Opinión

La anormalidad política

Los que están al frente son los herederos de un carisma malogrado que ahora no tiene cómo hacer milagros, ni como sostener las viejas promesas, ni como decir la verdad. 

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Por: Victor Maldonado | @vjmc

Algunos piensan que el comunismo que estamos viviendo es una condición inmutable. Que una vez inoculado en la frágil Constitución republicana no hay forma de salir de la trampa, perfectamente montada por el castrismo cubano, los genios del mal contemporáneo latinoamericano. Algunos están completamente convencidos que también nosotros pasaremos más de medio siglo tratando de desprendernos de esta tragedia, especie de maldición milenaria, imposible de evadir o de sortear. Los que así piensan y predican ya tienen sus maletas preparadas o hace mucho tiempo se fueron del país y nos dejaron al resto la tarea de resolver esta desdicha.

La peor actitud para encarar al régimen es la desesperanza aprendida y la sensación de derrota anticipada. La mejor es el sentido de realidad, el cable a tierra, la capacidad para hacer un buen balance de lo mejor y de lo peor, de lo que nos sirve y lo que opera como fardo. No podemos partir de la idea de que este régimen es insuperable, y que lo que nos toca es aguantar, sufrir las consecuencias, adaptarnos o huir.

Esta enfermedad social hay que caracterizarla mejor, sin extravagancias y sin escrúpulos. No hay que exagerar lo que ya es suficientemente grave, tampoco hacer insignificante lo que está lleno de peligros. El deber intelectual es determinar qué es lo que tenemos al frente y cómo podemos conjurarlo.

Vivimos una conflagración de narrativas. Las hay de todo tipo, unas más interesadas que otras. Algunos incluso han rentabilizado su propio cuento. Luego de 17 años no es difícil que se haya querido imponer una versión de indestructibilidad de lo que hay, olvidando la lección más elemental del Arte de la Guerra: que las victorias comienzan por mantener en alto la moral del ejército.

Por eso, mejor echemos el cuento. Había una vez un líder carismático que, como todos los líderes carismáticos, pasó por aquí destruyendo y desestructurando instituciones y organizaciones para fortalecer lo único que a un líder de ese tipo le importa y le sirve, esa ligazón emocional, erotizante, fraudulenta y fútil que transforma todo lo racional en sensaciones inabordables.

Max Weber, cuando analizó la dominación carismática y su transformación, describió sus peligrosos atractivos: es la exacerbación del poder de la voluntad y la anulación de todas las libertades de los que se ven sometidos a su encanto.

Pero, así como es intenso en su conexión, como si se tratara de un rayo, así como viene se va, porque ¿qué pasa cuando el portador del carisma desaparece? Porque eso fue lo que ocurrió. Chávez se murió y ahora está condenado a ser una referencia lejana, gaseosa pero absolutamente responsable de haber dejado el país en la carraplana y a cargo de una coalición inestable de segundones a quienes solo une una expectativa de supervivencia perfectamente expresada en la frase “socialismo o muerte”.

La caída del régimen comenzó con la muerte de su líder. Y claro, con el colapso de sus presupuestos, precios petroleros altos y capacidad distributiva intensa, fundada en la irresponsabilidad de promover consumo improductivo a través de una maraña de incentivos perversos que nos convirtió a todos en cómplices y coparticipes del saqueo nacional.

El líder carismático no sobrevive en condiciones de normalidad. Lo de ellos es proceso y arrase. La estabilidad racional, los límites del estado de derecho, la determinación de las competencias, la división de poderes, la interlocución con factores de la sociedad civil, la libre expresión y el escrutinio de la gestión pública no están hechos para ellos. Lo de ellos es movilización y festín.

Pero no nos desviemos de la línea argumental principal. El carisma del socialismo del siglo XXI está enterrado en El Cuartel de la Montaña. Los que están a cargo no son líderes con carisma, todo lo contrario, son personajes grises, dependientes de un guión que no tiene futuro sino pasado, condenados a la nostalgia y a los estrechos límites de estar interpretando lo que quiso decir uno que ya está muerto, voceros de efemérides que han dejado de tener significado, y beneficiarios de ese desencanto que suele ser la consecuencia de los finales de fiesta.

Estos que están al frente son los herederos de un carisma malogrado que ahora no tiene cómo hacer milagros, ni como sostener las viejas promesas, ni como decir la verdad. Los herederos, sin tener la capacidad ni el talante, tienen que dar la cara a la desolación que ellos mismos han provocado, sin tener ni siquiera destellos de inteligencia política. Son elementales, bárbaros de nuevo cuño, malandros que nunca han trabajado con formalidad. Ellos son parte de ese aluvión de secuaces que siempre traen consigo los períodos de desborde emocional. Ellos son herederos por accidente, resultado de una patraña conspirativa y las ganas de los cubanos de seguir chuleando hasta los tuétanos la economía venezolana.

