El próximo 14 de Agosto se cumplirán 20 años desde que Richard Páez ganó su primer partido dirigiendo a la selección venezolana. Este hito dio inicio a lo que se conoció como “boom vinotinto”. Fue el triunfo de la perseverancia y convicción; de un hombre que logró unir al país bajo un solo color. Esta es la historia detrás de esa victoria
Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas:
no han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Avanti.
Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)
Richard Alfred de Mayela Páez Monzón supo competir desde el día que nació en la ciudad de Mérida, abrazada por las montañas andinas. Al llegar al mundo, lo esperaban 3 hermanos y después de él llegarían otros 8, para completar la docena de varones del matrimonio Páez Monzón. La figura de Dora Alicia, su madre, sería fundamental para controlar a los 12 hermanos en un hogar inquieto, repleto de juegos en el amplio patio de la casa. Todos fueron bautizados con nombres ingleses y, a partir del segundo, completan su nombre extranjero con “de Mayela”, por San Gerardo de Mayela, el patrono de las embarazadas, como una ofrenda luego del primer parto difícil de doña Dora Alicia. Su padre Guillermo, psiquiatra, trabajaba en Maracaibo, y la única mujer de la casa tuvo que multiplicar su carácter para mantener el orden y la cordura.
La mudanza a Maracaibo lo descubrió jugando béisbol, como la mayoría de los niños venezolanos, a escondidas de los padres jesuitas, en los patios de recreo del colegio Gonzaga. Los curas vascos fomentaban el fútbol y ahí se le “incrustó ese virus contagioso”, dice. En esa etapa de su vida aprendió la disciplina y moldeó su personalidad combativa; se enfrentaba a los curas pero lo querían por su talento para patear la pelota. Reconoce que durante la primaria fortaleció el temperamento y la paciencia para alcanzar objetivos.
Regresó a Mérida, en la adolescencia, porque sus hermanos mayores estaban por entrar a la universidad. Su padre inauguró la dinastía de los Páez en la Universidad de Los Andes (ULA), por donde pasaron todos sus hijos y se hicieron profesionales. En la cancha de Lourdes, frente al liceo Libertador, donde hizo la secundaria, empezó a mostrar su talento y a despertar comentarios por su ductilidad en el manejo del balón y su precisa pegada. Su amigo de la infancia, Luis Felipe Téllez, lo recuerda como un muchacho “bastante tranquilo, bromista y muy responsable, que demostraba su carácter”. Cuando llegó su turno ingresó en la Escuela de Medicina de la ULA y un año después se iniciaría la carrera que el país conoce. Una vida dedicada al fútbol y a la enseñanza. Una vida diferente a la de la mayoría de los futbolistas pero, como cualquiera, con victorias y derrotas.
Richard debutó profesionalmente en Estudiantes de Mérida, una tarde de 1971, con apenas 18 años. Tuvo la fortuna de jugar el día que se inauguró el estadio “Guillermo Soto Rosas”. En el ambiente festivo había un grupo de porristas y entre ellas divisó a “la más linda”. La mujer que elegiría como compañera de vida: Lidys Yajanira Gómez. Entrenaba de lunes a viernes, asistía a clases y paseaba de la mano con Yajanira por las amables calles merideñas. Estudiaba en el bus que trasladaba al equipo a otras ciudades y en modestas habitaciones de hotel antes de los partidos. Sus compañeros lo acompañaban, respetando su espacio, porque sabían que era el único, verdadero, estudiante de Mérida. El que hacía honor al nombre del cuadro. Terminó la carrera de medicina en 6 años, sin suspender ningún semestre ni aplazar materia. Formó parte de la “Promoción Walter Bishop” de 1977, confirmando que la disciplina y organización, aprendidos en su casa y con los curas jesuitas, no fueron en vano. Su amigo Téllez recuerda que “no era fácil, Richard trabajó mucho para hacer las dos cosas a la vez y terminó siendo uno de los grandes jugadores de este país”.
