Internacionales

Los libaneses siguen resistiendo: postales desde Beirut

Tres años después de la mayor explosión no-nuclear de la historia y cuatro años luego de la mayor crisis financiera desde 1850, los libaneses demuestran su resiliencia milenaria en una nación que continúa padeciendo las consecuencias del colapso del Estado y una economía en recesión

Beirut Líbano
Fotos: Tony Frangie Mawad
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Sobre la mueblería moderna y los arcos de estilo árabe de Beit Kanz, un restaurante en Beirut, se alzan enormes candelabros de cristal que cuelgan de amplísimos techos pintados hace dos siglos por artesanos italianos: motivos neoclásicos de múltiples formas y patrones, en verdes brillantes o pasteles aristocráticos. El sitio entero, con sillas de mimbre al aire libre bajo árboles de mandarinas y jaulas con pinzones cebra, evoca el espíritu levantino de aquella ciudad híbrida que es Beirut.

Apenas tres años atrás, la villa donde hoy se encuentra Beit Kanz era el hogar de Margot, una anciana, descendiente de los cristianos aristócratas que construyeron la mansión a finales del XIX. Pero Margot falleció en la devastadora explosión del 14 de agosto del 2020.

Una acumulación irresponsable de nitrato de amonio, decomisado a un barco de Moldavia abandonado por un oligarca ruso en la quiebra y olvidado por los jueces que debían darle un nuevo destino, bastó para –en cuestión de minutos– desbaratar a una Beirut silenciada por la pandemia, cobrando la vida de 218 personas, hiriendo otras 7.000 y dejando unas 300.000 más sin hogar.

En segundos, surgió una enorme nube gris en forma de hongo, se desplomaron las ventanas, las paredes se hicieron escombros, los automóviles se estrellaron como baratijas y el puerto quedó hecho añicos. Siguió la sangre. Y siguieron los 15 mil millones de dólares en daños. Fue la mayor explosión no-nuclear de la historia

El gobierno libanés no reaccionó. Su octogenario presidente se lavó las manos. Los políticos feudales del Líbano no bajaron a las calles empolvadas de la ciudad y dejaron el asunto en manos del presidente francés Emmanuel Macron, que se desplegó en Beirut como si recuperase el rol imperial y protector de su país sobre el Líbano. Hasta el día de hoy, no hay culpables. Aunque varios oficiales y ministros han sido acusados, la inmunidad parlamentaria y obstáculos procesales promovidos por miembros del gobierno paralizan la investigación.

Los libaneses, sin embargo, no olvidan.

En Achrafieh, el distrito cristiano donde se encuentra Beit Kanz, se pueden ver afiches mostrando fotos de casas sin paredes revelando la desnudez de sus salas: “Esto es lo que sucede cuando el mal gobierna”, se lee. En una escultura, un grafiti en letras rojas proclama: “14 de agosto del 2020 – ritual satánico”. El puerto, aunque las áreas aledañas se han reconstruido por la iniciativa de ONG y privados, sigue convertido en una pila de chatarras y el silo de granos destruido se está cayendo a pedazos ante la mirada de todos. Y en la fuente de Beit Kanz, se conmemora a Margot.

Beit Kanz

En el Líbano hay rabia. El Centre Ville, el glamoroso centro de la ciudad de calles pulcras rodeadas de edificios color arena que mezclan estilos orientales con Art Deco francés, es hoy un pueblo fantasma: remodelado después de la guerra civil (1975-1991) como una suerte de Disneylandia antiséptico para las fortunas de los jeques millonarios de los países del Golfo, y empujado por la empresa creada por un primer ministro apoyado por los sauditas que logró hacerse obscenamente rico, el sitio ha perdido su lógica con el desvanecimiento de los árabes del Golfo y el desplome financiero de la Suiza del Medio Oriente. Los souks, donde alguna vez existieron tiendas como la Virgin Store o H&M, están vacíos. Sobreviven las boutiques de alta costura, como Dior o Chanel, dando los últimos signos de vida entre el silencio espectral. En las esquinas, entre hoteles o tiendas cerradas, se ven afiches que recuerdan a los muertos de la explosión y grafitis de las oleadas de protestas de años previos o proclamando “Iran Out!”.

