Opinión

Tusilandia queda en Oriente

Algo se agita y huele mal en Anzoátegui. ¿Qué pasa en El Tigre que quiere ser como Las Vegas? ¿Qué es lo que se mueve en Lechería (la que se escribe sin s)?

El Tigre
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Cuando Ernesto Paraqueima –alcalde de El Tigre, arropado por el barco corsario que es Alianza Democrática– aprobó el Pacto Simbólico de Convivencia, autobuses con banderitas arcoíris partieron a aquella pequeña ciudad anzoatiguense para celebrar los primeros “matrimonios simbólicos” igualitarios en marzo: el pacto, flotando en áreas grises legales, otorga a parejas del mismo sexo la decisión conjunta sobre sus bienes. Un cuasi-matrimonio en este país del disimulo de códigos penales que se usan para los pisos de las jaulas de los loros y de constituciones que lanzan a la trituradora de papel.

Por supuesto, El Tigre no buscaba meramente transformarse en un Massachusetts de los llanos orientales (mucho menos en el San Francisco tropical, que Chacao se ha apropiado con su ciclovía arcoíris y su bandera alzándose junto al obelisco en junio). En cambio, como demuestran los paquetes turísticos de varios cientos de dólares en torno al Pacto Simbólico, el acalde de El Tigre –o al menos eso dicen los medios franceses– busca transformar a su ciudad en Las Vegas de Venezuela.

Sin duda, el alcalde –excéntrico, surfeando la ola de Lacava-wannabes o animadores de «La Bomba» transformados en políticos– es un hombre de visiones grandiosas para una ciudad golpeada por el desplome catatónico de la industria petrolera: eso es lo que dice unpuff piece de El Nacional, donde Paraqueima promete convertirla en la ciudad más importante de Venezuela.

De cumplir su sueño de fiebre de verano, El Tigre dejaría de ser un outpost en la frontera de la Faja Petrolífera del Orinoco donde larguísimos carros de los setenta –ruinas de la Venezuela Saudita– se aglomeran bajo un cielo de cables eléctricos que surgen de casitas que resisten el calor, para convertirse en un oasis de casinos y súper resorts donde pululen todos los freaks del mundo. Allí, donde las parejas del mismo sexo podrán rápidamente “casarse” en edificios rosados, surgirán casinos-resorts de vidrio color morado Cine Citta, moteles temáticos de las islas griegas y Hawái (con mesoneras de senos gigantes cubiertos con cocos), un circo prepaguesco y –solo si fidedignamente desea ser como Las Vegas– capas de tarjeticas de estrípers cubriendo las calles.  Fear and loathing in Anzoátegui.

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¿Las Vegas del futuro?

Pero no nos vayamos al 2040 todavía.El Tigre, por supuesto, es apenas uno de muchos enclaves que aspiran a convertirse en versiones piratas (no como las películas de los buhoneros, sino como los corsarios) de Las Vegas y Times Square: Las Mercedes con sus torres camaleónicas, Lechería, la extravaganza propagandística estilo Norcorea del Hotel Humboldt, los focos dolarizados de ciudades como Maturín y Punto Fijo y hasta la llanera Socopó, donde sombreros vaqueros, mujeres en jeans tubitos altos comiendo chupetas, camionetas de rustiqueo, guaracha traqueta, ATVs y equipos de sonidos con luces neón se fusionan para crear “el pueblo más rumbero de Venezuela”. Incluso en Macuto las clases emergentes concibieron su alternativa tusi al Camurí sifrino: Bambú Beach Club, una imitación guaireña de Tulum, con copia de la colosal escultura de Daniel Popper incluida.

