Cultura

El largo mediodía de un diplomático en Nueva York

Eduardo Porretti, escritor y diplomático argentino, nos ofrece en esta cuarentena un lúcido recorrido por la cinematográfica Nueva York. Es su pretexto para plantear discusiones determinantes para el mundo moderno, como las tesis acerca del desarrollo de las naciones, las libertades básicas, el papel de los intelectuales y de la diplomacia para encontrar salidas apremiantes a crisis perpetuas

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«¿Qué ideas estaban fuera de lugar?»
Elías Palti

(Por Eduardo Porretti, diplomático y escritor, encargado de Negocios de la Embajada Argentina en Venezuela)

La frase más trillada del planeta Tierra es también cierta: Nueva York es la ciudad más cinematográfica del mundo. Viviendo o paseando por ella, uno cree haber estado allí antes, porque ha visto sus lugares más emblemáticos en escenas de cine.

Ernesto Pellegrini piensa justamente en eso cuando camina por Sutton Place, cruza la 59 y ve en movimiento al teleférico que lo llevará a Roosevelt Island. Saca su ajada metrocard y mientras intenta que funcione, escucha  a una anciana detrás suyo que protesta diciendo  I don´t have time for that, al tiempo que dos adolescentes en patineta tiran el skate por debajo del molinete y de un salto pasan sin pagar.

Pellegrini admira la maniobra mientras se pregunta qué fue de los law-abiding citizens de los que tanto hablaban Weber y Monstesquieu en sus estudios sobre el país del Norte. La anciana mejora sus insultos. Luego de varios intentos,  Pellegrini logra que el arrugado cartón amarillo –con una inestable franja negra– finalmente funcione y habilite su paso rumbo al transfer. Ya está arriba del teleférico cuando recuerda la última escena de The Professional.

Una admirable Natalie Portman –devastada por la muerte de Leo, un hitman de la mafia italiana– viaja en el transfer rumbo a Roosevelt Island para internarse en una escuela de pupilas. La escena es memorable: el personaje de Portman simboliza su nueva vida enterrando una planta –que Leo cuidaba obsesivamente– en el jardín de la escuela, mientras la música de Sting inunda la pantalla con la bella melodía de Shape of my heart y la cámara sobrevuela la isla.

Con banda sonora

Ernesto Pellegrini camina por la isla, sabiendo que tiene un inusual mediodía libre. Es un experto que trabaja la agenda de desarrollo en las Naciones Unidas y representa a un país del sur del planeta El trabajo es agotador, pero ese inusitado día tiene tiempo. Esquiva una bicicleta mientras tararea: «he doesn´t play for the money or winnings, he doesn´t play for respect», dice Gordon Sumner, en su rezo laico sobre los naipes. Pellegrini recuerda, entonces, la milonga de Jacinto Chiclana y los textos de Borges a favor del coraje inveterado, inexcusable.

Mientras recorre la isla, el experto especula que si la historia –como insistía Pareto– es un cementerio de aristocracias,  esta isla parece un museo de las obsesiones anglosajonas: cada capa de arquitectura es tapada por la siguiente, como las élites de malandros y los edificios decimonónicos en «Gangs of New York», la novela de Herbert Asbury con célebre prólogo de Jorge Luis Borges.

Así, Pellegrini deja atrás las ruinas de un hospital de viruela que parece un castillo gótico, un bello edificio octogonal con forma de iglesia que fuera un asilo para enfermos mentales, dos bibliotecas, cuatro parques, innumerables hospitales, dos farmacias, y esquiva un aluvión de turistas asiáticos que se sacan fotos entre ellos para alcanzar, finalmente, el sur de la isla.

Se sienta en un banco de cemento y contempla el Four Freedoms State Park, en honor a Franklin Delano Roosevelt. El magnífico memorial es un merecido homenaje a uno de los pocos políticos que Pellegrini –dueño de un especial cinismo hacia la clase política– admira sin ambages.

