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La explotación del medio ambiente provocará más epidemias

Bajo el hielo de los polos, en lo profundo de la selva, en los bosques y en las entrañas de la fauna silvestre está la amenaza latente: y la explotación irracional del ambiente la empuja a salir. La relación de la humanidad con la naturaleza hace brotar a virus y bacterias de alta peligrosidad. Y lo que nos falta por ver

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Los pastores de renos en el ambiente de tundra amarillenta de la Península de Yamal, al norte de Rusia, fueron sobrecogidos por la fiebre y los vómitos de sangre. Veinte personas fueron infectadas y hospitalizadas. Un niño de doce años falleció. Era ántrax.

El verano del 2016 –cuando sucedió la epidemia– azotó a aquella región ártica tan cercana al Polo Norte con una ola de calor hasta llegar a los 35 grados centígrados: una anomalía.

Con el aumento de la temperatura, el permafrost -la capa de suelo congelada permanente- se replegó y dejó expuesto el cadáver de un reno muerto hacía casi ocho décadas. Desde las entrañas antiguas y descongeladas vino el ántrax. Pronto, el Kremlin desplegó soldados preparados para conflictos biológicos. No había un brote en la región desde 1941.

La Península de Yamal acababa de presenciar la primera instancia del abanico de epidemias que el mundo resultante de la devastación ambiental y el cambio climático nos promete: un mundo de mares sofocados de plástico, selvas taladas, aire cancerígeno y ríos turquesas y coral repletos de mercurio. Un mundo tóxico.

Los virus zombies, escondidos bajo el permafrost, esperan su liberación de las prisiones polares por parte del mundo invernadero: en 2018, por ejemplo, un grupo de científicos descubrió fragmentos de ácido ribonucleico de la gripe española de 1918 (la más mortífera pandemia en la historia humana) congelados en cadáveres en fosas comunes siberianas.

Bajo el hielo

En 2005 científicos de la NASA revivieron bacterias que habían quedado congeladas en una laguna de Alaska hace 32.000 años: cuando los mamuts aún recorrían la zona. Luego, en 2007, otros científicos lograron revivir una bacteria de ocho millones de años de edad congelada en el hielo de los glaciares de la Antártica. En 2014 la hazaña se repitió de nuevo en Siberia: dos especies de bacterias, bajo la tundra costera, fueron revividas por el biólogo Jean-Michel Claverie.

“Como consecuencia del deshielo del permafrost”, dicen los científicos Boris Revich y Marina Podolnaya en un estudio del 2011, “los vectores de infecciones mortíferas del siglo XVIII y XIX podrían retornar, especialmente cerca de los cementerios donde las víctimas de estas infecciones fueron enterradas”.

Con el deshielo del cambio climático -el permafrost que retrocede y los glaciares que se despedazan- una caja de Pandora de virus y enfermedades prehistóricas podría desatarse sobre la tierra.

No todas las bacterias pueden sobrevivir congeladas. Solo aquellas que forman esporas: pero muchas de estas son peligrosas, como la del ántrax, la del tétano y la del botulismo.

Más preocupante: algunas bacterias podrían ser naturalmente inmunes a los antibióticos. En 2016, se comprobó que unas bacterias encontradas en la cueva de Lechuguilla en Nuevo México -aisladas desde hace 4 millones de años- eran inmunes a 70% de los antibióticos.

Que un virus prehistórico jamás haya estado en contacto con antibióticos, lo cual podría resultar en una falta de resistencia a estos, no es garantía de nada. Además, con el calor el Norte se hará más susceptible a brotes de enfermedades sureñas: un futuro de veranos plagados de malaria y zika en Nueva York y Boston.

Mientras tanto, las emisiones globales de dióxido de carbono -que calientan al planeta- aumentaron 0,6% en 2019 y Donald Trump continúa con su proyecto de abrir el Refugio Nacional de Vida Silvestre en el Ártico (hábitat virgen de osos polares y caribúes) para la explotación por parte de petroleras y empresas de gas.

¿Venganza del ambiente?