Sin embargo, El Tigre –en su afán de transmutar en una ciudad norteamericana en medio del desierto– parece llevar la delantera: es que, poco después del anuncio del Pacto y de la intención de prohibir las terapias de conversión, las iglesias evangélicas locales tomaron sus calles para protestar la invasión de las banderas arcoíris. Cargando letreros azules-rosados que decían “Varón y hembra los creó” y “es biología, no ideología” y en escenarios con micrófonos, los pastores criticaron al alcalde por tener “una agenda” para destruir “la familia, los principios, el decoro y el pudor”. ¿Qué más norteamericano que esto? ¿Saldrá nuestro Pat Buchanan o nuestra Phyllis Schlafy de El Tigre? ¿Será nuestra Anita Bryant una morenaza sensual del oriente venezolano? ¿O ya la caraqueña Dayana Mendoza reclamó el título? Sea lo que sea, las guerras culturales –al estilo norteamericano y dignas de escuela de Virginia o City Hall de Boston– ya calaron en Las Vegas de Venezuela para asegurarle la corona.

Es más, Anzoátegui –con o sin guerras culturales– se está convirtiendo en el epicentro espiritual de la Pax Bodegónica.

Algo huele mal en El Tigre

El Tigre a veces asemeja –pero jamás de forma tan exacta como el estado Bolívar– ser un fragmento del futuro que Robert D. Kaplan pronosticó para el Tercer Mundo en una edición de 1994 deThe Atlantic: “Fuera de la limusina habría un planeta abarrotado y deteriorado de skinheads cosacos y guerreros yuyu influenciados por el peor desecho de la cultura pop occidental y los antiguos odios tribales luchando por pedazos de tierra desgastada en conflictos guerrilleros que se extienden a través de continentes y se cruzan en ningún patrón discernible”. En nuestro caso, por supuesto, reemplazando a los skinheads y los guerreros yuyu por pastores evangélicos y guerrilleros colombianos. No en vano, en junio, el presidente ordenó “operaciones militares especiales” para proteger las costas y territorios de Sucre, Monagas, Anzoátegui y Delta Amacuro del “narcoparamilitarismo”.

Un mes antes, el alcalde de El Tigre había sido amenazado por un grupo delincuencial local en un video donde alias El Rocola – rodeado de sujetos portando fusiles– critica al alcalde “escuálido” por los altos precios del aseo urbano. Sin embargo, el epicentro de los problemas del alcalde y la recolección de basura –cuya empresa representante, como buena metáfora del país, se ha convertido en el corazón de la política local– no son precisamente los pranes amenazantes. En cambio, el alcalde –en el mundo fragmentado y tribal de Kaplan– se ha encontrado en un conflicto basurero con la comunidad china de la ciudad, igualmente molesta por los altos precios del aseo urbano.

En abril, El Tigre se enfrentó con un paro comercial de los comerciantes chinos. Súbitamente, negocios con nombres como “Feng 2020” y “Abasto Feng” cerraron sus puertas y colgaron letreros exigiendo respeto y rechazando la discriminación de parte del alcalde. Era un coletazo del conflicto entre la alcaldía y los comerciantes chinos ante el alza de precios del aseo: desatándose el paro una vez que el alcalde –con voz arrogante, en su programa radial de político pop al estilo «Aló Presidente»– decidió responder como actor haciendo yellowface en el Hollywood de 1950: imitandoa los comerciantes chinos con un tonto acento estereotípico y amenazando con poner una denuncia fiscal por evasión de impuestos al ritmo de “En un bosque de la China”.

Mientras Las Vegas de Venezuela busca solventar los conflictillos entre pranes, comerciantes chinos, empresas de basura, turistas simbólicos y pastores evangélicos, el verdadero corazón del País Duty Free se alza unos cuantos kilómetros al norte: una burbuja gigante flotante, según El Chigüire Bipolar al estilo Elysium, de “yates, mansiones flotantes, perico y riqueza misteriosa”: Lechería.

Tusilandia

Venezuela se encontraba en un estado letárgico; fatigada, transitando una resaca nacional.Apenas seis meses antes –con guerra de conciertos All-Star en la frontera incluida– Juan Guaidó había sembrado el sueño de un Plan Marshall criollo al juramentarse como el nuevo presidente del país. El sueño, por supuesto, se desplomó entre cambures y tanquetas afuera del aeropuerto de La Carlota. Un apagón sumergió al país en las tinieblas medievales, un ovni aterrizó sobre un pantanal en Ciudad Bolívar y un meteorito, al son que un payaso animaba una fiesta, iluminó los cielos de Valencia. Solo en aquel desgaste existencial una serie web, publicitada por chamos peinados como Mister Venezuela y chamas con micro-chores que ofrecen cigarros electrónicos y cajas de cereales importados, podría captar la atención de un país.