En el año 78 es traspasado a Portuguesa, el gran equipo de la época, por una cifra cercana a los 60 mil dólares, la transferencia más alta para un jugador venezolano. En Acarigua, ya casado con Yajanira, vivieron el nacimiento de su único hijo: Ricardo David, luego de un embarazo complicado por una incompetencia cervical que la obligó a permanecer casi 7 meses en reposo. Páez la reconoce como “una guerrera” que supo soportar su carrera de médico y futbolista por lo que no duda en afirmar que estuvieron hechos “a la medida del otro”. Jugó Copa Libertadores, vistió la Vinotinto Sub-20 y la mayor en once ocasiones. A los 28 años, en la plenitud de su carrera futbolística, jugando en el Deportivo Táchira y con una familia consolidada, decide colgar los botines. No escuchó las voces que le decían que continuara, aprovechando su experiencia y madurez. Decidió irse a Argentina a realizar un posgrado en Traumatología y Ortopedia en la Universidad de Buenos Aires. Su vocación pudo dominar a su pasión.
Instalado en la ciudad porteña, conoció al doctor Jorge Buttaro, médico de Independiente de Avellaneda. Buttaro, quien había sido el médico de la selección argentina durante el Mundial de Alemania en el `74, lo invitó a entrenar con el Deportivo Español pero apenas se enteró el jefe del Servicio, Dr. Salomón Schächter, le dijo: “vos acá no viniste a hacer fútbol, viniste a ser cirujano ortopedista exclusivo”. Desde entonces se entregaría a los libros hasta el final de su posgrado. Con su amigo Buttaro conoció la cancha de Independiente de Avellaneda, donde entendió la esencia del fútbol, la pasión en su máxima expresión. Se admiró con Bochini y se fascinó con los cantos de las hinchadas. Empezó a entender el fútbol como fenómeno social. Acostumbrado a las menguadas tribunas venezolanas, las porteñas fueron la chispa de un fuego interno que se prendió y aún mantiene sus brasas.
Al regresar a Venezuela, ya como traumatólogo y con 32 años, Páez se instala en Mérida con la idea de ejercer su profesión. Tenía 4 años sin jugar, pero fue el equipo de su alma mater, la Universidad de Los Andes, quien lo tentó para que volviera a las canchas. Con su calidad de mediocampista, se paró atrás como back central y le sobró para jugar en primera. A los tres meses vino el viento que avivó el fuego que se había prendido en Buenos Aires: despidieron al DT y la directiva le propone ser el técnico y jugador. Aceptó y en varios partidos tuvo una triple función: DT, jugador y médico del equipo. Algo nada habitual y que obligó a la Federación Venezolana de Fútbol (FVF) a reglamentar para impedir la doble función en el campeonato local. Hizo el curso de entrenador en Maracay, pero su obsesión por aprender lo llevó a transitar por nuevos derroteros.
En el 91 aprovecha su condición de traumatólogo y DT para coincidir con su colega en ambos oficios: Gabriel Ochoa Uribe, técnico del América de Cali y referencia en Sudamérica. Durante ese tiempo en Cali aprendió sobre vínculos, conducta y liderazgo, entendió la importancia de la planificación y metodología. Luego se fue a Medellín con Francisco “Pacho” Maturana, quien dirigía al Nacional. Se identificó más con el estilo de Maturana y fraguaron una gran amistad. El “Pacho” sería el nexo para que, años después, Páez pudiera llegar a Milanello, donde entrenaba el poderosísimo A.C. Milan dirigido por Fabio Capello. Enamorado de la forma de juego del campeón de Europa, conoció de primera mano la forma de entrenar y jugar de un equipo plagado de estrellas como Baresi, Maldini, Baggio, Vieira, Futre o Weah, entre otros. Continuó saciando su sed de conocimientos con Arrigo Sacchi, en un curso de espacialización, y observó los entrenamientos del Boca Juniors de Carlos Bianchi. Todo lo aprendido lo volcaría, definitivamente, en las canchas. Primero con su querido Estudiantes de Mérida, al que dirigió en 1999, y después en la selección nacional.