Las epidemias resultantes de nuestra bacanal destructiva en el medio ambiente no solo provienen del cambio climático sino también de la deforestación y el tráfico de fauna silvestre. El consumo indiscriminado, la medicina alternativa y los deseos excéntricos por mascotas nuevas han resultado en una cornucopia de enfermedades zoonóticas (es decir, transmitidas de animales a humanos).

La demanda por animales y sus partes se ha encargado de esparcir todo tipo patógenos: aunque la compra y venta internacional de vida silvestre está regulada por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres desde 1973, buscando prevenir el comercio de unas 5.000 especies de animales y 28.000 de plantas, todos los días se trafican ilegalmente millones de especies.

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De hecho, con un valor entre los 7 mil millones y 23 mil millones de dólares, el mercado negro de fauna silvestre es el cuarto crimen mundial más lucrativo luego de las drogas, el tráfico humano y el tráfico de armas según el Foro Económico Mundial.

Aun más lamentable: la mayoría de estos especímenes mueren antes de llegar a posibles compradores. Según un estudio publicado en la revista Science, cerca de 5.600 especies son traficadas internacionalmente (un quinto de las especies de vertebrados) y el número podría ir en aumento pues el tráfico de una especie suele llevar al de sus primos evolutivos.

Además, cuando la demanda es alimenticia o médica, la insalubridad reina: los animales -transportados vivos- suelen compartir los mismos espacios y ser asesinados con los mismos utensilios y las mismas manos sin lavar. Un foco de zoonosis accidental.

Dos casos ejemplares de las consecuencias desastrosas del tráfico de fauna y el contacto con esta son las enfermedades causadas por cepas de coronavirus previas al SARS-CoV-2: el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) -que apareció en 2002 en la región china de Yunnan, desatando una epidemia y expandiéndose a otros países- y el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) que fue identificado en Arabia Saudita en 2012 y posteriormente ocasionó grandes brotes en Corea del Sur en 2015 y en Arabia Saudita en 2018.

En 2006 científicos chinos descubrieron que el origen del SARS (que en 2002 ocasionó 774 muertes) se encontraba en la civeta de palmera asiática (Paradoxurus hermaphroditus) -un familiar distante de las hienas- que a su vez se había infectado por los murciélagos y posteriormente era vendida como alimento en los mercados de Yunán.

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El MERS, mientras tanto, se rastreó hasta los líquidos nasales de los camellos dromedarios. El Ministerio de Agricultura de Arabia Saudita aconsejó evitar el contacto con los camellos y usar máscaras al respirar cerca de estos. En desafío al gobierno varios ciudadanos sauditas besaron a sus camellos.

Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) del gobierno estadounidense, alrededor de 75% de las enfermedades infecciosas emergentes tiene origen animal. La CDC advierte que cerca de 60% de los patógenos humanos son zoonóticos.

Sumemos los virus sin descubrir y la amenaza podría ser peor: según el Global Virome Project, centrado en la prevención de pandemias y el desarrollo de soluciones para estas, podría haber 1,67 millones de tipos de virus no descubiertos en la fauna silvestre y casi la mitad de estos tendría potencial zoonótico.

De acuerdo a un estudio realizado por diferentes institutos y escuelas en Reino Unido, Kenia y Vietnam en 2012 -es decir, antes de la Covid-19-, 13 enfermedades zoonóticas infectan a 2,4 mil millones de personas y matan a 2,2 millones al año.

Las enfermedades zoonóticas no existen solo en mercados del Sudeste asiático o en la profundidad de las selvas suramericanas. Algunas ni tienden a asociarse con animales: según nuevos estudios, el VIH (el virus causante del sida) hizo su brinco zoonótico desde una población de chimpancés infectados hacia la sangre de un grupo de cazadores congoleses a principios del siglo XX antes de esparcirse por una serie de amplificadores en África y Haití para finalmente reventar, ochenta años después, en la comunidad gay de San Francisco, Nueva York y Los Ángeles y de allí esparcirse al resto del mundo.