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Paren eso ahí, dijo la Fiscalía

Nuestra bananastroika criolla no se desataría, sin pudor alguno, hasta finales de ese año: por ello, quizás, aun hasta ver a youtubers promocionando su serie web –“Venezuela Shore”– con rifas de Lucky Charms y Cheerios resultaba interesante. Según cierto lumpen-influencer -la mente detrás del show plagiado de MTV- la serie era “el futuro de nuestro país, duélale a quien le duela”. Pero, luego de un solo episodio –una suerte de postal decadente y vulgar, como de reinado de Nerón trasplantado al calor de Lechería–, la serie terminó cancelada por ordenes del Ministerio Público: atentaba contra los menores, se dijo, al ponerlos en situaciones sexuales o alcohólicas.

Tres años después, “Venezuela Shore”–ambientado en Lechería–parece transformado en el primer artefacto histórico de la nación emergente de Tusilandia. Es un fin lógico por mero determinismo geográfico: la intersección histórica de la corrupción de Pdvsa y sus filiales en la Faja Petrolera del Orinoco, el lavado de dinero del oro de sangre del Arco Minero, los contrabandos del puerto de Guanta, el antiguo tráfico de combustible híper-barato hacia las islas del Caribe y las fortunas creadas por obra y gracia del control cambiario.

“Desde 2008, la riqueza era absurda”, dice David, parte de la clase empresarial que originalmente habitó la ciudad y posteriormente migró a Caracas: “Estableció unos estándares de éxito irreales, además de promover caminos ilegales para su consecución (…) habían enchufados de moda. Se hablaba como si fuese un logro sobre quién era el que más había robado, desfalcado”.

Por supuesto, Lechería no siempre fue el simposio de quienes buscan rasguñar el fondo de una Pdvsa hueca. Como un Camelot veraniego arrancado de una fantasía de ebriedad petrolera, la ciudad planeada nacía por el sueño del ingeniero Daniel Camejo Octavio de transformar una salina séptica en un Cancún del oriente venezolano. Así, a partir de 1967, del más inhóspito y salado rincón de Anzoátegui, empezó a aparecer un Port Grimaud criollo de villas en canales venecianos que lucían como McMansiones de suburbio verde mayamero.

Los canales venecianos con villas vacacionales y yates fueron salpicados de hoteles, centros médicos, escuelas, centrales digitales y emisoras de radio –Súper Suave 90.5 FM– a medida que avanzaban los años setenta, ochenta y noventa. De hecho, para 1992, nacería –entre Barcelona y Puerto La Cruz, como parte de la descentralización de las autoridades– el Municipio Turístico El Morro Lic. Diego Bautista Urbajena: un verdadero enclave de prosperidad coronado a final de siglo por Isla Paraíso, una circular isla artificial con un enorme edificio de los Supersónicos en forma de aro repleto de gimnasios, piscinas y puertos de lujo.

Aunque se había pensado como una suerte de ciudad resort, la apertura petrolera en la Franja del Orinoco cambiaría rápidamente su perfil –sobre todo por la presencia de Ameriven, el consorcio entre la Pdvsa azul y las petroleras americanas Conoco Phillips y Chevron Texaco, en Anaco, El Tigre y Lechería– para transformarla en un enclave de la clase profesional-universitaria venezolana y sus sueños meritocráticos color publicidad Belmont.

“Era una ciudad de industrias petroleras, llena de ingenieros y ejecutivos de altísimo nivel”, explica Boris, el director lecheriense, hoy radicado en Miami, de unthink tankque busca fortalecer la democracia: “Constructoras con proyectos impresionantes. Mucha inmigración de Caracas a toda la zona, que poco a poco se fue concentrando en Lechería”.

