Cultura

Cabrujas cumple años y es un crítico cada vez más necesario

Este 17 de julio se cumplen 83 años del nacimiento de José Ignacio Cabrujas, uno de los escritores más notables de la segunda mitad del siglo XX venezolano. No había alcanzado a los 60 cuando murió, pero este intelectual dejó un vacío que todavía respira a medias en las calles de un país muy diferente al que él desnudó con su implacable pluma.

Fotografía: Vasco Szinetar
Publicidad

Cabrujas fue tal vez la mejor definición para personificar a un hombre de teatro, social y políticamente hablando, sus predicciones y columnas de opinión entre entrevistas y textos públicos hoy en día son tan vigentes y concretas que pareciera que alguien le sopló al oído lo que iba a pasar con este “maldito país”, así como lo escribía en El Nacional en diciembre de 1980. “Uno debe amar este maldito país. Uno debe amar esta mierda de país. Hay que amarlo para poder tener el coraje de hablar mal y no hablar mal por un estado enfermizo de la persona. Quiero un país con humor, donde se pueda hablar mal del gobernante y de quien lo eligió, que tengamos el derecho a detestar y a querer al presidente”.

La decisión de ser escritor la tomó cuando leyó Los miserables de Víctor Hugo, y el teatro lo conoció gracias a su padre y los cantantes de ópera que se desplazaban en los escenarios que visitaban. Adscrito a la generación del 58, atento a una revolución social, se asoció al garaje del comunismo durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Cabrujas nos dejó el 21 de octubre 1995, y dejó un vacío impenetrable, una necesidad de que hoy viviera para explicarnos esto.

El país según Cabrujas

Así como su recordado personaje Pío Miranda abordó la ideología en medio de la frustración y el fracaso, Cabrujas la asumió porque “vivía en Catia, porque mi padre era un sastre, un obrero, porque había necesidades en mi casa y porque yo entendí que el comunismo prometía una solución, una redención humana” (Tiempo real, Universidad Simón Bolívar, 1979). Hasta que se dio cuenta de que los comunistas eran una mezcla de hombres pobres, pero honrados; un hombre “rabiosamente bondadoso”, según expresó en aquél año.


Se tildó de historiador frustrado, porque sus propios personajes comenzaron a parecerse demasiado al país entre fracasos y fracasados, entre modelos de revolución fallidos, entre revoluciones que erróneamente se consideraban absolutas. Y ese teatro de diagnóstico sirvió como catarsis desde sus primeras obras: Los insurgentes, 1956-1962; Juan Francisco de León, 1959; y En nombre del Rey, 1963 hasta las Profundo, 1971; Acto cultural, 1976; El día que me quieras, 1979; y El americano ilustrado, 1986.

¿Cabrujas en una dictadura?

Al presente, además de la constante reinterpretación de sus obras por el gremio, amigos, conocidos, admiradores y variantes, su presencia se solidifica cuando se evidencia como su afán en denunciar los procesos sociales que afectan al hombre contemporáneo transgredieron las tablas del teatro. El hombre de “La Santísima Trinidad” expuso las ideologías de moda para que colapsaran ante la realidad, mostró a los fracasados en la intimidad del hogar para incorporar un presente más allá del hecho histórico. Así halló en las utopías futuras y estancadas una excusa para contarse a él y a Venezuela.

“Yo nunca he podido imaginarme a mí mismo en un país donde no se pueda decir lo que uno quiera, porque yo creo que la persona que escribe teatro debe hacerlo para subvertir, transgredir y molestar, no para complacer. Por eso digo que no sé qué haría en una dictadura” (El Universal, Caracas, 1983).

Cabrujas en el 2017

Cabrujas se adentró en unas de las escasas interrogantes que hace el teatro venezolano sobre el comportamiento del liderazgo democrático ante la insurrección. Si bien sostenía que ante una dictadura su posición no cabría en conjeturas, sus propias obras y personajes infieren y reafirman muchas de sus posturas y acciones de seguir físicamente presente en la era del socialismo de Chávez y de las coreografías de salsa entre Maduro y la primera dama.

