Entrevista

Ana Isabel Aguilera: "Venezuela es mi figura materna"

La economista venezolana habla en esta entrevista con El Estímulo sobre lo que significa ser reconocida con el Rising Star Award, premio más importante que otorga el Harris School of Public Policy de la Universidad de Chicago. Y explica su trabajo y su vida como migrante

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Ana Isabel/ entrevista Carolina Jaimes

Una brillante joven sube al podio del Harris School of Public Policy de la Universidad de Chicago –una de las más prestigiosas en su campo- para recibir el Rising Star Award, el premio más importante que otorga esa institución a académicos egresados que han realizado contribuciones significativas y prometedoras en su campo de estudio: este año la ganadora fue la economista venezolana Ana Isabel Aguilera.

Tanto la presentación que la maestra de ceremonias hizo de ella como su discurso de aceptación fueron entrañables. Terminé con los ojos llenos de lágrimas, con una mezcla de sentimientos que iban desde el orgullo como mujer venezolana por el triunfo de una compatriota, pasando por la admiración de los logros de alguien tan joven, hasta la tristeza de sentir que con la diáspora forzada que hemos vivido, perdimos buena parte de esa generación educada y echada pa’lante.

Ana Isabel estudió Economía en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Al principio de su carrera cursó a la vez Biología en la Universidad Simón Bolívar, porque no estaba segura de qué quería ser. De hecho, todavía se siente atraída por la Genética; se confiesa científica de corazón y considera héroes nacionales a los investigadores del IVIC. Pero la realidad se impuso: estudiar dos carreras tan demandantes a la vez y en universidades que quedaban tan alejadas una de otra, era poco menos que imposible y se decantó por la Economía. Y fue allí en la UCAB, cuando ambos cursaban primer año, que conoció a su marido, Daniel Pereira.

Entiendo que en esta relación de ustedes hay una historia larga y hermosa. Han crecido juntos como profesionales, se han apoyado mutuamente y ahora tienen dos hijos como bello corolario

-¡Esa es una gran historia! Es la historia de un amor muy persistente. Nosotros nos conocimos el primer año de Economía. Yo era bastante deportista y jugaba fútbol en el equipo femenino. Él dice que cuando me vio quedó flechado. A mí también me gustaba él, pero éramos muy jóvenes y ambos tuvimos relaciones largas (con otras parejas) durante la carrera. Siempre fuimos amigos, porque pertenecíamos al mismo grupo… Aunque confieso que, al principio, él no me caía tan bien, porque jugábamos Monopolio y siempre terminábamos peleando. Eso duró hasta que descubrí que bailaba salsa muy bien… Me encanta la salsa y él baila divino. A la persona con quien yo estaba en eso momento no le gustaba bailar y yo siempre bailaba con Daniel. Esos bailes iniciaron una conexión muy importante. Más adelante tomamos las mismas materias electivas y esa relación se fue solidificando hasta que cada uno terminó con las relaciones que tenía. Pienso que el nuestro fue un amor “ganado a pulso” porque se sobrepuso a los chismes, fue genuino, nació gradualmente y agradezco a la vida que no tuvimos nada al principio de la carrera, sino cuando estábamos más maduros y ya graduados. Nos casamos un año después. Yo estaba absolutamente convencida de que ese era el hombre de mi vida, porque lo conocía en todas sus facetas, oscuras y claras, buenas y malas. Es un amor que ha durado hasta ahora que cumpliremos en una semana 12 años de casados, con dos hijos, Joaquín de cinco años y Nicolás, de tres, igual de enamorados y bailando salsa.

Ana Isabel estudió Economía en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Aquí con su familia

Haber estudiado en Harris es como haber estudiado en una universidad del Ivy League. La Universidad de Chicago no es del Ivy League, porque no está en el noreste de los Estados Unidos, pero es tan competitiva como las mejores. ¿Cómo fue la experiencia de ser aceptada y estudiar allá?