El monumento fue originalmente diseñado por el famoso arquitecto Luis Kahn en 1972. La repentina muerte de Kahn en 1974 y la insolvencia de la ciudad de Nueva York en esos tiempos  se enamoraron el proyecto por décadas. Finalmente, el  17 de octubre de 2012, fue inaugurado con la presencia de la élite política estadounidense, con figuras como el ex presidente Bill Clinton, el gobernador Andrew Cuomo, el alcalde Bloomberg el ex gobernador Mario Cuomo, celebridades como Henry A. Kissinger y los familiares de FDR.

El 5 de noviembre de 1940, en plena Guerra Mundial, FDR fue elegido presidente para un tercer mandado, una situación sin precedentes en la política estadounidense, en medio del avance alemán sobre Europa y con buena parte de los EE UU en una posición aislacionista. En ese delicado contexto histórico, FDR brindará un discurso anual al Congreso (State of the Union Address). La preparación del discurso fue convencional: Harry L. Hopkins, Samuel I. Rosenman y Robert Sherwood prepararon un borrador inicial, junto con sugerencias que aportaron asesores del Departamento de Estado como Adolf A. Berle, Jr. y Benjamin V. Cohen.

Los asesores le armaron un discurso que hablaba de le necesidad del  involucramiento americano en la guerra, la importancia de la ayuda a Gran Bretaña y de aumentar la producción de la industria bélica doméstica. Pero el presidente buscaba cómo rematar sus dichos, con un alegato final. Samuel Rosenman cuenta que la noche anterior, esperamos mientras él se hamacaba en su mecedora mirando el cielorraso. Hubo una larga pausa, tan larga que nos pusimos incómodos. Luego empezó a dictar, muy lentamente, el cuarto párrafo, sobre las Cuatro Libertades.

Las ideas enunciadas en el cuarto párrafo –la libertad de expresión, de religión, de vivir sin penuria y sin miedo– fueron los principios fundacionales de la Carta del Atlántico declarada en 1941 por Winston Churchill, la declaración de las Naciones Unidas en enero de 1942 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: «In the future days, which we seek to make secure, we look forward to a world founded upon four essential human freedoms. The first is freedom of speech and expression – everywhere in the world. The second is freedoms of every person to worship god in his own way – everywhere in the world. The third is freedom from want…everywhere in the world. The fourth is freedom from fear…anywhere in the world. That is no vision of a distant millennium. It is a definite basis for a kind of world attainable in our own time and generation».

Catarsis en el parque

Un jubilado protegido del sol con una gorra de los Marlins, una bandera de los EE UU en una mano y una botella de agua mineral en la otra se sienta a su lado,  mientras Pellegrini mira hipnotizado el monumento a FDR. Él era un comunista, alcanza a decir el hombre, que limitó la libertad y no sabía de economía, para que el diplomático empiece a hablar sin parar: precisamente, fue Karl Marx quien usa por primera vez el término desarrollo económico en 1887, en el prefacio de la primera edición de El Capital.  El jubilado lo mira sin entender y Pellegrini aprovecha para insistir: el concepto de desarrollo evolucionará a principios de siglo XX del uso intransitivo a un uso transitivo del término. El jubilado se saca la gorra, se rasca la calvicie y sigue –indiferente- su camino.

Una turista delgada y con rasgos asiáticos se sonríe ahora a su lado. Pellegrini imposta la voz y le habla de Harry Truman, del progreso industrial, del Enfoque de la  Modernización y luego la Teoría de la Dependencia.  Mientras habla, Pellegrini mira por el rabillo de su ojo izquierdo y ve que la turista ha abandonado el banco. Piensa que ha sido muy esquemático, o demasiado vertiginoso. Una señora corpulenta se acomoda en el banco, con un tejido a medio terminar. Pellegrini sonríe aliviado y le comenta del Nuevo Orden Económico internacional, del Enfoque del
Desarrollo Sostenible y del Consenso de Washington.

La señora masculla una frase ininteligible, recoge su tejido a medio terminar y sale caminando, trastabillando del apuro. Pellegrini enmudece. Por un momento, piensa que a nadie más le interesa hablar de desarrollo, pero un milagro sucede: un joven con pinta de ejecutivo, de traje a rayas como un mafioso italiano y con un libro sobre inversiones se sienta a su lado y empieza a tomar lo que parece un cappuccino de Starbucks. Pellegrini se envalentona y, sin mirarlo, le empieza a contar del Enfoque de Desarrollo Humano, luego de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y, finalmente, de los Objetivos del Desarrollo Sostenible.

