Cuando hay necesidad de justificar lo injustificable y de negar la realidad, las posiciones extremas o acomodaticias apelan a su terraplanismo: la Tierra es plana, el Che no era homofóbico, no hay contradicción en una "democracia" que acumula presos políticos. Y así por el estilo
Visto lo visto en lo que va de esta casi mitad de la tercera década del siglo XXI, pareciera que la evolución natural de aquellas «contradicciones necesarias» que Marx y Engels dejaron como puerta trasera de su doctrina es la incorporación de la lógica terraplanista como su nueva anexión de los temas de moda y causa de lucha en el comunismo actual. Un comunismo, por cierto, que ya nada habla de la revolución obrera, la crisis final del capitalismo o la dictadura del proletariado.
Junto con los derechos de la comunidad LGBTQ+, la lucha contra el cambio climático, el feminismo interseccional, la descolonización del pensamiento y la defensa de las minorías étnicas, el terraplanismo de izquierda se suma como una especie de comodín ideológico para cuando toca explicar lo inexplicable. Esta nueva doctrina se manifiesta como la capacidad sobrehumana de negar realidades políticas evidentes y sus propias contradicciones en favor de la ideología.
Es como si, en un MacStore de personalidades políticas, la izquierda radical hubiera decidido agregar a su carrito de compras la característica de moda: la negación selectiva de la realidad.
Así como el terraplanista convencional niega la curvatura de la Tierra a pesar de las abrumadoras evidencias científicas, el terraplanista político de izquierda niega la opresión en Cuba, Venezuela o Nicaragua, mientras se rasga las vestiduras por la desigualdad en las democracias occidentales. Es una gimnasia mental digna de las Olimpiadas del Absurdo, donde la medalla de oro se otorga a quien logre el más complicado de los saltos mortales de distorsionar la realidad sin que se le fracture la columna.
La defensa selectiva de derechos es otro síntoma claro de este terraplanismo político.
Mientras se lucha incansablemente —y con justa razón— por los derechos LGBTQ+ en Estados Unidos o Europa, se mantiene un respetuoso —y conveniente— silencio sobre la situación en Rusia, China o Cuba. Parece que la homofobia con «características socialistas» es más digerible para estos paladares ideológicos tan sensibles. Es como si el arcoíris de la bandera LGBTQ+ perdiera todos sus colores al cruzar ciertas fronteras ideológicas.
La ironía alcanza niveles surreales cuando ves a alguien ondeando una bandera arcoíris mientras luce orgullosamente una camiseta con la cara del Che Guevara, ignorando convenientemente que el icónico revolucionario fue conocido por su homofobia y por enviar a homosexuales a campos de trabajo forzado en los albores de la revolución cubana. Es como si en el bazar del terraplanismo político, pudieras comprar un combo de derechos humanos a la carta, donde la opresión es mala, a menos de que venga con una estrella roja de cinco puntas.
El multiculturalismo, otra bandera de la izquierda progresista, se convierte en un arma de doble filo en manos de estos terraplanistas políticos. Criticar a las teocracias islámicas por su trato a las mujeres sería imperialismo cultural, pero arremeter contra Israel es un deber revolucionario. La geografía, aparentemente, determina la moral en este nuevo mapamundi ideológico donde los principios son tan maleables como la plastilina en manos de un niño adicto al azúcar.
Sin embargo, nada de esto es una inocentada de quienes toman las decisiones y mueven los hilos de la ideología. Todo lo contrario. A pesar de que, como dije al principio, ya no se trata de la dictadura del proletariado, no significa que en los planes haya dejado de querer instalarse algún tipo de totalitarismo. Aquellas palabras de Orwell siguen vigentes como nunca: «No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura«.