“Antes la mayoría de la gente que vivía aquí eran familias de origen árabe y gente del petróleo”, dice Fabrizio cuyo padre caraqueño fue despedido de Pdvsa en 2003 y fue presidente del Concejo Municipal de la ciudad por muchos años.

Creada en un parpadeo, ciudad instantánea, Lechería rápidamente buscó afincar un sentido de identidad en todos aquellos que habían encontrado en ella un lugar para realizar sus sueños modernos. Se pintaron murales de Pedro León Zapata y otros artistas y se hizo la Plaza Mayor como epicentro del área, a medida que una generación criada en campamentos de Pdvsa y visitas escolares al psicodélico Museo Dimitirus Demus crecía orgullosamente ‘lecheriense’.

“Cuando era chamo había un letrero en la mitad de la avenida más grande que decía: “Vecino, Lechería se escribe sin S”, recuerda Boris: “Hubo muchos intentos de afianzar una identidad separada. Porque en verdad, aunque es cierto que si ruedas cinco minutos estás en otro municipio, es bien diferente estar en Lechería y estar en Puerto La Cruz. Eso era así desde siempre, incluso cuando el Paseo Colón [de Puerto La Cruz] era lo mejor”.

El sueño empezó a venirse abajo en 2003, cuando Chávez despidió a 18.000 empleados de Pdvsa como retaliación por un paro petrolero en su contra: varios de los despedidos fueron expulsados de los campamentos petroleros donde vivían, a medida que Chávez los catalogaba en televisión de“Pdvagos” y a la ‘meritocracia’ de la empresa como una ‘mitocracia’. La nomenclatura chavista reemplazó a los gerentes y a los ingenieros petroquímicos. Los parques fueron devorados por la maleza y las piscinas de los clubes retapizados con imágenes de Chávez, se secaron.

En 2007, siguió la “nacionalización” de la Faja Petrolera, echando atrás –según el gobierno– “un modelo entreguista y favorecedor para las empresas transnacionales” y permitiéndole a la nueva Pdvsa convertirse en el socio mayoritario de todas las empresas mixtas que se habían alzado con la apertura de los noventa sobre los pozos negros de Anzoátegui y Monagas. Ameriven, una vez expropiadas las acciones de Conoco Phillips, pasó a llamarse Petropiar. Entre purgas y expropiaciones, siguió la fuga de cerebros.

“Esa burbuja social cada vez es más pequeña”, dice Boris. Pero, en aquella bacanal de resentimientos anti-profesionales, los arrebatos no dejarían un vacío: en cambio, por obra y gracia de guisos millonarios, surgiría una élite nueva.

Las remotas refinerías y campamentos de la Faja, perdidos entre pantanales del Orinoco o llanos desolados –y urgidos de clips, resmas de papel, guantes y hasta maquinaría pesada especializada– serían la mina de las nuevas fortunas. “Cada centímetro de esa cadena de suministro que valía miles de millones de dólares fue asaltado en cayapa por los compradores pdvseros y las empresas de maletín”, dice José E, un lecheriense que ahora reside en Texas.

Así como alguna vez hicieron los ingenieros y ejecutivos del ancien regime, los denominados “pdveseros” descendieron sobre las cálidas aguas de Lechería: quizás huyendo de la dificultad de los clubes del Litoral Central y otros oasis de la Venezuela Saudita, aun resguardados por la vieja guardia.

“Habían más de quince yates en 2,5 millones de dólares en adelante”, dice Toña, una caraqueña, recordando una caminata por Pueblo Viejo –un conjunto de villas en Lechería– en 2015: “Les regalaban a los hijos motos de agua a los 10 años, dinguis a los 13 y Jeep a los 15”. Posteriormente, su familia vendería su apartamento vacacional a un “pdvsero” y no volvería a la ciudad.

“Había enchufados famosos, se volvió como una vaina aspiracional”, dice José E: “Muchas veces vi a enchufados rascados en La Tortuga llorando porque los estaban buscando para matarlos. Y eso fue hace años, cuando era ‘más sano’ ser enchufado que ahorita que te caen la OFAC y la DEA”, agrega entre risas.