Achrafieh, en el este de la ciudad, relata otra historia. A pesar de la crisis financiera que atraviesa el Líbano desde el 2019 –un corralito, resultado de lo que ha sido descrito como “un esquema piramidal promovido por el Estado”, que voló los ahorros de la gran mayoría del país; alimentando protestas masivas– la zona vibra y crepita en vida. Aunque 40% del PIB del Líbano se ha contraído desde entonces, los estilosos bares y cafés del área siguen congregando a una población que parece arrancada de cualquier capital chic europea.

Con bucket hats o jeans holgados, la gente bon chic bon genre de Achrafieh hace vida entre antiguas villas árabes-italianizadas junto a enormes malls de vidrio y escaleras eléctricas. Entre los arcos árabes y columnas barrocas, bajo un cablerío absurdo y torres nuevas que surgen detrás de los balcones otomanos y techos de tejas, explotan arbustos de trinitarias o vegetación semi-tropical que devora casonas color menta o rosa. En las paredes hay afiches invitando a exposiciones de arte o conciertos de bandas locales. En tres años, la zona –cercana al puerto– ha tejido la herida visual de la explosión. Beit Kanz, el antiguo hogar de Margot, es quizás una de las postales más notables de ello.

Más que un restaurante, el sitio funciona como un centro cultural de la mano de la ONG Beit el Baraka, que ha beneficiado a más de 200.000 personas, pues el restaurante levanta fondos para las actividades humanitarias de la organización, ofreciendo además un sustento para las familias a las que apoya.

De un lado, existe un “Gourmet Shop” que ofrece decenas de productos agrícolas y alimenticios cosechados o preparados por más de mil mujeres en 53 aldeas de las regiones más olvidadas del Líbano. Aceites, zaatar, embutidos, especias, etcétera. Del otro lado, una boutique de artesanías locales: cobre hecho por un señor de 86 años en Trípoli, por ejemplo, o finísimo vidrio soplado transparente o rosado de la mano de una familia de Sarafand que hoy son los últimos guardianes de esta tradición. Es un modelo circular, diseñado por Maya Ibrahimchah para ayudar al Líbano rural por medio de los gustos y el consumo de la clase cosmopolita. La casa, de hecho, es un préstamo de la familia de Margot.

Líbano Beirut
Agradecimiento a Russell Crowe en Le Chef

En Gemmayze, una calle de Achrafieh absolutamente repleta de cafecitos y bares, existe otro sitio que muestra la legendaria resiliencia de la ciudad, destruida y reconstruida siete veces según el folklore libanés: Le Chef, fundado en 1967 y conocido por sus milanesas de pollo, fue alguna vez el sitio favorito de Anthony Bourdain.

Aunque su colorido mural en estilo mid-century sobrevivió, el pequeño restaurante –informal, con mesas con manteles blancos y un excéntrico host llamado Charbel que exclama “Welcome! Welcome!” varias veces por minuto– fue otra víctima de la explosión. Pero allí está de nuevo, con una foto del actor Russell Crowe en su puerta: “Thank you Russell Crowe”, se lee. Crowe, en un gesto a su difunto amigo Bourdain, donó los 5.000 dólares necesarios para reconstruir Le Chef.

El alcalde electricista

Pero la vitalidad de Achrafieh, a tres años de la explosión y cuatro años del colapso de la economía libanesa, es solo una postal entre las muchas del país mosaico que es el Líbano. Trípoli –una ciudad musulmana al norte– muestra un universo estético distante al de la Beirut cristiana, quizás la última frontera de Europa del Este.

Trípoli fue alguna vez el corazón comercial del Líbano, sacudido entonces por la guerra civil que expulsó a gran parte de su población cristiana y cerró las puertas de las iglesias y colegios católicos de la ciudad para, posteriormente, alimentarse del financiamiento saudita y turco que rabiosamente promovió el islamismo militante.

