Opinión

El asesinato de Jesse James (en torno al uso de la memoria de un muerto)

Volví a disfrutar hace poco en MaxPrime de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Este film de 2007 está dirigido por el neozelandés Andrew Dominik y lo protagoniza Brad Pitt, en el rol del forajido, y un muy solvente Casey Affleck, haciendo de Bob Ford, rastrero y acomplejado asesino de James.

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La cinta, que se me antoja magnífica, no se detiene en la muerte de James, sino que va más allá y nos muestra los días de Ford luego de su vil acción, y digo vil, porque Ford mató a su jefe en la propia casa de James en Misuri, una mañana luego del desayuno, con su mujer y sus dos hijos allí y de un tiro por la espalda. Unos minutos antes, por causa del calor, James se había quitado el saco y también el cinto con el arma y lo había dejado todo sobre una cama. Quería abrir las puertas de la casa para que entrara algo de fresco, por lo que, al quitarse el saco, también tuvo que deshacerse de la pistola, pues no podía permitir que los vecinos sospecharan al verlo armado (para ese entonces vivía clandestino bajo el apellido Howard). Esa fue la oportunidad de Robert Ford para atentar contra la vida de James.

Ford, se sabe, había pactado la muerte de su jefe con el gobernador del estado, Thomas Crittenden, a cambio de una recompensa de diez mil dólares y, por supuesto, de su libertad (cabe decir que Ford, unos años antes, había matado a un primo de James y, claro está, temía que algún día su jefe descubriera que había sido él quien había tirado del gatillo). De modo que aquella mañana de 1882, James se paseaba desarmado frente Robert y al hermano de Robert, Charlie. En cierto momento, James se fijó en un cuadro de un caballo que colgaba de una pared. Le pareció que estaba algo sucio, tomó una silla y se subió para limpiarlo. Con James montado sobre la silla, así, desarmado, de espaldas, Ford aprovechó para dispararle. El tiro le dio en la cabeza. Cuando la mujer entró al salón dando gritos y preguntándole por qué había matado a su marido, Ford respondió que juraba por Dios que él no lo había hecho. Luego salió corriendo con su hermano a notificarle a Crittenden por telégrafo lo que él consideraba una buena nueva.

Ford creyó que se haría famoso con la acción. Pero su fama, en realidad, fue infame. Si bien muchos celebraron la muerte del terrible bandolero, también muchos vieron allí una cobardía. Fuese quien fuese aquel hombre, su muerte había ocurrido de un modo vil, indignante. Nadie merecía morir así. James, además, tenía sus admiradores; en su juventud había sido un miembro de las guerrillas confederistas de William C. Quantrill. En sus asaltos, en sus acciones criminales, algunos veían cierta rebeldía romántica, cierta resistencia contra la Unión, orgullo aún persistente a pesar de la derrota de los Estados Confederados (recordemos que una parte de la población de Misuri se alzó en armas contra la Unión). Otros lo admiraban porque era un ladrón elegante, incluso fiel a su mujer y buen padre.

Me interesa sin embargo destacar lo ocurrido luego del asesinato. Ford, que al parecer no recibió todo el dinero que esperaba, pero que sí obtuvo su libertad, empezó a venderse como el glorioso asesino de Jesse James. Cobraba por tomarse fotos con la pistola que usó para matarlo (se dice que se la había regalado el mismo James), y no contento con esto, durante un tiempo, representó en teatros, una y otra vez, la escena de su muerte. En la obra, titulada The Outlaws of Missouri, Charlie hacía de Jesse James y Bob se interpretaba a sí mismo. Por supuesto, en aquella representación, Ford le pegaba un tiro a James al voltear, un tiro en el pecho, de frente. Ford actuó su crimen unas ochocientas veces, así como en el Infierno, se dice, algunas almas están condenadas a repetir hasta el delirio su pecado. Me pregunto qué pensaría Ford en aquellos momentos, cada vez que apretaba el gatillo, cada vez que sonaba el tiro falso, cada vez que salía el humo del cañón de la pistola, cada vez que James caía al piso, herido de muerte y cada vez que la actriz entraba y se tiraba al piso y abrazaba a su marido. ¿Qué pensaba Ford siempre que se tomaba una foto con la pistola, o cuando se apagaban las luces del teatro? ¿Qué pensaba?

Usaba el nombre de un muerto para su provecho, para su desgraciada notoriedad. Porque a Ford lo persiguió el infortunio. Charlie, atormentado por su felonía, se hizo adicto a la morfina y terminó quitándose la vida, y a Robert la gente lo rechazaba. En la obra, por ejemplo, le lanzaban objetos y desde la oscuridad le llamaban cobarde y traidor. Anduvo siempre en perpetua fuga, no duraba mucho en los lugares, temía que lo mataran, que en alguna vuelta de esquina, Frank, el hermano de Jesse, se le apareciera y tomara venganza. Quizás no supo que aquel temido Frank se entregó a la ley el mismo año de 1882 y luego se dedicó a vivir una vida tranquila. Recaló sus huesos en Saint Louis (Misuri), vendiendo entradas en un teatro de burlesque que lo usaba como atractivo: «Venga y cómprele un tiquete de teatro al mismísimo forajido Frank James».

Con todo, Ford murió asesinado. Lo mató un tal Edward O’Kelly de un tiro de escopeta en 1892. No se sabe si su muerte tuvo que ver con el asesinato de James. Pero quien a hierro mata…

El hecho es que nuestro asesino quiso usar el nombre de su víctima, de un fallecido, para hacerse un lugar en el mundo. Los cobardes usan a los muertos, los cobardes terminan haciendo de la traición una epopeya. James, además, no era un héroe, todo lo contrario, pero tan erróneamente actúan los rufianes que, bajo su mirada, el más bajo de los seres humanos termina convirtiéndose en una figura de altura, absurdamente amada. Así son los miserables, incapaces de ser por sí mismos. En la cinta, Affleck personifica tal espíritu de manera genial: lo muestra como un pobre hombre, lleno de dudas, de miedos, de complejos, un pobre imbécil que no sabe ser él mismo, que no es capaz de dejarle nada bueno al mundo. Los protervos quieren fama, una supuesta gloria, y la logran haciéndose notar desde lo oscuro, destruyendo, trayendo el caos. Es lo mejor que saben hacer, son excelentes para mentir y destruir mintiendo. Algunos, como se ve en la cinta —y en nuestra realidad de hoy— se aprovechan de la memoria patética de un muerto ignominioso pero carismático para intentar seguir a flote. Al final del día, hasta la manipulación de esa memoria les sale mal.

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