Mientras recupera el aliento, Pellegrini toma conciencia de que el ejecutivo se ha ido sin terminar su cappuccino y que los turistas lo miran raro. Temía que alguno llamara a la policía, pero una chica vestida con una camisa blanca y una larga falda color crema no solo se sienta a su lado, sino que le habla: Todo esto está muy bien –le dice con un acento sureño– pero usted sólo habla de consumo.

Senderos que se bifurcan

Pellegrini, aliviado, retoma su rezo laico: hay enfoques alternativos y posdesarrollistas: Foucault y Wolfang Sachs. ¿Hay más –pregunta la joven, mientras se acomoda el cabello lacio detrás de su oreja derecha en la que tiene varios aros plateados– o no tiene más aliento? Pellegrini se sorprende por el desafío: el desarrollo autonómico de Nyerere y el Desarrollo a la Medida Humana de Manfred Max Neef.  Pellegrini piensa  que la joven lo mira con atención, así que sigue: el movimiento “Fair Trade”, el consumo socialmente responsable, el concepto de seguridad humana, el paradigma de la cooperación Sur-Sur y el foco en la desigualdad distributiva en Thomas Piketty.

Acomoda su mochila y, convencido del interés de la joven, gira hacia su izquierda, solo para ver que un muchacho alto con un jean color ladrillo y el cabello castaño cayendo sobre su frente la toma de la mano. Pellegrini los ve alejarse con la parsimonia de los enamorados, mientras busca retomar el control, con su mente empapada de imágenes atropelladas como el video de We didn´t
start the fire, de Billy Joel, burlándose de las modas políticas que se piensan eternas. Mira con melancolía la cadencia de la pareja al caminar, pero eso no le impide susurrar que le hubiera gustado hablarle también de la multidimensionalidad de la pobreza, la desigualdad estructural de género y de las megaciudades.

Una niña rubia come su helado mientras lo observa con asombro y los escucha murmurar que no debemos olvidar la divergencia internacional y los desafíos del cambio climático. La madre mira desconfiada a Pellegrini y se lleva la niña de un brazo.

Pellegrini mueve sus manos explicando a nadie ya que resulta clave la pobreza estructural y la desigualdad no monetaria. Un policía lo mira con poco disimulo, así que Pellegrini baja la voz para recitar sobre las raíces históricas del Estado de Bienestar.

Taxs, implacables como la muerte

Ernesto Pellegrini deja atrás el monumento a FDR y logra entrar a un café, que milagrosamente tiene ventanas. Mira por la venta y ve una obra en construcción con obreros con sombrero plástico amarillo y amplios pantalones carpinteros de jean de cuyos bolsillos se asoman destornilladores, pinzas y otras cosas que no logra identificar.

Sentado en la mesa –luego de encontrar un café y que tenga un ventanal– ocurre el tercer milagro del día: un mozo le toma el pedido. Es un joven atlético y con lentes gruesos de color negro. Le sonríe y Pellegrini aprovecha para decirle que Sen  y Nussbaum me gustan mucho. Pero –dice Pellegrini mirando seriamente al mozo y levantando el dedo índice de su mano derecha– nada de todo esto hubiera sido posible sin el cuarto párrafo de FDR y sus cuatro libertades, un hito en la historia del desarrollo.

El mozo no deja de sonreír y se aleja con cautela. Al rato, Pellegrini dibuja una firma con su mano derecha en el aire inestable del bar y el joven regresa con un ticket. El diplomático ve que se trata de una nota interna y no de un ticket fiscal.

Lo mira y le dice que es importante pagar impuestos, ya que mucha gente pone su foco en la  evasión fiscal, pero las grandes fortunas practican la elusión fiscal. El mozo, ya visiblemente
atemorizado, regresa con un ticket en regla, le cobra y se esconde tras la barra con el teléfono en la mano.

