Opinión

Roto-rotten (en torno a la moda de hablar mal de nosotros mismos)

Ya uno no sabe si reír o llorar. ¿Qué nos han hecho? ¿Qué terminamos siendo? Lo digo, o me lo pregunto, porque he estado leyendo lo que se dice de los venezolanos afuera. Se habla de su altanería, de sus aires de superioridad, de su mala educación. No extraña que así sea, estamos rotos, salimos rotos del país, cargados de males y oscuridad. Afuera no hacemos sino mostrar lo roto que estamos, que tan rotos-rotten estamos por dentro.

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¿O es que siempre hemos sido así? Recuerdo de otros viajes, de otras épocas, a los venezolanos en los aeropuertos, cargados de aparatos electrodomésticos, con decenas de maletas, recuerdo que les gustaba hablar en voz alta, hacerse notar. Recuerdo que me caían pésimamente esos venezolanos y su escándalo, su sabrosura. Quizás siempre hemos creído que el dinero lo es todo. Nuestra maldición siempre fue el petróleo, su dinero fácil. Hoy lo sigue siendo, por supuesto. Ahora, además, estamos rotos, rotos-rotten. Y sin dinero. O con dinero tan sólo unos pocos.

Ya uno no sabe si llorar o reír. Los venezolanos de acá, rotos-rotten por igual, parecen contentarse con la mala fama de los que se han ido a otras partes a vivir, algunos con dinero, otros con una mano adelante y otra atrás, se sabe. En ocasiones siento, de verdad, que muchos gozan mostrando en Facebook los textos que hablan de esa mala fama de los que se fueron. Como si fuesen todos, además. Generalizar es siempre más fácil, sin duda.

Estamos rotos. Rotos-rotten. Ya no sabemos querernos. Todo lo hemos puesto en tela juicio. Y no está mal ponerse en tela de juicio, buscarse. Pero estamos tan rotos que nos buscamos en lo oscuro, en lo malo y respondemos o nos pensamos desde lo oscuro y lo malo. El venezolano no ama a Venezuela, Venezuela no es realmente hermosa, el venezolano es mal educado, el venezolano es violento, el venezolano es soberbio, el venezolano es racista, trata mal a todo el mundo.

Estamos rotos. Rotos-rotten, y repetimos por las redes sociales esas nuevas consignas de la venezolanidad. Cuánto daño nos está haciendo el uso indiscriminado de las redes sociales. Cuánto daño nos está haciendo las deformaciones de la mentada libertad de expresión. Cuánto daño nos hace ignorar nuestras responsabilidades.

¿Somos tan malos así? Yo creo que tenemos roto el orgullo, las ganas, la voluntad, la virtud. Por un lado la revolución, que nos atacó y nos atacó, que dividió el país entre amigos y enemigos, que hablo de aniquilar, destruir y pisotear, y por otro, la auto lástima cuasi orgullosa de moda que no hace más que vendernos apreciaciones superficiales de nosotros mismos. Para mí, esto último se resume en una sola frase: «El venezolano es emprendedor». Del carajo pues, somos emprendedores, los héroes de la crisis, los inteligentísimos que, a pesar de todo, salimos victoriosos, por encima de los nacionales de otro país, por encima del resto de los inmigrantes. A donde vamos montamos negocios y ganamos mucha plata, mucha. Y aquí, en el país, también somos emprendedores. Arrechísimos.

Ya uno no sabe si reír o llorar. ¿En qué nos hemos convertido?

Todos contra todos, vamos hacia el abismo. Lidera la marcha un grupo de egoístas que no han hecho más que llevarse el país en sus bolsillos y decir que aman al pueblo, pero que en realidad odian tanto. La dialéctica amigo-enemigo les funcionó. Quién sabe si Carl Schmitt estaría orgulloso. Marx, Schmitt, Negri, y muchos más, mal leídos o bien leídos, o como usted quiera, constituyen el pastiche de ideas que revolucionaron la cabeza de Chávez y compañía. Y claro, meta ahí también ideas propias de Chávez que él solito pensó, no faltaba más… Después Rubén Blades se arrecha cuando Ibsen Martínez habla de lo peligrosas que pueden ser las ideas. Venga y vea cómo el poder constituyente de Negri —entre otro montón de ideas— le dio poder a todos y cada uno de los pranes carcelarios, colectivos y «políticos» de este país.

Lo cierto es que desde hace rato no sabemos actuar sino con ira, formamos un escándalo por nada, nos indignamos, insultamos. Dolidos, ofendidos, reaccionamos como novias abandonadas. Y por supuesto, no es que a uno le parezca que todo en Venezuela es maravilloso ni que el venezolano es la hostia. Lo que hablo acá es de cómo, en estos últimos tiempos, ponemos todo bajo lupa, pero lo hacemos desde el dolor, desde la rabia, desde el ánimo de ridiculizarnos a nosotros mismos. De jodernos a nosotros mismos. Es como si dijéramos: yo estoy jodido, que se jodan los demás. Y para las buenas noticias pareciera que no tuviéramos tiempo. Que no tuviéramos ojos. Es como si nadie quisiera hablar de las cosas buenas. Un país no se construye lanzándonos piedras entre todos.

Hay quienes creen que la palabra tiene un poder mágico. Y no se equivocan, la palabra obra sobre los seres humanos. Cuando entran, nos transforman y viven en nosotros. Y si bien no podemos evitar su invasión ni tampoco hacernos un mundo color rosa que se contradice con la realidad, tampoco podemos dejar que sólo las palabras oscuras obren su virulenta magia en nosotros. Palabras oscuras, acciones oscuras: soberbia, odio, maltrato, intolerancia, y para usted de contar.

Y entiéndase, léase bien: tampoco estoy pidiendo un nacionalismo extremo ni un orgullo forzado, sensiblero y propagandístico. Mucho menos estoy diciendo que esté país esté de mil maravillas. Hay razones de sobras para estar de pésimo humor. Pero dejo en claro y subrayo lo dicho, porque parece que últimamente uno debe subrayar y aclarar cualquier cosa que diga, sabiendo incluso que por más que aclares te van responder o a interpretar sin realmente haberte leído. Estamos en tiempos de crisis y de crítica, pero hacer crítica no es ser mezquino ni implica aprovechar las coyunturas para sacar la porquería que llevamos por dentro en esta guerra de nosotros contra nosotros mismos.

Pero así estamos, rotos-rotten. Y ya yo no sé si reír. Ya no sé si llorar.

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