A partir de esta instrumentalización, aunque parte de valores aparentemente justos y necesarios y, sobre todo, incuestionables, se esconde una agenda más siniestra: la creación de un «hombre nuevo», moldeado para ser manipulado sin resistencia. Para lograr esto, el terraplanismo político se apoya en una base teórica tan móvil y cambiante que resulta casi imposible de verificar o refutar. Como señaló el filósofo Karl Popper en su crítica al marxismo, «una teoría que puede explicarlo todo termina no explicando nada». Esta fluidez teórica parece ser la clave para que los adherentes del terraplanismo de izquierda puedan adaptarse a cualquier circunstancia, justificar cualquier contradicción y, lo más importante, evadir cualquier responsabilidad por los fracasos de sus ideas en la práctica.
Por ejemplo, la cultura de la cancelación se ha convertido en otra herramienta fundamental del arsenal terraplanista. Cualquier disidencia es silenciada, no con argumentos, sino con ostracismo social. Es como si los gulags soviéticos hubieran evolucionado a una versión 2.0 digital y aparentemente menos violenta, pero igual de efectiva en su capacidad de aislar y silenciar a los disidentes. Este mecanismo no solo sofoca el debate, sino que también sirve como una demostración de poder, advirtiendo a otros sobre el costo de cuestionar la narrativa dominante.
Paralelamente, se fomenta un sentimiento de culpa por vivir en democracias del bienestar, visible en conceptos como la «white guilt». Esto lleva a una negación de valores propios y a una aceptación acrítica de todo lo «diferente». La culpa se convierte así en el combustible que impulsa la negación de todo valor propio, otorgando una supuesta superioridad moral para condenar y, paradójicamente, para aceptar sin cuestionamiento a todo lo diferente como correcto, incluso cuando eso diferente pueda ser la raíz de la propia aniquilación.
Quizás una de las manifestaciones más flagrantes del terraplanismo político es su fundamentalismo democrático selectivo. La izquierda moderna exige más y más democracia en sus propios países, una demanda que nunca parece ser satisfecha, mientras guarda un silencio cómplice sobre la falta de esta en regímenes ideológicamente afines. Esta hipocresía revela la verdadera naturaleza instrumental de su defensa de la democracia: es un medio para un fin, no un principio inviolable.
El terraplanismo político se perfila como la nueva herramienta de la izquierda radical para navegar las turbulentas aguas de la realidad global. Es un instrumento que distorsiona el mundo hasta hacerlo irreconocible, ofreciendo una cómoda narrativa para aquellos que desde la seguridad de sus democracias nunca han experimentado las consecuencias reales de las ideologías que defienden. Mientras tanto, se regodean en su supuesta superioridad moral, sorbiendo su café —probablemente importado de algún país sin derechos laborales— con leche de soya en un vaso compostable, cómodamente sentados en una silla de diseño nórdico.
En este mundo plano ideológico, la única gravedad es la de las contradicciones, y la única constante, el sufrimiento de quienes viven bajo sus preceptos. Es un espejismo en el desierto de las ideas fallidas, donde sus seguidores, cual ratas de laboratorio inconscientes, prefieren el autoengaño a enfrentar la complejidad del mundo real.
No podemos evitar pensar en Galileo Galilei, quien en 1633 se enfrentó a la Inquisición por defender la teoría heliocéntrica. Al igual que los terraplanistas políticos de hoy, los inquisidores preferían sus dogmas a la evidencia científica. Galileo, obligado a retractarse, supuestamente murmuró «Eppur si muove» («Y sin embargo, se mueve»), afirmando la verdad a pesar de la presión.
Cuatro siglos después, nos encontramos en una situación paradójicamente similar. Los terraplanistas políticos buscan silenciar las voces que señalan sus contradicciones y fracasos. Pero al igual que la Tierra siguió girando a pesar de la Inquisición, la realidad continúa su curso, exponiendo las falacias del terraplanismo político.
Frente a esta nueva Inquisición ideológica, debemos canalizar el espíritu de Galileo. Aunque intenten cancelarnos o silenciarnos, debemos seguir afirmando la verdad: que el mundo es complejo, que las soluciones simplistas no funcionan, y que la libertad y la dignidad humana son valores universales inviolables. Porque, al final, la realidad, como la Tierra, sigue moviéndose.
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