El diplomático revuelve su taza de cortado y suspira pensando que su trabajo es como ser entrenador de fútbol. Por alguna razón, todo el mundo opina sobre los modelos de desarrollo, así como algunos insultan al DT de su selección por no poner dos números 9 juntos en el área rival. Ha estudiado en universidades exigentes y ha negociado en los escenarios más complejos. Ha tomado clases con Sakiko Fukuda-Parr y discutido en público con Jeffrey Sachs. Por eso sabe que no hay nada peor que simplificar la mirada sobre el desarrollo.

Todos menos tú

Con abollado estoicismo, Pellegrini soporta –rodando, es cierto, a veces, sus ojos hacia atrás– como historiadores versados en historia imperial, antropólogos obsesionados con la Madre Tierra, astrónomos que no descubren estrellas, urbanistas anodinos, botánicos sin invernadero, filósofos con caspa en los hombros de sus sacos, malabaristas, abogadas de grandes firmas vestidas en tailleur y con el cabello peinado con un rodante, profesoras de inglés, lectores de tarot que le auguran fracasos, bibliotecólogos que suspiran cuando pide libros de Hegel, gestores culturales con olor a transpiración, semiólogos que insisten en que el ser mora en el lenguaje, detectives especializados en infidelidades, folcloristas, pasantes de ONG que lo consideran parte del problema, ebanistas con no poco talento, magistrados de calvicie incipiente, contadores que no lo ayudan con sus impuestos, taxistas de derecha, sociólogos posmarxistas, cineastas, taxidermistas, cantantes de éxitos de los ´80, agentes inmobiliarios, periodistas que culpan al populismo, jardineros expertos en difenbaquias, coachs que insisten en que tiene un problema de actitud, yoguis que no se relajan, fisicoculturistas, pianistas obsesivas, modelos muy delgadas, corredores de bolsa, médiums, ingenieras en sistemas, misioneras cristianas, libreros que se molestan cuando insiste con Echenoz, analistas de mercado, fotógrafas, podólogos y toda clase de personas que matarían si a alguien se le ocurre opinar sobre su campo de trabajo pero que al mismo tiempo no tienen empacho en revolear dictámenes apodícticos sobre cómo salir de la pobreza.

El funcionario sabe una cosa: en materia de desarrollo, no hay nada peor que alguien con convicciones que siente el llamado de la humanidad para difundir la verdad. Él tiene el oído entrenado para las acusaciones al voleo, pero cada día está más cerca de perder la paciencia ante tanto fiscal que aísla culpables ceteris paribus.

Unos acusan al capitalismo, otros al socialismo, otros al abuso de glifosato y de químicos en la agricultura, al latifundio, a la religión católica, a que la Pachamama sufre, al machismo y al
feminismo, a varias conjunciones planetarias, a los organismos genéticamente modificados, a las barreras arancelarias, a la falta de transparencia, a la emisión monetaria, a la falta de decencia
vea usted, a los sindicalistas con esas chaquetas de cuero, a las familias patriarcales, a la indiferencia y el individualismo, a la anomia social,  a la falta de tecnología, a la presión
impositiva, a imaginarios racistas y a la (in)justicia divina.

El buró de intelectuales

Ya terminó su café, acomodó sus cosas en la mochila y sacó del respaldo de la  silla su sobretodo. Camina ahora con parsimonia hacia la puerta, se pone unos lentes de sol y marcha hacia el transfer. Ernesto Pellegrini ve el sol de la tarde resplandecer sobre el bello edificio de las Naciones Unidas.

Desanda el camino, esquiva turistas, contempla, otra vez, admirado, los viejos edificios y piensa en la azarosa vida de FDR. Habitué del psicoanálisis devenido en religión en el sur del planeta, a Pellegrini se le ocurre que –como el asma en Guevara– la parálisis podría haber generado un liderazgo arriesgado, una inteligencia valiente, esa mezcla de audacia y cálculo que hizo tan grandes a
algunos políticos en el siglo XX.

Al llegar al transfer ve una larga fila de turistas y aprovecha para preguntarse, en voz baja: ¿por qué las ideas de los funcionarios no serán tomadas en serio, fuera de los escenarios de la negociación? ¿Será porque los diplomáticos no son considerados intelectuales? Algunos diplomáticos saben mucho, leen mucho, escriben mucho y piensan mucho.