Los virus bajo las selvas

La deforestación de las selvas, alterando una profundidad verde que es tan feroz como prístina, también ha servido de catalizador para toda suerte de virus tropicales.

“Tú vas a un bosque y sacudes los árboles”, dice el escritor científico David Quammen, autor del libro Spillover sobre epidemias zoonóticas, en una entrevista con NPR, “y literalmente y figurativamente se caen los virus”.

Según un estudio de 2019 hecho por dos científicos estadounidenses que analizaron los brotes de malaria (también conocida como paludismo) y la deforestación en el Amazonas brasileño, un incremento de 10% de deforestación lleva a un incremento de 3,3% de transmisión de malaria en promedio.

Fragmentado el bosque y liberados los mosquitos que habitan en su profundidad virgen, se crean nuevos espacios abiertos que permiten mayor acumulación de agua: los mosquitos, hasta entonces aislados del hombre, se reproducen más rápido en este ambiente. Y las aldeas y los rancheríos se infectan.

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El virus Nipah es otra enfermedad zoonótica, sin cura ni vacuna, gestada en las selvas del trópico. Aunque es prácticamente inofensivo en su especie original, los zorros voladores (Pteropus vampyrus), una especie de murciélago gigante y frugívoro del sudeste asiático, el virus puede ser devastador para el ser humano.

A finales de 1998 -creen los científicos en cuanto al origen de la epidemia- un zorro volador infectado dejó caer una fruta masticada en una pocilga de puercos selvática. Los puercos se infectaron y transmitieron el virus a los aldeanos. De 266 personas infectadas (una en Singapur), 105 murieron y muchas otras quedaron con trastornos neurológicos permanentes. Desde entonces, ha habido más de una decena de epidemias en Malasia, Singapur, Bangladesh y la India.

En Australia el virus Hendra -de la misma familia viral que el Nipah- ha cobrado la vida de por lo menos cuatro personas y muchísimos caballos desde su primer brote en los años noventa. Los científicos estiman que la mortalidad de humanos infectados con el virus Hendra es de 60%.

¿Su origen? La expansión suburbana hacia el ambiente selvático del este de Australia, atrayendo a los zorros voladores hacia jardines domésticos y pastizales. Una vez infectados los caballos, estos han amplificado el virus hacia los humanos.

Los brotes en Australia son cada vez más comunes: “es cuestión de tiempo”, dijo Jonathan Epstein de EcoHealth, una organización neoyorkina que estudia las causas ecológicas de las enfermedades, en una entrevista con el New York Times en 2012, “para que venga la cepa correcta y eficientemente se expanda entre la gente”.

Probablemente el caso más conocido de una epidemia selvática es el Ébola: una fiebre hemorrágica de África transmitida por murciélagos de la fruta y amplificada por otras especies de las selvas lluviosas de países como Sudán del Sur, Congo y el África Occidental.

Hasta 1976 el virus solo afectaba a especies de este ambiente. Luego sucedió la primera epidemia en el hombre. Desde entonces ha habido alrededor de cuarenta epidemias. La de 2014 fue la más severa y conocida: con una tasa de mortalidad humana cercana a 70%, fallecieron casi 11.323 personas.

Una vez más la deforestación tropical -y el desbalance de ecosistemas, fauna y bacterias que esto implica- parece estar detrás de esta enfermedad desconocida hasta hace cuatro décadas: de acuerdo a un estudio publicado en la revista Nature en 2018, el Ébola es más propenso a atacar aldeas cercanas a áreas deforestadas en los dos años previos. De 27 epidemias analizadas, 25 estaban relacionadas con la deforestación.

Los biólogos usan el término “servicios del ecosistema” para definir los recursos y procesos de los ecosistemas naturales que benefician a la raza humana: por ejemplo, que los tuqueques se coman a las arañas e insectos en nuestras casas, que las flores nos provean medicinas y que las aves, abejas y murciélagos polinicen a las flores y dispersen ls semillas de las frutas.

Lamentablemente, nuestras irrupciones poblacionales o extractivas pueden destruir estos sistemas auto-regulados y causar consecuencias desastrosas.

