Opinión

Ajedrez en el centro de Caracas

Caracas no es la misma. Esta versión es inédita. Volvió el tráfico. La dolarización informal aumentó, algo, el poder adquisitivo. Apenas da. Los que tenían carros pueden comprar gasolina. La mayoría sigue a pie, en bus, en metro, en carrito; aguantan sus deficiencias porque no queda otra.

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Caracas, centro

La autopista Francisco Fajardo, una de las principales vías de la ciudad, cambió de nombre. Ahora tiene uno largo y quejumbroso, fatalmente heroico: Autopista Gran Cacique Guaicaipuro Jefe de Jefes. Eso no ha cambiado. Aquí, todavía, abunda el burdo sediento de poder nacido después de la Independencia. El que quiere ser, antes que nada, caudillo, patrón, jefe de jefes.

Voy al Centro de Caracas. Al lado mío, entre la fila de carros, se yergue groseramente la escultura de Guaicaipuro. Es dorada, incoherente, enorme: una pesadilla. A su lado hay otro símbolo de la idiosincrasia venezolana: una valla publicitaria de pantalones que en vez de vender pantalones, vende nalgas. A Guaicaipuro lo mataron en su casa, traicionado. Era un guerrero feroz. Nunca supo que se tornaría en artilugio político, representación del trauma colonial de Latinoamérica.

El Centro parece otro, pero no lo es. Al final de la Avenida Bolivar destella lo de siempre: la propaganda populista, el pobre tumulto, la secreta vigilancia, el desorden espiritual, la eterna fiesta latinoamericana. También está más limpio, restaurado. Antes de estacionarme, un motorizado concentra la mitad de la economía venezolana. Está sentado en la moto, frente un mural mal pintado de Bolívar, con una de sus frases descontextualizadas, que él no ve ni le importa. Grita:

—¡Se hacen carreras y se venden almuerzos con cigarro!

Deambulo por gusto, sé a donde voy. Las cúpulas de la Basílica de Caracas reflejan un cielo azul arrollador. Cielo de enero, generoso comienzo de año. La vieja ceiba, muda y solemne, ensombrece la entrada del palacio de la Academia. Cada vez que la veo está más triste. Para entrar al edificio hay que ayudar o ignorar al mendigo con dos niños de la entrada.

Caracas es la misma, pero diferente

Entro a la Iglesia de San Francisco. Aquí comenzó el trastorno personalista de la política venezolana, al que mi propio tatarabuelo, Eleazar López Contreras, contribuyó. Aquí confirieron el título de Libertador a Bolívar, después de que terminó la desconcertante Campaña Admirable. Simbólicamente, el reconocimiento fue más un coronamiento, una apoteosis, un hechizo, una maldición.

Del otro lado de la calle, a diez metros del mendigo, otro tercio de la economía venezolana: una línea de camionetas último modelo fuera del Palacio Legislativo. Las preguntas usuales: ¿cómo, de dónde, con un sueldo mínimo oficial de $6,3? No deja de ser grotesco el guardaespaldas en la moto grande, con el arma en la cintura, para que todos la vean. Es bueno, al menos, que no deje de ser grotesco. A eso no me acostumbro.

Los paso. En la próxima esquina está otro chiste. La Asamblea Constituyente. El edificio es rojo y sin gracia. He pasado varias veces por aquí y nunca lo he visto abierto. A los indigentes les gustaba orinar en su puerta, hasta que lincharon a uno.

—¿Y este fresco, comai’? —pregunta una doña con un gato a otra doña con unos panes.

Las palomas de la plaza Bolívar se disputan las migajas con las ardillas. Este es el único lugar en Caracas en donde he visto ardillas negras. Todos los edificios de la plaza están recién pintados. El amarillo de la Casa Amarilla es admirable. En estas diez cuadras a la redonda aparece la mejor cara del neoclasicismo venezolano. La historia hay que preservarla, dicen.

Cuando les conviene.

Caracas está diferente a hace cinco, diez, quince años. Pero en el fondo, es la misma.

Llego a mi destino: un parquecito infantil en Altagracia, al norte del Centro. Me contenta encontrar lo que esperaba: los viejos del ajedrez. Dos grupos de hombres mayores se concentran alrededor de dos mesitas coloridas, pequeñas, para niños. A esta hora Altagracia se vuelve Altagracia, la del “hubo una vez”. Se siente. Son los murmullos. El viento. La proximidad al poder. La presencia ficcional de la historia. La precariedad. La sombra de los árboles raquíticos que, doscientos metros al norte, llegan al Panteón, templo corrompido, y a la Biblioteca Nacional, templo olvidado.

—El ajedrez me ayuda a olvidar —dice Carlos, de 40, y se ríe después de molestarse por perder una partida—. Juego desde niño. Yo pasaba los 2000 de ELO. Últimamente no he podido jugar por el internet.

En el mundo del ajedrez hay varios niveles de experticia. El más alto es el “Gran Maestro”, que solo es superado por el “Campeón del Mundo”. Es un título vitalicio. Para alcanzarlo debes llegar a un puntaje (un ELO) superior a 2500.

Están los de siempre, vestidos como siempre, con las caras de siempre. Un borracho se acerca:

—Tu te pareces a….

—Tengo cara común —interrumpo.

—¡Común amigo!

Y nos reímos, me da la mano, me pasa el vaso de ron.

—No, no, gracias.

—Anda, chico —insiste—, tomate esa vaina.