De hecho –se dice a sí mismo–, en la jerga diplomática se les denomina, con bastante justicia, expertos. El experto es que el asiste a las reuniones, lee los documentos, negocia decisiones (a veces por cifras siderales), articula nociones sofisticadas en un idioma que no suele ser el suyo y prepara detallados informes.

Es un burócrata, pero al mismo tiempo es –claramente- un intelectual.

El diplomático recuerda ahora el dictum gramsciano que sentenciara que todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de los intelectuales. Ya en el transfer, el habitáculo se mueve por el viento. Algunos turistas tienen miedo. Él está inmerso en sus pensamientos y se pregunta, ¿de quién es el saber en la agenda de desarrollo?  ¿Por qué los funcionarios diplomáticos no son tomados en serio? ¿Por qué los historiadores, los antropólogos, los sociólogos y los economistas piensan que esos expertos no saben o que saben mal, o que son
conservadores o bien ilusos?

Mientras camina, se pregunta ¿qué cosa no tienen los diplomáticos? ¿O qué cosa tienen demasiado? ¿Es porque tienen una mirada integral y no destacan una dimensión? ¿Es porque usan trajes y corbatas? ¿Es porque forman parte de un habitus y los lectores de Bordieu suponen que son todos iguales? Y, además: ¿quién sabe qué cosa?  Pellegrini recuerda ahora a Verger, quien buscando
determinar el rol de los letrados en la tardía Edad Media hablaba de gente del saber, con base en la labor cotidiana, su manejo de una lengua universal (el latín, los clérigos, ¿el inglés, los diplomáticos?) y su participación en ciertas ceremonias.

Etéreas ideas

El transfer llega a la isla de Manhattan. Los turistas salen, apresurados, hacia alguna parte. Pellegrini sale con mirada ausente, compra un breve almuerzo en una cantina y camina hacia la entrada del metro, mientras cavila. ¿Pero, quién es un intelectual, para decir qué cosa sobre desarrollo? ¿Quién sabe tanto más de desarrollo que un diplomático que trabaja durante años en esa agenda? ¿Y por qué no es respetado intelectualmente? La materia de su trabajo cotidiano es la lectura y la escritura, la articulación de conceptos y la traducción de climas de negociación entre el escenario internacional y su capital: ¿No son estas todas acciones vinculadas con la reflexión y el intelecto? Sale del transfer, sube a la línea 6 del metro hasta Gran Central Terminal. Aunque lleva años cruzando el hall, no deja de admirar el sensacional edificio que se librara de la picota modernista, milagrosamente. Camina por la 42, atraviesa Lexington, la 3ra y la 2da. Se sienta en un banco de hierro en Mary O´Connor playground, una breve plaza en Tudor City. Almuerza una efímera ensalada de atún, toma agua tónica y piensa.

Pellegrini recuerda ahora que Altamirano afirma que ser intelectual no es una clasificación socio-profesional sino un rótulo derivado de la conducta pública de los que así se consideran. ¿Esa será la clave para entender este desconcierto, para aclarar esta paradoja? ¿Así, un diplomático no sería intelectualmente tan respetado porque no escribe tantos papers, ni publica seguido en revistas críticas del capitalismo tardío, ni es un iconoclasta contra el sistema internacional, ni es miembro de una ONG que despotrica contra las agencias multilaterales? ¿Es solo funcional a un orden, un eslabón en la cadena, just another brick in the wall, un mero bárbaro tecnificado, al decir de Oswaldo de Andrade?

¿Cómo ingresan los funcionarios a la ciudad letrada? ¿Quedan afuera en La Muralla de Guillén? ¿No están en las redes intelectuales de Raymond Williams?

¿Las ideas de los diplomáticos están atrasadas? ¿Adelantadas? ¿No son suficientemente antihegemónicas? ¿Son endogámicas? ¿Subalternas? ¿Vulgares? ¿Periféricas? ¿Subdesarrolladas? ¿De segundo orden? ¿Las ideas de los diplomáticos están fuera de lugar? Mira el cielo y reconoce las señales: está por nevar. Termina su ensalada y se encamina a la entrada sur del edificio de la Secretaría de las Naciones Unidas. Un magnífico reflejo en los vidrios lo recibe, mientras pasa raudo hacia donde no van los turistas.  La sala de negociación está en un subsuelo oscuro. Busca un café del bar, entra a una pequeña sala con 40 sillas en rededor de una mesa de madera ovalada que remeda una escena de los ´50.

