eso es todo.

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