-Siempre estuvimos muy conscientes de la oportunidad que significaba estudiar allí. Sabíamos que eso nos cambiaría todo. Estábamos conscientes de que se nos estaba abriendo el mundo. Daniel y yo venimos ambos de clase media y entendimos que estar allí era como estar en un pivote de nuestras vidas. Tuvimos la suerte de haber sido ambos becados, porque Cadivi nunca me consideró como una estudiante, sino como la esposa de un estudiante. Jamás pagaron mis estudios. A pesar de ello, fuimos inmensamente felices en Chicago. Tuve la oportunidad de trabajar en el programa de pasantías que tenía el alcalde de Chicago, que había sido además el jefe de gabinete de Barack Obama, un hombre muy conectado, muy sui generis en su estilo de liderazgo, muy latinoamericano, algo controversial, pero la experiencia fue muy importante. Yo fui la primera inmigrante que participó en ese programa y fue un hito, porque en la alcaldía no sabían qué estatus darme. Ahí compartí con los mejores alumnos de universidades de todos los Estados Unidos que venían invitados a trabajar en la oficina del alcalde como parte del programa Mayoral Fellowship. Podíamos innovar y proponer ideas dentro de las áreas temáticas, desde modernización de la banca hasta temas de inclusión, de trabajo con la policía, en políticas educativas. Tuvimos todo tipo de experiencias por la complejidad de Chicago. Trabajé con quienes después se convirtieron en CEO, viceministros, gente con muy alto perfil.

Fui la primera inmigrante que participó en ese programa y fue un hito, porque en la alcaldía no sabían qué estatus darme. Ahí compartí con los mejores alumnos de universidades de todos los Estados Unidos que venían invitados a trabajar en la oficina del alcalde como parte del programa Mayoral Fellowship.

¿Y cuál fue la mayor lección que te quedó de esa experiencia?

-Ahí aprendí una lección muy importante: que el alcalde tenía los mismos problemas que nosotros enfrentábamos en Venezuela y aprendí que no era un tema de dinero. El presupuesto de la Alcaldía de Chicago era 100 veces (o más) que el de cualquier alcaldía en Venezuela y entendí que los problemas eran institucionales, no de plata, sino de cómo se hacen las cosas.

¿Cómo llegaste al Banco Mundial?

-En Venezuela, mientras estudiaba, trabajé para la banca comercial en el Banco Mercantil. De ahí pasé a la consultoría privada, trabajé en ODH Consultores, que fue mi gran escuela porque comencé a trabajar con gobiernos locales, y de allí salté a la CAF. En ese momento ya estaba clara en que quería ir a estudiar una maestría fuera y la CAF me permitía ganar experiencia internacional y también en aquel momento -no sé si sigue siendo así- una remuneración en dólares que me permitía ahorrar. En la CAF trabajé en el equipo de competitividad y desarrollo de políticas públicas, luego llegué a la universidad de Chicago a hacer mi maestría, especializándome en temas de Política Urbana, de desarrollo de ciudades, siempre desde el lado económico, no desde el lado urbanístico, sino cómo hacer que la ciudad sea más productiva, más sostenible, cómo conectar mercados y de ahí pues, nos fuimos a Washington, porque mi esposo comenzó a hacer un doctorado en economía y yo comencé a buscar trabajo. Quería trabajar en alcaldías, por la experiencia que traía, pero no me daban trabajo por mi condición de inmigrante, pues no calificaba para trabajar para el gobierno. Mis contactos estaban en Chicago. Había trabajado creando redes allá. En Washington todo era nuevo y nosotros veníamos con los ahorros contados. Daniel me había acompañado en mi sueño de ir a estudiar a Chicago. Ahora era mi turno de acompañarlo a estudiar en Washington y así lo asumí. Finalmente, la experiencia que traía de CAF me sirvió para entrar al Banco Mundial en el equipo de desarrollo de ciudades.

Eso te sirvió para vivir en carne propia la experiencia de muchos inmigrantes

-Así fue. Y no solo yo. Esa experiencia la vive cualquier inmigrante sea la condición que tenga. Por ejemplo, la renovación del permiso de trabajo de mi esposo tardó más de 10 meses. De ahí surgió la idea de tener un negocio, Panateca, y valga la publicidad, de hacer cachitos, yo los llamo los “cachitos migrantes” porque fusionan comidas de Venezuela y de otros lados. Ahora, Daniel trabaja como consultor para el Banco Mundial y sigue con su negocio de panes.

¿Cómo entras a trabajar al área de migración que es por la que recibiste el premio?