Bebo un sorbo. Me castiga. Es ron áspero. Nos acercamos al tablero.

—¿Y el panadero? —pregunto.

—Míralo aquí, huevón este.

Me asombro. Este sí cambió. La última vez que lo vi era una máquina para insultar y jugar ajedrez. Ahora tiene los ojos bizcos y balbucea. Le dio un ACV.

—Pobre pendejo —dice el barbudo, un hombre mayor que viene todos los días y que nunca juega.

La mayoría espera su turno. Juegan a 5 minutos, modalidad llamada “Blitz”, que te obliga a pensar y a tomar decisiones con una rapidez estimulante y desagradable. El tablero es una donación de la Caja de Ahorros. Los que no juegan vienen a conversar, a engañar al tedio, a huir de la soledad.

—Aquí la mayoría viene a matar el tiempo.

Le pregunto a Carlos a qué se dedica.

—Ahorita estoy desocupado. Trabajé en el sector público varios años pero el sueldo me corrió. Antes era un lujo trabajar en los ministerios. Yo trabajé en el Ministerio de Interiores y de Justicia.

Según la encuesta ENCOVI, los empleados públicos en Venezuela ganan alrededor de $113 al mes. En 2022, la inflación cerró en 125%, un logro, pues en 2018 llegó a 130.000%. En este contexto, a pesar de la filosofía de la inactividad —de moda y en cierta forma necesaria en el mundo contemporáneo —, estar desocupado y sin recursos es una bomba de tiempo.

—¿Y tú juegas? —me pregunta un señor flaco, con anteojos. No se ven sus ojos, si no el reflejo de las cinco de la tarde.

—Poco.

Y caemos en los oficios. Resulta que es escritor y testigo de Jehová. En el tablero juega Camilo, el “rey de cancha”, que ha ganado 6 o 7 seguidas. Batalla contra “El Bombero”, un tipo mal afeitado y desocupado. Al bombero se le cae un peón. Lo recoge y pierde como 30 segundos. Pide que se lo reconozcan y Camilo se niega.

—¡Te jodiste! —grita alguien.

El bombero respira, espera un segundo, y lanza un manotazo que tumba todas las piezas del tablero.

— ¡Qué es, bombero!

El escritor me cuenta que publicó un libro sobre “programar el cerebro”.

—Se lo apliqué a mi hija y pudo recorrer Europa sin ser profesional.

—¿Y a qué te dedicas? —pregunto.

—Atiendo a millonarios —contesta imperturbablemente.

Me río. La mitad del país está desempleado.

—¿Cómo así?

—Sirvo a una mansión en Higuerote de siete cuartos. Estoy aquí de vacaciones.

El barbudo reparte pan dulce. Lo bendicen. Un borracho peregrino aúlla. Dice que está enamorado. Nadie le presta atención.

—Antes de eso escribí una novela —continúa el escritor—, basada en la experiencia de Julio Verne. ¿Cómo un hombre sin tener tecnología pudo llegar a la luna, ida y vuelta, con papel y lápiz, y después meterse al centro de la Tierra, y después a las profundidad del mar?

El rey de cancha vuelve a ganar. El borracho pone música, joropo, y acerca la corneta al tablero. Canta:

—¡Yo sí soy un jalabola!

Y baila, pellizca a uno, nos reímos. El escritor sigue:

—Si el tipo hizo eso, ¿por qué yo no? Yo te digo: la imaginación es una vaina arrecha. Tomé un 747 de Viasa, le quité todos los asientos, le puse sala de estar, cocina, sala de juegos, y trece habitaciones matrimoniales en la cola. Yo era el cocinero del avión y me casé con una aeromoza.

—¿Y cómo se llama la novela? —le pregunto, ya festivo, jocoso.

—“La lujosa especie y las aventuras de Dédalo” —responde—. Ahorita escribo un corto cuento. Estoy en un capítulo que se llama “Las aventuras de un náufrago”. Y el náufrago soy yo.

Una punta de brisa fría baja desde la montaña.

Caracas es la misma.

—¿Y no vienen mujeres?

—Una vez vino una —dice Camilo, el maestro del día.

Otros responden que jamás han visto a una. Le pregunto a Camilo a qué se dedica.

—Trabajo independiente.

No da más detalles. La ENCOVI dice que el promedio de ingresos de los trabajadores independientes es de $140. Aquí, algunos sueñan con generar eso. El problema del salario mínimo volvió a entrar en la discusión pública recientemente. En verdad, asombra que se haya relegado. Si el sueldo mínimo, es decir: el estándar de vida de la mayoría, no es una prioridad, ¿entonces qué lo es?

Mientras discuten, evalúan montos, posan para la foto, los viejos del ajedrez seguirán aquí. Hay otros centros de juego callejero en Caracas: en la Avenida Fuerzas Armadas (debajo del puente), en la Plaza Los Palos Grandes; en el Centro cultural La Estancia de Altamira. Una mirada rápida encontraría las similitudes. Los de allá se parecen a los de acá; los de acá se van para allá: hombres mayores, desocupados, solos, empobrecidos.

—¿Cobran pensión? —pregunto.

—¿Para qué?

La pensión es menos de $5.

Me despido. A mi espalda hay un mural con la cara Martí, el poeta, el cronista. El que luchó por la justicia social.

—Trae comida, oíste —recuerda el barbudo mientras me alejo, sin despegar la cara del tablero.

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