Ellos sienten que tienen un mandato. No pueden perder en sus manos todo lo que supuestamente han logrado. Pero no saben cómo. El único camino imposible es emular un carisma que no tienen. Enmascararse de Chávez los hace patéticos. Los convierte en viudas hipócritas y falsarias, que se han quedado sin encanto y que no tienen otro remedio que explotar intensamente la mentira que ya no rinde y la represión que se les está volviendo más costosa. Las mentiras las están pagando con una disonancia creciente con lo que se aprecia en la realidad. Y la represión la están cancelando de contado con el incremento de la insatisfacción y la deserción masiva de lo que antes eran cuadros leales.

Porque no es poca cosa que el discurso oficial sea permanentemente contrastado con evidencias audioviduales de una realidad que los desmiente. Ellos dicen que hay pleno abastecimiento, pero las imágenes muestran colas recalcitrantes y pedidos al mayor de ayuda para comer o tener a la mano una medicina. Ellos insisten en que todo forma parte de una conjura internacional y la realidad les devuelve en forma de desmentido las imágenes de familias hurgando entre la basura, o la mala noticia de un niño que murió porque no alcanzaron a darle el remedio que necesitaba. ¿Saben qué? Esa pelea la ganó hace rato la realidad.

¿Y la represión? Ellos la siguen administrando, pero cada vez con menos impunidad. Nadie cree, por ejemplo, que no fue el mismo gobierno -por mampuesto- el que desnudó y violó la dignidad de los seminaristas de Mérida. Nadie cree que los colectivos actúan al margen del debido permiso y la impunidad garantizada por el gobierno. Nadie puede imaginar que los carceleros que abren las puertas para que salgan a pasear lo pranes y a la vez impiden que Leopoldo Lopez o Antonio Ledezma reciban visitas no lo hagan en representación del alto mando cívico militar que dice dirigir los destinos del país.

La mano del régimen se siente y se aprecia en cada golpe, cada agresión, cada emboscada y cada ruindad. Ellos creyeron que podían hacer lo que les diera la gana porque habían comprado la complicidad de todo el continente. No contaban con los vientos de cola. No solamente que es diferente un sinvergüenza con real que uno arruinado, sino que los gobiernos de Brasil, Argentina y Perú son de otro signo, diferente al contubernio del Foro de Sao Paulo, cuyos líderes están embarrados en una corrupción que ya no pueden ocultar.

Los países no tienen amigos sino intereses. Venezuela, en tiempos de balurdez política, petróleo barato y hedor antidemocrático no tiene atractivo alguno. El crédito se les venció y ahora somos los cornudos del continente. Los sucesores creyeron que a cuenta de los favores concedidos tenían todavía la posibilidad de exhibirse con esa prepotencia propia de los tiranos. Creyeron que les iba a salir gratis pero la verdad es que les está saliendo oneroso. Perdieron la OEA, nadie los quiere en Mercosur, no son creíbles sus iniciativas de diálogo ni sus supuestos mediadores.

Y es que los regímenes represivos apestan a contubernio. Nadie se quiere sacar una foto con ellos, y no hay suficientes burros de ese tipo en el mundo, como para buscar uno con quien rascarse. Ni en Cuba les hacen miriñaques.

Todo parece indicar que el régimen es una pócima obligada que nadie está dispuesto a tomar si no es estrictamente necesario, una mezcla tóxica de mentira y represión sistemática que los convierte en rehenes de ellos mismos y los ha venido transformando en un mal cuento de cuarenta ladrones sin Aladino y sin lámpara mágica.

La tragedia de ellos es que lo que heredaron no fue un sistema sino un tumulto. El dedo-ubre que asignaba responsabilidades y beneficios desapareció y no dejó ni siquiera el “abracadabra” que abre la cueva. La estructura carismática -sostiene Max Weber- no presenta ningún procedimiento ordenado para el nombramiento o sustitución; no conoce ninguna carrera, ningún ascenso, ningún sueldo, ninguna formación profesional del líder o de sus ayudantes, ninguna autoridad diferente, ninguna jurisdicción, competencia, institución independiente o magistratura que pueda ejercer autonomía.