Hoy Trípoli parece una postal de una pintura orientalista: en sus souks otomanos hay miles de tienditas de jabones, perfumes, especias, tabls y joyas. Niñas de cuatro o cinco años te persiguen, pidiendo limosna, y hombres pasan vendiendo tunas en carretas. Las motos cruzan entre mujeres con hijab y los callejones revelan hammams del siglo XVIII. Y, entre la mugre y la desidia de una ciudad sumamente empobrecida, edificios bellísimos de tiempos otomanos o del Líbano pre-guerra se desmoronan antela indiferencia general.

Sobre ese universo de ruidos y olores y canarios en jaulas, hay diez mil cables: un entramado que parece cubrir el cielo sobre la ciudad. Aunque en menor cantidad, a Beirut también la atraviesa una selva de cables. En el Líbano, desde el final de la guerra civil, los apagones son diarios: y han empeorado, dando paso a cientos de miles de generadores de electricidad o paneles solares sobre los techos de tejas anaranjadas de las casas libanesas. Hoy, Beirut –donde la antigua sede brutalista de la Électricité du Liban, la empresa pública que provee 90% de la producción eléctrica, yace en ruinas tras la explosión– experimenta una constante capa de esmog, resultado de las plantas eléctricas, que se mezcla con sus punzantes atardeceres neones.

La crisis del servicio eléctrico del Líbano es resultado de la corrupción rampante que se desató una vez que culminó la guerra civil entre cristianos y musulmanes, cuando las diferentes facciones acordaron regresar al estatus antebellum y mantener –con algunos retoques– el acuerdo confesional de 1943 para balancear las 18 denominaciones religiosas que coexisten en un país del tamaño del estado Táchira: constitucionalmente, el presidente debe ser católico maronita, el primer ministro debe ser musulmán sunita, el presidente del parlamento debe ser musulmán chiita, su vicepresidente griego ortodoxo y así sucesivamente. La mitad del parlamento, en esta pequeña democracia parlamentaria, debe estar compuesto por congresistas cristianos. La otra mitad, por congresistas musulmanes. Las cuotas, incluso, aplican para los empleados de los ministerios y empresas públicas.

Por supuesto, más allá de mantener el balance entre una veintena de sectas que se refugiaron en siglos pasados en las mismas montañas y costas verdes, el resultado ha sido la sustentación de redes clientelistas encabezadas por los señores feudales y dinastías regionales que representan a cada pueblo y región en las instituciones republicanas.

El Líbano, de hecho, fue sacudido en 2019 y 2020 por protestas masivas y eufóricas –conocidas como el thawra o ‘la revolución’– que buscaron, sin éxito, desplazar de una buena vez a la casta multi-religiosa que depreda la frágil economía del país: las protestas, para muestra un botón, se desataron luego de que el gobierno aprobase un impuesto sobre el uso de WhatsApp; postal de una estructura diseñada para capturar toda la renta posible.

Los libaneses se han desentendido de sus lideres y partidos, de sus grandes familias feudales, y han tratado de continuar sus vidas en un sistema que podría ser descrito como anarcocapitalista.

Según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, el Líbano figura en el puesto 150 de 180 países.

A finales del año pasado, por ejemplo, casi todos los empleados del departamento que registra las licencias de manejo del país fueron arrestados por corrupción: hoy, alrededor de 60 empleados están detrás de las rejas. Una prohibición de 2017 congeló todas las contrataciones el sector público, llevando a que los empleados arrestados no fuesen reemplazados y efectivamente paralizando la entrega de licencias nuevas. ¿El resultado? Un nuevo mercado negro.

En abril, también, las autoridades libanesas suspendieron indefinidamente la entrega de pasaportes por la altísima demanda a medida que se dispara una nueva ola de emigración libanesa.

No sorprende, por supuesto, que los libaneses estén emigrando de nuevo: con un repunte de más de 60.000 emigrantes sólo en 2021. La inflación ya va por tres dígitos, apenas superada por las tasas de Venezuela y Sudán. La lira, la moneda nacional, se ha devaluado de 1.500 liras por un dólar a 100.000 liras por un dólar en el mercado negro. Sin embargo, en la tasa oficial, la lira apenas se ha devaluado a 15.000 por dólar, generando consecuencias catastróficas si la tarjeta de crédito hace un pago en la tasa oficial en liras.