Saluda con una inclinación de cabeza a varios expertos y se sumerge en una dura negociación. A él sólo le interesa un párrafo de la resolución en la que los donantes insisten en acusar a los países de su región de nuevos ricos, algo muy peligroso en ese edificio, ya que lo deja a uno sin fondos.

¿Acabar con  los ricos o con los pobres?

Logra aliarse con otras delegaciones, distribuye papelitos con argumentos, promete apoyos en otros párrafos, pero el presidente de la negociación deja ver, entre sus papeles, la 5ta cubierta en el año de The Economist que muestra a un país vecino despegando hacia el futuro. Sabes así que no será fácil. Las horas pasan y el tedio se apodera de los delegados. Cuando, finalmente, le dan la palabra, Pellegrini imposta la voz, fastidia a la sala con su inglés macarrónico y defiende su punto. Como remate, hace una pausa, mira al presidente de la negociación y le espeta: Quizás, Señor Presidente, es hora de que dejemos de obsesionarnos con la pobreza y empecemos a considerar que el problema es, en realidad, la riqueza.

Mira al resto de los delegados, esperando gesto aprobatorio, pero solo ve delegados latinos mirando teléfonos celulares y expertas europeas mirando ostensiblemente la hora. El silencio es atronador. El presidente –un centroeuropeo de gruesas patillas y rostro inescrutable– dice que sin otro asunto a la vista, la negociación se retomará mañana. Ernesto Pellegrini deja salir a la muchedumbre de delegados para ordenar sus papeles. Un empleado ucraniano con el que habla de fútbol lo saluda mientras empieza a pasar una aspiradora por la sala.

Buscando la calle atraviesa un pasillo desolado. Una señora rubia y blanca le cede el paso. Creyéndose sagaz, calculando el fenotipo eslavo, Pellegrini le suelta un Spasiba. La mujer lo mira, desafiante, y le espeta I am not Russian, para luego insultarlo en polaco. Pellegrini se encoge de hombros y sigue por el pasillo de grandes baldosas de mármol negro y blanco, rumbo a la calle. Mientras intenta abrigarse, recuerda una frase adjudicada a Perón que reza que en la lucha entre el hombre y el sobretodo, suele ganar el sobretodo. Sonríe –tan lejos del sur– recordando al
inefable hombre de Lobos. En la salida saluda amablemente a un guardia rumano que, aterido de frío, apenas inclina su cabeza y camina luego ágil por Tudor City rumbo a la 42.

Otros inviernos, mismos problemas

La nieve tapa la 1ra Avenida. Logra ponerse el sobretodo pero aún lucha contra una gruesa bufanda azul que le regalara su madre, tejida para otros inviernos.

Deja a su izquierda la plaza dedicada a la memoria de Ralph Bunch, gira por la 42 y mira el reloj en su muñeca. La comisura izquierda de su boca hace una mueca de desconsuelo porque sabe ahora que son más las 10 de la noche y no habrá trenes directos al condado en el que su familia duerme desde hace horas.

Con suerte, lo espera un asiento de cuerina roja tapada con plástico en el tren de las 11. Allí comerá una pizza y leerá un paper sobre economía en un idioma que no es el suyo, que manchara con el aceite de su cena y con sus frenéticas marcas en lápiz, haciendo cruces cuando aprende un concepto nuevo y signos de admiración cuando lee frases que le sirven para conseguir fondos.

Así que apura el paso.  Recupera su sonrisa cuando ve que una nube de vapor que sale de un conducto es atravesada por un taxi de color amarillo: Nueva York es la ciudad más cinematográfica del mundo, se dice. Salta un charco, se acomoda la gorra de lana, cruza la 2da avenida rumbo a Lexington y se deja atrapar por la noche, que lo cubre, definitivamente, como un manto profano.

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