Si hay un conjunto discursivo que ejemplificó esa posible postura claramente fue el que se formó con Profundo, Acto cultural, El día que me quieras y El americano ilustrado.

El último montaje de El día que me quieras se presentó en el Trasnocho Cultural de Paseo Las Mercedes con una nueva temporada bajo la dirección de Héctor Manrique.

Cabrujas decidió apartarse de los intermedios para crear un mundo en donde las creencias nacionales más arraigadas se tropezaran con sus errores e imposibilidades. La confrontación de sus personajes con la realidad es inevitable, al igual que la desarticulación social e individual que se mantiene décadas después; Carlos Gardel, Pío Miranda y sus consanguíneos lo demuestran a sala llena en las tablas de Caracas cada vez que se reponía el espectáculo.

En esa confrontación con el proceso social de Venezuela, su retórica y acción política, se encuentran las dudas y obsesiones de Cabrujas, quien creía que la sociedad tenía más elementos postizos que reales, y que nuestra noción de Estado aparecía como un truco de magia, de un sombrero.

Una mentira general

“La sociedad, en el sentido de grupo humano que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en una mentira general, en un vivir postizo (…) Voy a aparentar esto o lo otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía ¿De dónde sacamos nuestras instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un sombrero. (El Estado del disimulo, 1987).

Sus metáforas teatrales escenificaron el país que Venezuela fue versus el que creía ser dentro de una cotidianidad más que reconocible en la sociedad venezolana del siglo XX. Asimismo, en declaraciones sobre su militancia comunista, Cabrujas comparaba ese ideal de bondad y de redención humana con un estado de ignorancia y fe marchita, una especie de moral en crisis que Pío Miranda representa como pocos personajes del teatro nacional.
El campamento y sus huéspedes

Una de los pronósticos más acertados y recordados del dramaturgo traspasó los tiempos remotos en donde los residuos del caudillismo del siglo XIX hostigaban un futuro no muy distinto al que presenciamos. “El concepto de Estado en Venezuela es apenas un disimulo” un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”, indicó Cabrujas.

El escritor comparó a Caracas con una especie de campamento que evoluciona para convertirse en un hotel, y para él esa fue la mejor noción de progreso que hemos tenido, uno bastante mediocre en donde apenas somos huéspedes. “Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible. Podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos (Cabrujas en El Estado del disimulo).

Estado es gobierno de turno

Cabrujas llegó a una conclusión que vale la pena recordar, y es la percepción de la leyes como algo separado de la rutina en sociedad, de ahí que la corrupción se haga costumbre y que el venezolano se aboque a defenderse del Estado mientras intenta diferenciar entre la moral y la cívica, en medio de un progreso que no es tal, que simplemente “engorda” pero no evoluciona. “En Venezuela el Estado es el gobierno, y concretamente el gobierno de turno”, recuerda.

En el 2017 puede que aspirara a que los venezolanos dejaran de concebir al presidente como un señor que arregla problemas por obra del “Espíritu Santo”, un ser definitivo que promete un país nuevo como si se tratara de publicidad para televisión. Sin embargo, los gobiernos que terminan por identificarse en “épocas” o “eras” recuerdan que no hay nada nuevo en la promoción del Estado, y que los fracasos de sus personajes continúan permeando un país donde el teatro y la realidad se superponen para enfrentar una doble moral.

Es así como el vacío de la conciencia que critica y opina a través del arte, sin miedo a herir susceptibilidades o morales institucionales, Cabrujas lo sigue llenando con aquellas diatribas y obras que se adhieren a un presente que todavía se apoya en los próceres para justificar “cualquier arbitrariedad”.

El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos por el estilo”, José Ignacio Cabrujas.

(Este artículo de Romhy Cubas fue publicado por primera vez en marzo de 2017)

Publicidad
Publicidad