Riad Salameh, ‘el mago’ que dirigió el Banco Central del Líbano de 1993 a 2023 e ideó el esquema piramidal que empobreció de golpe a la mayoría de los libaneses, actualmente está siendo investigado por crímenes financieros en el Líbano, Estados Unidos y al menos siete países europeos.

Mientras tanto, bajo el cableado interminable de Trípoli, continúan los apagones.

En un boulevard al aire libre cuelga un afiche de campaña de Abed El Nasser El Mir; un hombre casi calvo y de cejas gruesas con chaqueta deportiva de gánster ruso. Pero Abed no es un político, ni proviene de las grandes familias que gobiernan los municipios y comarcas del Líbano. Es, en cambio, un proveedor de plantas eléctricas. Y con el visto bueno de muchos tripolitanos quizás se convierta en su próximo alcalde.

El problema fenicio

Con todo, la noche libanesa –aquel estrambótico acto de resistencia y rebelión que los ciudadanos  han desplegado en tiempos de guerras y en tiempos de bombazos– revela un frenesí loco, un estruendo de vasos con Grey Goose, minifaldas, olor a tabaco, servilletas volando y playlists que estrellan promiscuamente la música en inglés, los eurohits, el canto árabe y el reguetón. Beirut es su rumba eufórica.

Se ve en Spine, una suerte de jaula de luces móviles y cambiantes en el rooftop de un edificio. Se ve en Music Hall, donde la audiencia baila desde gradas de anfiteatro ante espectáculos en vivo que van desde cantantes anglosajonas rubias hasta dabke libanés. Se ve en Skybar; aquella santa sede de la rumba donde mares de gente vibran bajo decenas de pantallas que cambian de color, torres que expulsan fuego y fuegos artificiales acompañados de remolinos de servilletas. La noche de Beirut, con su frenesí alcoholizado, escupe en la cara de guerras, crisis financieras y explosiones.

¿Cómo es esto posible en un país con una inflación de tres dígitos, que ha perdido casi la mitad de su PIB en menos de cinco años?

La primera respuesta podríamos encontrarla en la desigualdad libanesa: según un estudio previo a la crisis hecho por el World Inequality Lab en 2018, utilizando datos micro-fiscales para estimar la distribución de ingresos en el Líbano (incluyendo refugiados y trabajadores migrantes), el 10% más rico del país gana entre 49 y 54% de los ingresos nacionales. El 50% más pobre gana entre el 12 y 14%. Pero no olvidemos el detalle más singular: el estudio incluye una masa poblacional que no hay que menospreciar, los refugiados.

El Líbano es el país con más refugiados per capita en el mundo: uno por cada cuatro libaneses. Aunque en el país no se ha hecho un censo oficial desde 1932, en un intento de mantener el balance entre las religiones y no revelar cambios demográficos, su población actual se estima en 5,9 millones de libaneses. ¿Y refugiados? Según datos de las Naciones Unidas, podría haber 1,5 millones de sirios –escapando de la guerra civil que azota a su país desde 2011– y 475.000 palestinos que llegaron después de la creación de Israel en 1947 y la nakba, cuando 80% de la población árabe del Mandato de Palestina fue expulsada. En regiones como el Bekaa, el árido valle donde se encuentran las ruinas romanas de Baalbek, la población siria podría equivaler al 35,8% del total. En Beirut, el número podría estar en torno a 26%.

Por ende, no es extraño encontrarse con refugiados. Están en prácticamente todos los pueblos y ciudades, incluso aquellas que son cristianas en su totalidad. Hay niños sirios trabajando en los cafés, barberías o bodegas. Tampoco es extraño encontrarlos, junto a los beduinos, pidiendo limosna en pueblos donde aquello era casi inexistente hace unos años. La ley libanesa, además, prohíbe explícitamente su nacionalización para evitar beneficiar desproporcionalmente el peso demográfico de alguna de las religiones del país.

Así, viviendo de los pocos trabajos precarios que les permite la ley libanesa o de la ayuda de las Naciones Unidas, los refugiados se han asentado en carpas, en edificios abandonados, en cuartos pequeños con múltiples miembros de una misma familia o –como sucedió en Zgharta– en lo que solían ser gallineros. La situación, por supuesto, ha generado todo tipo de tensiones políticas y xenofóbicas: en junio, Human Rights Watch denunció que las Fuerzas Armadas Libanesas han estado deportado a miles de sirios a su país de origen.