Rivalizando Las Mercedes, y salpicada de bodegones antes que la misma Caracas, Lechería se transformaría en un oasis estrambótico, de excesos y lujos oligárquicos, de mansiones enormes trasplantadas del futuro –con ornamentos estrafalarios de nueva capital kazaja y sin muro alguno, como la mismísima Key Biscayne o el Caracas Country Club en los bucólicos setenta–y restaurantes con tapiz de mármol y luces color neón sobre escaleras de vidrio y laminas platinadas. Un paraíso de mega-tiendas de varios pisos repletos de mercancía jumbo traída del pueblo de Santa Claus o de Walt Disney World, junto a nuevos casinos rojos de talla mundial, con máquinas multicolores y damas de compañía, donde se rifan metálicos carros de lujo. “Aquí 100 dólares se volvieron nada”, dice Rachel, una joven de origen árabe, asqueada de los “pdveseros”.

“Una de las cosas que más me pega ahora es que siento que no represento lo que es Lechería en la actualidad”, dice Armando Armas, diputado de Voluntad Popular por la circunscripción que incluye a Lechería para la Asamblea Nacional del 2015, “Fue el municipio más opositor deVenezuela, electoralmente hablando.En el 2015, más de 22.000 ciudadanosme cubrieron con su voto enLechería. Esa es una votaciónhistórica nunca antes alcanzada poralgún candidato.Pero muchos se han ido yotros se han decidido por la apatía”.

Sin embargo, considerando el número de votantes, no sorprende que muchos lecherienses de los años de Ameriven o los campamentos veraniegos de la Pdvsa azul se hayan negado a resignarse ante el nuevo sistema o simplemente huir de lapax pdvesera. “Lechería se ha ganado esa fama de enchufados porque sí, hay muchos. Pero también es cierto que hay muchas familias honestas”, dice Sabrina, que proviene de una familia lecheriense de médicos, publicistas y vendedores de seguros: “Tristemente, tildan a muchos de ‘enchufados’ solo por tener dinero”.

Boris coincide: “Aun hayold money allá. Y hay un grupo importante de gente millennial que volvió a Lechería de Caracas y tiene años emprendiendo allí. Desde antes de esteboombodegonzolano. La broma empezó en 2015”, dice: “Siempre tuvimos plantas eléctricas y tanques de agua en muchos lugares. Entonces para mucha gente volver a Lechería era un refugio o una alternativa a irse del país”. De hecho, explica, ha prosperado recientemente una suerte de ecosistema bullicioso de tech–desde tecnologías de pago hasta crypto– que ofrece servicios, a veces compitiendo por licitaciones en Caracas o Madrid, a empresas en el resto del país y hasta en el exterior. “Es un hub importante”, dice: “No de minadores. De desarrollo de tecnología”. A pesar de las bacanales de los pdveseros y las tusis, existen también empresarios honestos y tech bros criollos.

Pero los maremotos rojos, o rosados, han revolcado también a muchos habitantes de aquel principado de la ‘escualidarria’.“Yo huí de la mediocridad”, dice Bernardo, un ingeniero que se reubicó en Caracas: “Todos mis panas se quedaron a esperar un golpe de suerte o agarrar un contrato con Pdvsa. Rescatar par de millones e irse (…) No saben qué es un posgrado ni les interesa. Muchos alardean de los contratos y chanchullos que han logrado hacer con Pdvsa y de cómo les pagan trabajos que ni siquiera hicieron”.

Algunos ven detrás de esos espejismos que son las nuevas mansiones de vidrio y los jardines florales y los bodegones y restaurantes de luces moradas: “Se robaron los reales”, dice Tomás, hijo del exdirector de una empresa difunta de desarrollo local: “Nos robaron el futuro a los jóvenes”.

¿Shenzhen del Caribe?