Luego de una exitosa Copa Libertadores con Estudiantes, en donde alcanzaron los cuartos de final, llegó la oferta para hacerse cargo de la selección Sub-23 en el Preolímpico que se jugó en la paranaense Londrina de Brasil y luego de eso tomó las riendas de la Sub-20 en el Sudamericano en Ecuador. El 15 de enero de 2001 le llegó el momento que había esperado por años. Fue designado, oficialmente, como el nuevo técnico de la selección de Venezuela. Luego de un pobre desempeño en la primera ronda del pre-mundial a Japón y Corea, fue cesado el técnico argentino Omar Pastoriza. Al rosarino se le reconoce su aporte en la profesionalización de una selección que se manejaba como amateur, pero no pudo plasmar ese crecimiento en resultados.
Una Federación, envuelta por un manto de trampas y corrupción, finalmente le abrió la puerta a Páez luego de insistentes pedidos de la prensa y los fanáticos. Esa FVF era presidida por Rafael Esquivel, quien fue re-elegido 10 veces en comicios hechos a su medida y terminó preso por el escándalo de corrupción conocido como FIFA Gate. Luego de ser arrestado, el 27 de mayo de 2015, por el FBI en Suiza, fue extraditado hacia Estados Unidos, donde negoció su libertad provisional y aceptó declararse culpable de los seis cargos que lo enfrentarían a una sentencia máxima de 20 años de cárcel. Esquivel cooperó con la investigación del FBI. Además de aceptar su culpabilidad, convino pagar 16 millones de dólares al fisco de Estados Unidos.
Se dice que Esquivel lo contrató para “quemarlo” y sacárselo de encima ante la reiterada frontalidad que exhibía Páez sobre las decisiones que tomaba al frente de la Federación. No hay cómo saberlo, aunque Páez cuenta que en la primera reunión que tuvieron el mandamás le dijo: “vamos a ver ahora, qué es lo tuyo”. Sabiendo que le entregaban un “fierro caliente”, Richard exigió que lo dejaran trabajar con sus condiciones, sin cuestionamientos. Reconoce que el presidente le cumplió y lo dejó asumir su liderazgo. Así llegó el día del debut. El miércoles 28 de febrero de ese 2001 serían recibidos por la selección de Argentina, dirigida por Marcelo Bielsa, que transitaba sin sobresaltos por la eliminatoria. El resultado fue categórico: 5 a 0 para la albiceleste. Nada había cambiado para los ojos de los espectadores. Pero adentro, entre ellos, sentían algo diferente. La selección se había animado a algo extraordinario: a ser protagonista. “Yo estaba convencido de que cuando nosotros tocábamos la pelota, el equipo rival tenía que defenderse. No era un concepto elaborado, era un concepto de fe”, dice Páez, y agrega: “A los primeros que tenía que convencer era a mis jugadores”. No existe ningún gran triunfo que no haya pasado por la derrota. Páez lo sabía y recordó el soneto más conocido de Almafuerte: “No te des por vencido, ni aún vencido…”.
Desde el comienzo, introdujo dos conceptos que repite hasta la saciedad: “irreverencia y sincronismo cognitivo”. Faltarle el respeto a la historia para cambiarla, por un lado. Por el otro, coincidencia y conocimiento. El lenguaje es un ejemplo de ese “sincronismo cognitivo” como la forma de ordenar pensamientos y experiencias, a través de la palabra. Simplificándolo al máximo, Richard Páez esperaba que sus jugadores tomaran la palabra y hablaran en la cancha un solo idioma, el mismo. Ni más, ni menos.
