De Interés

Mundo perdido

Aceptar. Que pasen los días, las semanas, los meses. Que cambien los años, los lustros, las décadas. Que el milenio se adentre. Que la historia siga, y que uno haya dejado atrás.

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FOTO: AP

Scott Fidzgerald decía que uno no era, a fin de cuentas, desde nacer hasta morir, sino un extraño solitario. Y supongo que a nosotros nos tocó ese rol en primera fila.

Aceptar que aquel país que uno tiene en su memoria y nos hizo, ha cambiado tanto que no necesariamente ese recuerdo encaja en el presente en el que tu patria fue a parar.

No somos únicos. En Europa del Este y el Oriente próximo se cansaron de perder su identidad madre. Los jodió el nazismo, el comunismo, el fanatismo religioso. La guerra, el mundo bipolar, el petróleo. Sus países se hicieron, rehicieron, destruyeron, cambiaron de borde, de leyes, de sistema político, sin consultar a nadie. Sin importar si destruían o no el espíritu de esa gente que amaba esa tierra.

También los ciudadanos de países que habitan territorios incólumes, funcionales, por el que no han pasado hecatombes, extrañan un pasado que ya no reconocen en los días que viven y que sólo habita su imaginario.

Y si no miren a Trump, junto a millones, luchando por una nación que quedó décadas atrás, y que aunque sigue existiendo, ya no es hegemónica de esta cultura.

O al fanatismo musulmán, que persigue a los traidores que han impedido establecer el orden de su Dios, aunque ese orden nunca se haya conocido.

Pareciera que, por unas razones u otras, todo estamos destinados a extrañar un mundo perdido.

Algunos de nosotros, tenemos pruebas, perdimos un mundo que sí existió, y de cuya esencia seguimos siendo espejo. En esa entelequia, vaya acto de fe, seguimos creyendo. Aunque la realidad, las noticias, la distancia, la escasez, el totalitarismo, los presos políticos y el hastío, se cansen de darnos cachetadas.

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