-Fue una casualidad. Yo trabajaba en el equipo de desarrollo de ciudades donde usábamos imágenes satelitales de altísima resolución para identificar y mapear cuarenta ciudades africanas, para tratar de hacer los mapas de la estructuras, de dónde están las industrias, y, a raíz de eso, que en aquel momento era muy innovador y felizmente ya se ha masificado el uso de esa tecnología, nos contacta el equipo del Banco Mundial que había estado trabajando en la asistencia de refugiados sirios en Líbano, Jordania y el sur. Querían saber cuántos sirios había en el Líbano, pero el problema es que ni siquiera sabían cuántos libaneses había, porque el último censo se había llevado a cabo en 1932. Estábamos en 2013-2014 y muchas cosas habían cambiado los últimos 80 años. Lo que hicimos fue utilizar imágenes de alta resolución para tratar de aproximar el número de personas que había en el país. No podíamos exactamente contar personas, pero sí podíamos contar estructuras, cuántos edificios, cuántas casas y hacer algún estimado.

Una cosa muy importante y creo que es típico del gentilicio venezolano es que yo había trabajado antes con imágenes que comprábamos directamente de los satélites que eran muy, muy costosas, porque eran para ciudades, espacios relativamente pequeños, comparados con un país entero. Aquí el reto era cómo hacerlo para todo el Líbano. A mí se me ocurrió escribirle a la NASA, porque pensé que ellos tenían que tener esas imágenes, a ver si nos las daban gratis, porque eran para un tema humanitario. Insistí como hubiera insistido cualquier venezolana y felizmente se estableció la primera alianza del banco con NASA para compartir estos datos que eran muy costosos, de manera humanitaria. Las imágenes podían escalofriante: tenían un metro de resolución.

Tiene su emprendimiento: hace cachitos, los llama “cachitos migrantes”

¿Cómo pasaste el trabajo de los migrantes sirios en el Líbano a los migrantes venezolanos?

-La experiencia en el Líbano me permitió no solo trabajar con datos satelitales, sino luego yo me fui al campo y trabajé haciendo contactos directos con familias sirias y palestinas, y allí aprendí mucho, no solo sobre los datos, sino sobre los problemas que enfrenta esta gente para integrarse, los problemas que enfrenta la comunidad de acogida que decía “no, esto es demasiado, ayúdenme”, y también sobre los instrumentos que tenían el Banco mundial y sus organizaciones aliadas, como la Organización Internacional para las Migraciones o la ACNUR para ayudar a los países a responder.

Entonces, cuando en 2018 días explota o estamos en el pico del éxodo venezolano, que había ido llegando en colas, pero que en ese momento hubo un pico muy importante, un grupo de colegas del Banco Mundial nos juntamos:habíamos tenido experiencia en otras regiones y dijimos “aquí nosotros podemos hacer algo y somos un actor que puede traer algo a la mesa, tanto en movilización de recursos como en asistencia técnica de brindar el conocimiento de lo que había funcionado bien y lo que no había funcionado bien en países del Medio Oriente, de Asia y de África”. Ahí aprendimos a agilizar los procesos de movilidad (dejar de tener a las personas en campos de refugiados) y conseguirles empleo tan rápido como fuera posible, para que esa gente pudiera contribuir al desarrollo del país adonde habían llegado. Aprendimos que la condición de refugiado es algo que le sucede a alguien, pero que no define su identidad.

Regresas a Washington y sigues con el tema de la migración. Es 2018, que, como bien dijiste, fue un año pico en la diáspora venezolana. ¿Qué pasó entonces?

-Con varios colegas del banco decidimos juntarnos para ver cómo podíamos apoyar. Los países de acogida de ese éxodo venezolano en su mayoría están en América Latina. Nos tocaba trabajar con países como Colombia, Ecuador, Perú… que no necesariamente tenían marcos de respuestas para esto. Por ejemplo, los organismos migratorios en estos países -y pasa lo mismo en Centroamérica- tenían años trabajando para atender a su diáspora, pero no estaban acostumbrados a recibir personas. Ahí hay un cambio muy importante a nivel institucional de adaptar todo el aparataje regulatorio, institucional y de regulación para poder recibir a estas personas, con todo lo que significa recibirlas: contarlas, darles un documento, o un número y darles acceso a las escuelas, a los hospitales y a los servicios públicos y yo creo que aprendieron de las experiencias similares que habían tenido otros países en otras regiones del mundo.