Achrafieh

Pero esta nación también es una historia de flujos emigratorios: según algunas estimaciones, podría haber más libaneses en Brasil que en el propio Líbano. He allí otra posible respuesta a la vitalidad inextinguible de Beirut: 38% del PIB del Líbano son remesas. Para ponerlo en perspectiva: según cálculos recientes de Ecoanalítica, las remesas serían alrededor de 5% del PIB de Venezuela; cuyos ciudadanos hoy forman parte de una de las mayores crisis migratorias de tiempos modernos. Los dólares hacia el Líbano fluyen desde Brasil, Australia, Venezuela, Estados Unidos, Senegal, Costa de Marfil, Nigeria, Dubái, Arabia Saudita… un subsidio constante que mantiene a flote a gran parte de la población libanesa. Una economía sostenida por su vasta diáspora.

El flujo de remesas –y la llegada de migrantes y sus descendientes cada verano (este año, se calcula, unos 2 millones de personas visitaron el Líbano en el verano)– también alimenta una suerte de burbuja económica, dando paso a una realidad opípara y disparando los precios muy por encima de los bajos ingresos de la población general. El Líbano, desprovisto de recursos naturales, no sufre la enfermedad holandesa, afirma The Economist: en cambio, atraviesa “el problema fenicio”, generado por el consumo de su diáspora; un nombre que evoca el pueblo ancestral de los libaneses y que –como ellos con su diáspora– se estableció en comunidades comerciales más allá de sus fronteras.

Mejor en las montañas

Pero las remesas de esa diáspora han alimentado la estabilidad de ciertas regiones, lejanas a las ruinas de la explosión. Ehden –el pueblo ancestral del que proviene mi familia– es prueba de eso: otra postal de la resiliencia de los libaneses. Ubicado en la cima de montañas rocosas que se tornan rosadas en las tardes y las cubre la nieve más pura cada invierno; Ehden –de calles estrechas y frescas, salpicadas de abedules y pinos– existe como un santuario de casas de piedra caliza, ventanas azules y techos de tejas anaranjadas. Al caer la tarde, la neblina lo cubre hasta desaparecerlo.

Aunque rural y remoto, hace ebullición de vida: en su plaza central, el Midan, los niños juegan con cebollitas bajo árboles enormes. Los cafés, que son muchos, revientan de gente. Hay familias. Hay mesas de muchachos que coquetean con sus miradas a jóvenes sumamente occidentalizadas.

Líbano Beirut
Atardecer en Ehden

Durante el verano, los adolescentes trabajan de meseros para hacer un poco de dinero. Hay tráfico: las camionetas se detienen para ver quiénes están en ese momento en el Midan y si vale la pena bajarse a alguno de los cafés. En las noches, como si no hubiese crisis eléctrica, se iluminan bombillos y lámparas chinas que flotan sobre las calles. Se escuchan risas, y las palabras en español e inglés revientan entre el árabe: gran parte del pueblo emigró en el pasado a Venezuela y Australia, desde donde reciben a sus descendientes cada verano. Las remesas, y la economía dinámica del pueblo, han mantenido una clase media cuyos niveles educativos superan a sus ingresos.

En el norte, los apagones son menos frecuentes. La vida, aunque con grandes dificultades económicas, es más amena. Los precios, en comparación a Beirut, son menos elevados. Allí, viviendo en las mismas casas y caminando las mismas calles que han habitado sus ancestros por los últimos tres milenios, los locales se resisten a renunciar al Líbano. ¿Qué es una tempestad económica, que es un colapso, ante sus cielos brillantes, sus iglesias de piedra y sus almuerzos infinitos? Por ello, como esperando que pase una tormenta de las miles que han sacudido al Líbano en su historia, los nativos de Ehden simplemente continúan con sus vidas, esperando que, más pronto que tarde, escampe. Así ha sido siempre, el ciclo eterno de llueve y escampa.

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