Por ejemplo, la enfermedad de Lyme, común en la costa este de Estados Unidos y transmitida por ninfas de garrapata (y por ende común en los ratones y sus nidos), que es un producto de la expansión del desarrollo humano hacia los bosques norteamericanos: con la desaparición de los depredadores que la regulan (zorros, búhos, halcones y lobos), la población de ratones patas blancas (Peromyscus leucopus) y sus reservas de ninfas se ha disparado.

No muy eficaces al asearse (una ardilla gris o un rabipelado erradican 90% de sus larvas mientras que el ratón patas blancas solo la mitad), la sobrepoblación de ratones trajo consigo una sobrepoblación de larvas infectadas y, por ende, brotes de la enfermedad de Lyme.

Otro ejemplo fuera del trópico: el virus del Nilo Occidental (familiar del zika, dengue y la fiebre amarilla), original en los mosquitos, se transmitió a aves africanas. Pero allí no paró su expansión: de África, llegó a Estados Unidos en 1999 y se reprodujo fácilmente en el mirlo americano (Turdus migratorious), un ave común de las granjas y jardines del continente norteamericano. Pronto esta ave se convirtió en un “súper esparcidor” del virus del Nilo Occidental.

Desde entonces se han reportado muertes en todo Estados Unidos con la excepción de Maine, Alaska y Hawái: veinte años después de su llegada y esparcimiento, el virus del Nilo Occidental cobra la vida de alrededor de 130 estadounidenses cada año.

Así, el origen de un virus en algún rincón de las selvas africanas o asiáticas no es garantía para los países distantes al centro de la epidemia: el dengue -tan común hoy en América Latina y Asia, cobrando alrededor de 40.000 muertes al año- se originó en los mosquitos patas blancas, nativos de África. El comercio de esclavos durante el período colonial se encargó de su expansión.

El sur en peligro

Venezuela, con un sistema de salud severamente afectado por su crisis humanitaria, tampoco está exenta de la amenaza de nuevos brotes epidemiológicos originados en otras especies: con la irrupción minera en las selvas y ríos de Guayana, iniciada en 2016 después de que Nicolás Maduro anunciara un Arco Minero del tamaño de Suiza sobre la cuenca del Orinoco (el peor ecocidio de nuestra historia, según conservacionistas), más la reaparición de la fiebre amarilla a finales del 2019 y un aumento de 776% de la mortalidad por malaria desde el 2010 según la OMS.

Aunque claramente dichas situaciones han sido exacerbadas por el colapso del sistema de salud y la sanidad pública, la agresiva irrupción extractiva en ecosistemas prístinos del sur del país podría influir.

Además, en una nación donde es común tener a loros amazónicos y guacamayas de mascotas (especies protegidas por la Ley de Protección a la Fauna Silvestre de 1971 y su Reglamento de 1999), el tráfico de fauna silvestre abunda: según la bióloga Marianne Asmussen, esta actividad económica ilegal generaba en Venezuela al menos 321 millones de dólares anuales en 2015.

Mientras tanto, las poblaciones de guacamayas ya se encuentran en el estatus de “casi amenazadas” y la población de cardenalitos, una pequeña ave endémica, ha quedado reducida a menos de 20% de su área original debido a su comercialización.

Según Quammen, el autor de Spillover, las epidemias de patógenos zoonóticos parecen ser cada vez más frecuentes. “Desde 1960 ha habido un número de estos derrames de patógenos, usualmente virus, de fauna silvestre a humanos”, dijo en una entrevista con NPR: “Mientras nos volvemos más abundantes, consumimos más. Viajamos más. Estamos perturbando ecosistemas salvajes, entrando más en contacto con animales salvajes. Así que, sí, estos derrames se están haciendo más abundantes. Y cuando pasan, algunos de ellos se están volviendo más catastróficos”.

La pandemia del tráfico de fauna

El SARS-CoV-2, al igual que los otros tipos de coronavirus, no parece ser la excepción.

