Oleadas de seguidores de Krishna, encarnación divina del gozo y del amor, penetran de manera ininterrumpida en el Bankey Bihari, el principal templo dedicado a la deidad en Vrindavan (norte), para rendirle pleitesía con cantos, rezos y mucho «gulal» o polvos de colores.
Como en un campo de batalla, los fieles lanzan puñados de «gulal» que estallan en el aire en dirección a la estatua de Krishna situada en un pequeño altar, y que es escoltada por varios sacerdotes, que responden arrojando a los feligreses agua tintada de rojo.
Narra la tradición hindú que el eterno adolescente Krishna, que en sánscrito significa «negro» en relación a su tono de piel, sentía envidia de la tez clara de su amada Radha, por lo que aconsejado por su madre untó la cara de su querida con polvos de colores.
En un país como la India, de marcadas clases sociales y castas, la llegada de Holi con la primera luna llena de marzo supone, al menos por un día, el fin de las desigualdades.