Opinión

Con el Leviatán en la playa (en torno a la igualdad y la guerra)

Esta Semana Santa estuve en La Hacienda La Rosa, en Puerto Cabello, una playa «regentada» por militares. Llegué temprano, me hice mi lugar en el mundo y allí me sembré dispuesto a pasar un buen rato bajo mi toldo, leyendo de lo más feliz —ya sabremos qué libro— y despreocupado, hasta que un carro que se estacionó a mis espaldas, a unos 20 metros, abrió su maletero y dejó salir un chorro feraz de reguetón

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Nada tiene de particular la situación, ¿verdad? Así somos, así es Venezuela y así debe ser en cualquier parte del mundo latinoamericano, digo yo. Reguetón a todo volumen en la playa, porque somos felices, porque somos chéveres, porque queremos compartir nuestra alegría caribeña con la humanidad.

Alguna vez, tengo entendido, quien se atrevía en aquella playa a poner música a todo volumen, recibía un llamado de atención de parte de los militares. La autoridad en aquel entonces, sabía, supongo yo, que el bien común es precisamente eso, un bien común, un bien para todos. Supongo también que la autoridad de aquel entonces sabía que si se vulneran los derechos de uno, aunque sea de uno solo, pues ya estamos cayendo en una especie de tiranía: el que pone música a todo volumen está tiranizando al resto de los bañistas, así de sencillo.

¿Saben?, uno también va a la playa a descansar y a leer. A leer, sí, esa cosa tan rara, tan de bicho raro. La playa, queridos amigos cerveceros que viven la vida de los avisos cerveceras de las marcas de cerveza no es única y exclusivamente un montón de panas riéndose a carcajadas y pasándola bomba (con la música a todo volumen, supongo). Los lugares comunes son el colmo de la mala educación, ¿no cree usted? Y un lugar común muy extendido es el siguiente: la playa del Caribe es divertida, y debemos todos divertirnos en la playa, sobre todo si somos venezolanos, que somos, todos por igual, muy chéveres.

Todos los hombres somos iguales, de eso no me cabe duda. Hobbes, en el Leviatán, lo postula como un estado natural. Pero hay que tener cuidado con esa idea de igualdad. Según Hobbes, de la igualdad procede la desconfianza, pues todos los hombres, en su igualdad, desean lo mismo, y de allí nace la confrontación. No existe, para Hobbes, la felicidad como un estado al que se llega o se alcanza (no existe la felicidad como «bien supremo», tal como decía Aristóteles). El hombre vive constantemente deseando en un afán incesante de poder, que sólo culmina en la muerte. De allí surgen las guerras, justamente de la igualdad. Hobbes teme a la guerra civil, que es la muerte del ser artificial concebido por el arte del hombre y que controla a todos los hombres: el Estado. Pero para Hobbes, guerra no es solamente batallar. También hay guerra en la manifestación o el deseo constante y claro de lucha. Tan sólo el Estado puede traer la tranquilidad, dirá Hobbes, tan sólo las leyes.

Yo, querido lector, no puedo menos que pensar en nuestro país. En nuestro triste país. Tenemos quince años, quince años, querido lector, en guerra. En guerra civil. En guerra de todos contra todos. Sí, ya he leído por ahí que es exagerado hablar de guerra civil, pero pensemos en lo que dice Hobbes, pensemos en su concepto de guerra civil. Hemos vivido en guerra, todo es batalla, todo es lucha, todo es vencer, aplastar, triturar, poner de rodillas, acabar, destronar, derrotar al enemigo en esta revolución. Todo es furia contra alguien. Contra los burgueses, contra Obama, contra los oligarcas (por cierto, ¿cómo un gobernante puede acusar de oligarca a quien está en la oposición, si oligarca es que el que está en el poder?). Todos estos años hemos tenido nada más que campañas electorales, marcadas siempre por los signos de la guerra. Pero además, lo sabemos, uno de los grandes estandartes de esa guerra ha sido la igualdad. El pueblo glorioso de Bolívar había perdido su libertad y su igualdad. En revolución ha vuelto a recuperar lo que por derecho y naturaleza le pertenece.

La verdad, que han sido deformados los conceptos de libertad e igualdad, y la ley, esa ley tan deseada por Hobbes, ha sido secuestrada y usada a discreción. La ley ha quedado para uso exclusivo del Estado. Afuera en la calle, no hay ley, porque todos en la calle tenemos que ser iguales. Eso se la dicho a la gente una y otra vez: ya basta de oligarcas, nos vociferaron, ya basta de capitalistas, ahora todos somos iguales. Sí, ahora todos somos iguales, y no tenemos ley (hasta que los más fuertes se impongan sobre los más débiles y creen sus propias leyes de facción, cosa que ya está pasando y pasará).

Allá, en aquella playa de Puerto Cabello, todos fuimos iguales, pero con una igualdad mal entendida. Allá, en aquella playa de Puerto Cabello, hubo guerra: alguien se impuso sobre los otros con su música de reguetón a todo dar. Allá, en aquella playa de Puerto Cabello, a pesar de los reclamos, los soldados nada hicieron. Sí, sí, tienen razón, es un abuso, dijeron, ya vamos a resolver eso. Y no lo hicieron. No lo hicieron porque la ley ha sido secuestrada con el fin de dejar un afuera caótico donde estamos todos en guerra, todos sin ley. El Estado se mantiene en su círculo de poder de topus uranos, y lanza a la población en un coto, en un cerco, en una redada de todos contra todos. Así nos gobiernan. No gobiernan en la guerra.

Dice Hobbes que en semejante guerra nada es injusto, las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia está fuera de lugar. Cito a Hobbes directamente, y me estremece su carácter casi profético: «En la guerra, fuerza y fraude son las dos virtudes cardinales». Y lo vuelvo a citar, sin dejar de pensar en el país: «Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que pueda conservarlo».

Así es, querido amigo, mientras tanto, aquel día en la playa, yo leía a Hobbes.

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