El origen del nuevo coronavirus -cuyos primeros casos vienen del mercado de Wuhan, donde se venden decenas de especies de vida silvestre diferentes- está por confirmarse. Las investigaciones científicas apuntan a una reserva original en los murciélagos que habría brincado a otra especie de animal y de allí se habría amplificado hacia el ser humano, iniciando la pandemia.

Entre los candidatos a responsable -por los virus similares que suele llevar y por una serie de investigaciones iniciales que aun no han dado respuestas concretas- figura el pangolín (Manis sp.), un mamífero escamoso asiático y africano, similar a un armadillo, que está en peligro crítico de extinción.

De hecho, según National Geographic, el pangolín es el mamífero más traficado del mundo: son cocinados y consumidos en China, Vietnam y África Occidental y sus escamas son usadas en la medicina tradicional china.

En febrero, ante la epidemia que azotó a Wuhan, la legislatura china prohibió permanentemente la compra, venta y consumo de vida silvestre para evitar más enfermedades zoonóticas.

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Antes la ley permitía la cría y venta para el consumo de 54 especies de vida silvestre: entre estas figuran los avestruces, el cocodrilo siamés, el diamante cebra y los visones. Claro, sin contar las decenas de especies vendidas, criadas y consumidas ilegalmente.

La venta y compra de especies amenazadas chinas ya estaba prohibida por la Ley de Protección de la Vida Silvestre pero su aplicación era laxa y tenía muchas lagunas.

Y hay que considerar aquí el elemento económico: la industria china de la carne silvestre se valora en más de 7 mil millones de dólares según Nature y la industria de cría de vida silvestre en 74 mil millones según un reporte de 2017 de la Academia China de Ingeniería. Así, el peso económico ha evitado su prohibición.

Ya en 2003, durante la epidemia del SARS, China había aprobado una prohibición más estricta pero esta no fue permanente y el comercio se disparó una vez terminada la epidemia.

El «efecto» China

Estas medidas son parte de la contradicción china; de la repetida ambición de Xi Jinping y el Partido Comunista Chino de hacer una “civilización ecológica” mientras el sistema médico estatal promueve la medicina alternativa china (conocida por su uso de partes de animales, como caballitos de mar secos y penes de tigre, que creció 20% en 2017) y el gobierno la expande en ultramar con la construcción de 57 centros de medicina alternativa en ciudades árabes y europeas como parte de la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda para expandir su influencia internacional.

En octubre de 2018 China anunció que revertiría su prohibición de comercializar cuernos de rinocerontes y huesos de tigre que estaban en vigencia desde hacía veinticinco años. Tras duras críticas internacionales, incluyendo a las Naciones Unidas, China se echó para atrás en noviembre.

Aun así, el empresariado chino de las granjas de tigres y rinocerontes continúa presionando a Beijing para que abra el comercio regular de las partes de estos animales, las cuales venden actualmente en el mercado negro.

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Según la activista protectora de los tigres Debbie Banks, entre 5.000 y 6.000 tigres viven en condiciones grotescas en estos criaderos. En perspectiva, solo quedan aproximadamente 3.900 tigres en sus hábitats naturales.

Aunque encuestas recientes demuestran que en China ha habido un incremento de 10% en oposición al consumo de vida silvestre (52% se oponen ahora), la práctica aun es común es en el sur y en zonas rurales.

La Covid-19 tampoco ha sido advertencia suficiente: a un mes de ilegalizar el comercio y consumo de vida silvestre, el gobierno chino recomendó una inyección de bilis de oso negro asiático para tratar al nuevo coronavirus.

Es apenas una parte de una lista de remedios recomendados por la Comisión Nacional de Salud china que incluye también una píldora tradicionalmente hecha de cuerno de rinocerontes pero que ahora se hace con cuerno de búfalo por la prohibición china sobre esa especie amenazada. Aun así, el comercio de las píldoras de cuerno de rinoceronte sigue existiendo en el mercado negro.