Como en todo proceso, el tiempo es un aliado o una daga. Dependerá de los apuros y la planificación. Un mes después Venezuela recibió a Colombia en San Cristóbal. Durante 83 minutos Venezuela dominó el partido y ganaba 2 a 0, pero no se lo creía. En 5 minutos Colombia logró empatar y el grito de victoria se atragantó otra vez. Como tantas veces, como casi siempre.
Quedaba un poco más de un mes para el siguiente partido en la altura de La Paz; el doctor Páez y su equipo trabajaban en la autoestima y convicción del grupo. Su visión iba mucho más allá de un resultado, tenía que conseguir una identidad, a eso apuntaba pero la paciencia jamás ha sido una virtud del mundo del fútbol. Al llegar a La Paz, horas antes del partido, sintieron la falta de oxígeno. La pretensión del DT de ser protagonista y tener la pelota se hizo imposible a más de 3.600 metros de altura. El cachetazo fue doloroso: 5 goles en contra que amenazaban con destruir el débil andamiaje que había logrado levantar el grupo que encabezaba Páez. Días después, una Copa América para el olvido -3 derrotas con 7 goles en contra y ninguno a favor- alejaban cualquier esperanza. Páez y su equipo se habían quedado solos con su convicción. Era un grupo enfrentado contra el mundo.
La tarde-noche del martes 14 de Agosto de 2001, Venezuela recibió a Uruguay por las eliminatorias al mundial de Japón y Corea. «Ya venían sonando voces desde la Federación que apuntaban a terminar con la etapa de forma abrupta, por los resultados en la Copa América de Colombia», recuerda Páez al diario Panorama. Podía ser el último día y todos lo sabían. Uruguay llegaba ganador, en su equipo habían varias figuras que jugaban en Europa y pasaban por un gran momento. La apatía y desconfianza se hizo sentir en las tribunas. Unas 9 mil personas llegaron hasta el estadio “Pachencho Romero” de Maracaibo, más para ver a Montero, Recoba o Darío Silva, que a los suyos.
Los hombres de Páez salieron a la cancha más tranquilos que de costumbre, habían logrado serenar a ese caballo en el pecho que les impedía soltarse y jugar. Convencidos por su discurso hicieron lo que el técnico les pidió: agarraron la pelota y empezaron a hablar entre ellos. Apareció el juego de sincronismos que los llevaría hasta el arco contrario. Hicieron 2 goles y los uruguayos ninguno. Siete meses después de haber asumido las riendas de esa selección temerosa y desorientada, Páez probaba la miel de la victoria. El comunicador Andrés Daza decía, en la transmisión de Meridiano Televisión, “Ahí está vibrando Maracaibo, vibrando Venezuela, explota el “Pachencho Romero” (…) esto le dará la vuelta al mundo”; mientras que su colega de Tenfield, canal uruguayo, Juan Carlos Scelza sentenciaba: “Dolorosa y penosa derrota de Uruguay”.
Era el primer paso para que la Vinotinto se convirtiera, por fin, en un sentimiento nacional. «Fue el partido que nos hizo quitarnos ese traje de Cenicienta que nos atribuyeron durante tantos años», dijo Páez. «Pudimos lograr una victoria histórica, que nos hizo entrar en una nueva era». Años después, en una charla con la revista educativa Educere, Richard Páez reflexionaba: “Ganamos a quien teníamos que vencer: a la Venezuela del temor, a la Venezuela que nos decía: “No se puede, no hay manera, aún no tenemos fútbol de alto nivel, los jugadores no se han formado…” .
Han transcurrido veinte años de ese momento, los “lanceros de Páez” lograron domar a ese animal resabiado que era el temor. El médico que fue forjando su carácter en un colegio de curas, en las canchas de tierra y en salones de facultad, les enseñó el camino. Un camino que aún no encuentra su destino.
Por Daniel Eguren*
*Editor de elultimohombre.blog, un blog para conocer más historias y anécdotas, donde la pelota es la excusa para contar la vida
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