Los efectos extraños de nuestras nuevas industrias orientales –sea el Arco Minero, el desmantelamiento de fábricas guayanesas y oleoductos para exportar como chatarra o el contrabando por puertos y ríos salpicados de petróleo derramado de las ruinas de Pdvsa– han generado extrañas burbujas de prosperidad kitsch por toda la región. Basta con mirar a Maturín, donde ahora hay un motel con cuartos temáticos –patrullas policiales, cárceles y Hummers mezcladas con tubos de striptease– o un restaurante de sushi llamado Hiroshima cuyos platos y logo se inspiran en la devastación nuclear de Japón en 1945.

Miremos a Mochima, donde una nueva posada de lujo se alza en un islote rodeado de aguas cristalinas: allí, en un TikTok que se titula “Venezuela Premium”, una influencer que cercena palabras con su voz nasal nos recomienda la posada en el parque nacional (¿acaso es legal la posada?), donde cada noche cuesta entre 500 y 700 dólares (¿Maldivas venecas?), que incluye un jacuzzi privado, arepas con huevo frito, “parasalín” (parasailing) y “padel-el surf” (paddle surfing).

“Sí es cierto que Lechería cambió y hay mucho de todo”, dice Boris, “pero creo que aplica para toda Venezuela”. Entonces, si Lechería –como pináculo de la Venezuela dolarizada– es un microcosmos de los jardines del Edén mutantes que están surgiendo en el país o un espejo para la nación, ¿qué nos revela de la dirección hacia la que navega el País Duty Free? ¿Cuál es la siguiente etapa de esta distopía de posmodernidad tercermundista? Probablemente las Zonas Económicas Especiales (ZEE) –ejes geográficos, desprovistos de las regulaciones socialistas que han hundido al país, para promover desarrollo y nuevos ingresos– que la Asamblea Nacional oficialista, a pesar de los berrinches del chavismo ortodoxo,aprobó recientemente: un verdadero modelo chino, al estilo Shenzhen, que se ha replicado en países como Laos, Camboya e Indonesia.

Estas burbujas capitalistas, descritas por algunos parlamentarios alacranes como “un instrumento fundamental para la reactivación económica de Venezuela”, aparentemente ya se han asomado en lugares como Paraguaná. Pero, dice Russia Today, pronto podrían aparecer en casi una docena de estados: uno de ellos, por supuesto, Anzoátegui.

¿Serán las ZEE el futuro de Tusilandia? ¿Se crearán ciudades-casino-discoteca, como ha sucedido en el selvático norte de Laos, o extrañas versiones oligárquicas de Singapur encalladas en las aguas de un Caribe tornasolado por los derrames petroleros?

Visualicemos a la Lechería o El Tigre del 2035: con una perfección que raya en lo inauténtico, cual mapita de Disney World, se expanden vastas avenidas repletas de chaguaramos de las cuales se alzan enormes resorts dorados con esferas de vidrio fucsia en su techo. En una intersección, apuntando hacia Estados Unidos, una extraña escultura fálica y plateada dice representar a la espada de Bolívar. Cerca, entre pirámides de vidrio y centros comerciales ciclópeos con toboganes y jardines verticales artificiales, se eleva una suerte de pagoda masiva donde se agrupan corporaciones chinas que prometen ferrocarriles rápidos que terminan transformándose en barro una vez que salen de la ZEE.

De noche, en los resorts, se rifan Teslas y Lamborghinis arcoíris ante una multitud –borracha de Dom Perignon, gastando fortunas en casinos, y bajo lluvia de papelillos– de ejecutivos turcos ligados a Erdogan, mafias de Hezbolá, alcaldes de oposición parapeto, empresarios dudosos a los que se les han repartido fincas y fábricas expropiadas durante los años de Chávez y miles de miles de prepagos: todos conversando sobre guisos, guisos y guisos.

Por ello, las islas prósperas del presente –el archipiélago de Tusilandia– es apenas una postal del futuro hacia el cual navegamos: neo-patrimonial y depredador, con esa Venezuela –fusión tropical de comunismo asiático con república pos soviética y pillaje criollo– se termina de desconectar cualquier noción de la democracia cosmopolita, integrada a los mercados globales y salpicada de multinacionales repletas de profesionales, que alguna vez fue.

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