Un replanteamiento civilizatorio

Ante la creciente amenaza de pandemias y epidemias locales, las políticas globales en cuanto a la emisión de Co2 y químicos nocivos, la deforestación, el tráfico de fauna silvestre y la protección de especies amenazadas deben modificarse para permitir más cooperación internacional, un cumplimiento más estricto, protecciones más vastas y una ejecución más eficaz.

Hay que establecer y desarrollar nuevos convenios, nuevas metodologías y mayores colaboraciones entre gobiernos, organizaciones no gubernamentales y cuerpos internacionales como la Organización Mundial de la Salud, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (además de la creación de su propuesto, y necesario, reemplazo: la Organización de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente).

Pero, aun más significativo, nuestra civilización necesita de ciudadanos más conscientes que le exijan nuevas políticas a administraciones activamente anti-ambientales como lo son las de Maduro, Trump, Jinping y Bolsonaro, mandatarios que se han lanzado en una cruzada extremista para replegar leyes conservacionistas existentes, desestimar convenios internacionales o calificar de “eco-terroristas” o “comunistas” a los movimientos por el medio ambiente.

En cuanto a China, por ejemplo, el investigador británico de tráfico silvestre Vicent Nijman ha propuesto reemplazar el sistema actual de comercio de vida silvestre por la cría en cautiverio estrictamente monitoreada de ciertas especies. Esto excluiría a especies de alto riesgo, como los murciélagos, y a especies amenazadas como los tigres y los pangolines, que necesitarían de una política de protección más estricta y activa por parte del Estado.

La legalización del comercio de estos animales -siguiendo la lógica de la propuesta de legalizar las drogas y acabar con los peligros del narcotráfico- significaría, en su narco-equivalente, la eventual extinción de la ‘coca’ y el ‘opio.’ Además, estas reformas incluirían la implantación estricta de reglas de sanidad e higiene.

De igual forma, el gobierno chino y las instituciones académicas deben trabajar por reformar la medicina china alternativa, sea promoviendo la medicina científica entre la población o purgando a la medicina alternativa de componentes que incrementen la demanda mundial por especies como el jaguar, el oso negro asiático o el rinoceronte.

Globalmente debe reformarse la nueva frontera extractiva que está reemplazando las selvas de Indonesia y las ciénagas del estado Zulia (Venezuela) con la palma de aceite, que está rompiendo las montañas peruanas por cobre o que ha transformado a la meseta guayanesa en un ambiente venusiano de oro y cobalto ensangrentado.

Las políticas públicas deben implantar nuevos métodos sanitarios o de control del comercio de vida silvestre que involucren más participación de las fuerzas de seguridad del Estado o de instancias que pongan en práctica soluciones ingeniosas y económicas: en Bangladesh, por ejemplo, se descubrió que el virus Nipah estaba brotando por la visita de murciélagos a los contenedores que recogían savia de palmera datilera (una bebida local). La fuente de la epidemia se controló cuando se le agregaron pantallas de bambú (que cuestan 8 centavos cada una) a los contenedores.

Esta es la encrucijada de nuestros tiempos: por un lado, continuar el consumo y la tala indiscriminada y con ellas los brotes epidémicos. Por el otro, atacar el tráfico de fauna silvestre y recapacitar sobre nuestras políticas extractivas para garantizar el bienestar como especie.

“Lo que hagamos con nuestra ecología depende de nuestras ideas de la relación hombre-naturaleza”, decía el historiador Lynn White en 1967 al examinar las raíces medievales y religiosas de nuestra destrucción del ambiente: “Más ciencia y más tecnología no nos van a sacar de la actual crisis ecológica hasta que consigamos una nueva religión, o repensemos la antigua”.

Las epidemias y pandemias devastadoras seguirán brotando desde las selvas lluviosas, los mercados de fauna exótica y el permafrost en repliegue hasta que replanteemos las mentalidades, ideologías y sistemas que rigen nuestra relación con la naturaleza de soberano ilimitado de ella y pasemos a conceptos más democráticos en cuanto a los derechos e interconexiones de todos los seres vivos, para lograr un gran viraje civilizatorio hacia roles más saludables y ecológicamente sustentables dentro de la gran explosión de vida organizada que es el planeta azul.

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