Trabajamos entonces con organizaciones internacionales, agencias de Naciones Unidas y otros socios, para movilizar lo mejor que cada uno pudiera traer. Nosotros no somos, por ejemplo, una agencia humanitaria de respuesta rápida. Nosotros nos enfocamos en el cómo se integra esa gente a mediano y a largo plazo. Los alcaldes de frontera, por ejemplo, tenían problemas muy importantes, como que no había suficientes albergues. Les dijimos que no fueran a hacer campamentos, porque eso se podía convertir en una bomba social. Más bien que los dejaran fluir e integrarse porque muchas de esas personas tenían contactos en otras ciudades, no solo en Barranquilla, Cartagena o Bogotá y que les permitieran trabajar lo más rápido que pudieran, porque eso podía beneficiar a Colombia. Otro aspecto a considerar era si esas personas que llegaban venían a quedarse o estaban de paso. Cuando nos dimos cuenta de que, en efecto, se iban a quedar, comenzamos a planificar para ver cómo podíamos sacar el mejor provecho de todas las habilidades que ellos traían (y traen).

Les dijimos que no fueran a hacer campamentos, porque eso se podía convertir en una bomba social. Más bien que los dejaran fluir e integrarse porque muchas de esas personas tenían contactos en otras ciudades, no solo en Barranquilla, Cartagena o Bogotá y que les permitieran trabajar lo más rápido que pudieran, porque eso podía beneficiar a Colombia.

Yo creo que, en este sentido, Colombia ha sido un líder no solo regional, sino global. El Estatuto de Protección Temporal que se aprobó en la administración pasada, con el apoyo de otros cooperantes y del Banco Mundial, para mí ha sido el estatuto de protección temporal más moderno e innovador del mundo. Colombia les ofrece a los migrantes venezolanos un estado de protección y estabilidad durante diez años. En Estados Unidos el TPS dura año y medio y tardas diez meses para sacarlo. No son las mismas decisiones las que toma una familia migrante si sabe que va a pasar dieciocho meses o diez años. Otros países de la región están aprendiendo. Hay retos importantes, por supuesto.

Ahora los migrantes venezolanos enfrentan un problema adicional, que es la migración del hampa. Como aquí en Venezuela quienes tienen dinero están rodeados de escoltas armados, no hay a quien robar. Pero de ahí a decir que todos los venezolanos son delincuentes hay un largo trecho. Las generalizaciones siempre son injustas

-Nosotros monitoreamos el estatus de xenofobia en todos los países en los que trabajamos. Y eso se dispara en contextos electorales, para sorpresa de nadie, porque, bueno, siempre es fácil encontrar a un culpable extranjero. Las estadísticas son claras: la mayoría de los delincuentes son nacionales. Los inmigrantes, con sus excepciones, por supuesto, no quieren tener más problemas de los que ya tienen.

Unas últimas preguntas, Ana Isabel ¿Cómo estás criando a tus hijos? ¿Cómo ves a Venezuela desde lejos? ¿Sientes nostalgia? El poeta francés Edmond D´Haracourt escribió que “partir es morir un poco, porque es morir a lo que se ama”. ¿Sientes que partir es morir un poco?

Ha sido un reto formar a mis hijos no como binacionales, sino como trinacionales, porque tengo a mi abuelo español que después de haber vivido 86 años en Venezuela, regresó a Valencia, España.

Nosotros también nos estamos integrando a la cultura americana, formamos parte de las actividades vecinales para no convertirnos en un gueto. Mantenemos contacto con la familia venezolana, todos los libros que compro son en español, hablamos español en casa. Comemos comida venezolana, pero también americana, española y de otras nacionalidades.

¿Nostalgia? ¡Tengo infinita nostalgia! Venezuela es mi figura materna. Ahí está mi familia, mis padres, mi hermano, mi abuela, mi cuñada, mis tíos… Para mí es muy difícil desprenderme de eso. Es un vínculo imposible de soltar y eso me enorgullece. Es mi cable a tierra.

¿Nostalgia? ¡Tengo infinita nostalgia! Venezuela es mi figura materna. Ahí está mi familia, mis padres, mi hermano, mi abuela, mi cuñada, mis tíos… Para mí es muy difícil desprenderme de eso. Es un vínculo imposible de soltar y eso me enorgullece. Es mi cable a tierra.

Partir es morir un poco, sí, pero también es nacer. Nacer a otra cultura. Yo tengo dos identidades distintas, mi identidad en español y mi identidad en inglés. Nosotros nos fuimos con la idea de regresar, pero ya nos asentamos aquí. Llevo diez años trabajando en el Banco Mundial y eso me enorgullece. Pero siempre me siento como con una ilusión de permanencia. Me resulta dolorosa la imposibilidad de volver.

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