El único principio ordenador es el gesto del líder, el dedo que señala, la palabra que designa y ordena. Y por eso mismo, ningún régimen de ese signo sobrevive al silencio de su progenitor. Lo que queda después es este desorden sin resultados, esta estética tan burda de una alianza entre civiles radicales y militares que se desprecian mutuamente pero que trágicamente no pueden desentenderse unos de los otros. Ocurre que el poder está fragmentado entre ellos, y como vimos recientemente, ni Padrino ni Nicolás pueden desembarazarse el uno del otro. Allí están, en esa cordialidad del incordio, suspicaces e intentando una convivencia inviable. ¿Saben por qué? Porque no hay instancias de apelación ni reglas del juego estables. ¿Es esto sostenible?

El régimen carismático está malogrado porque sus resultados son malos. El éxito es el gran decisor de la suerte de este tipo de regímenes. No hay milagros redistributivos, si se agota el caudal para mantener vigente la oferta populista, si ya no es posible ni repartir ni divertir, lo que antes era éxtasis rápidamente se convierte en decepción creciente. ¿No es esto lo que está ocurriendo con irreversibilidad taxativa? ¿Alguien cree que Nicolás puede remontar la cuesta de impopularidad e invalidación? ¿No es esta una cueva de cuarenta ladrones sin Aladino, sin Abracadra y sin lámpara mágica?

Max Weber continua su anatomía patológica del carisma. Todos los “héroes carismáticos” -dice el sociólogo alemán- van en busca de su botín, pero siempre rechazando como indigna toda economía racional. Es siempre lo contrario a toda gestión económica ordenada. Son siempre el poder antieconómico. Lo de ellos es al arrebato y el arrebatón. Ellos dicen que renuncian a cualquier estipendio a la vez que promueven y aprovechan el cheque en blanco, el nepotismo, el clientelismo, el compadrazgo que ejercen sin rendir cuentas al país. Ellos dicen inmolarse, pero la verdad es que acumulan y despojan. No hay post-carisma que no desengañe cuando se comienzan a descubrir sinvergüenzas y sus sinvergüenzuras, fortunas mal habidas y modos de vida que son injustificables. ¿Alguien duda que este va a ser el resultado?

La autoridad carismática es, de suyo, inestable. Eso es lo que estamos viviendo con un marinero raso ascendido a almirante cuyo barco se está hundiendo sin tener ni la más remota idea de cómo sortear la tragedia, y sin querer inmolarse con el naufragio. Max Weber escribió la sentencia a muerte del carisma. “Es inestable -dijo- porque su autoridad solo la alcanza y la mantiene por la prueba de sus propias energías en la vida. Si quiere ser un profeta, debe hacer milagros. Si quiere ser un caudillo guerrero debe realizar acciones heroicas”. Lo que no es concebible es el fracaso sistemático.

Al régimen hay que abatirlo en el campo de batalla de la realidad. No hay carisma que aguante una confrontación racional. De lo que se trata es de desalmar la oferta del socialismo del siglo XXI. Hay que mostrar sus consecuencias, la pobreza, el hambre, la represión, la destrucción del bolívar, el saqueo de las reservas, el envilecimiento de la política, la anulación de las esperanzas, el maltrato de lo popular, el desprecio por la vida, la indiferencia por el dolor ajeno, la corrupción indebida, la impunidad que ofrecen al delito y la escasez de inteligencia que aplican al intentar resolver el problema.

Max Weber sostiene que la ruptura del carisma-incluso en los despojos en que la han convertido sus herederos- necesita la implosión de la vivencia psíquica del régimen de dominación. Los que tenemos que entender que esto se acabó somos nosotros, porque somos nosotros los que interiormente hemos adquirido, apropiado y vivido la situación de opresión. Somos nosotros los que tenemos que creer que esto es inviable, y por lo tanto, ni comprar ni vender que esto es una lacra que nos va a acompañar por muchos años más.

Intentar con éxito la ruptura requiere una alternativa racional, un nuevo canto de batalla, otra realidad que podamos construir, una vivencia diferente. Por eso mismo no podemos cambiar este liderazgo carismático por otro de igual signo. Ni podemos ofrecer un socialismo como alternativa a este fracaso socialista. Debemos contrastar, tanto en la forma de presentar el liderazgo, como en el contenido de la oferta.

Si lo más importante es cambiar el comportamiento, debemos apelar a nuevos sentimientos, nuevas metas, nuevos procederes, nuevas formas de ver los viejos problemas, y nuevas soluciones y formas que entren por las emociones y se asienten en las mentes de los venezolanos. Ese es el desafío de la alternativa democrática. Ese es nuestro desafío. Los funerales están preparados. El entierro está acordado. Hagamos el velorio, enterremos al muerto y salgamos a encarar el futuro, porque “el muerto al hoyo y el vivo al meollo”.

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