Después de dos meses de las concurridas elecciones presidenciales del 28 de julio pasado, el Consejo Nacional Electoral (CNE) no ha mostrado datos detallados y desagregados de las votaciones, ni el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), que como la oposición cuenta con copia de las actas electorales, ha mostrado evidencia creíble de que Maduro haya ganado. La izquierda latinoamericana no debe hundirse en este naufragio autoritario.
El chavismo, como movimiento político heterogéneo con referentes de izquierda, nacionalistas y militares, estuvo amalgamado en torno a la figura carismática de Hugo Chávez. Las críticas y los señalamientos de autoritarismo que se hicieron por años a Hugo Chávez encontraron en la izquierda latinoamericana, de forma casi invariable, una suerte de mantra como respuesta: en Venezuela hay elecciones y el pueblo le vota a Chávez. Ciertamente fue así.
En Venezuela no sólo ocurrió un fraude, sino que ello representa una dura derrota política para uno de los valores centrales del chavismo, contar con el voto del pueblo. La responsabilidad recae directamente en Nicolás Maduro. El progresismo internacional, tiene ante sí la necesidad de responder a dos dilemas que provienen de sus propias filas, en relación a lo que sucede en Venezuela.
La ex presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, habló poco sobre Venezuela, pero lo hizo de manera muy simbólica, al enfatizar la noción de pueblo y la figura de Chávez, que nos remite a la tesis con la que históricamente la izquierda defendió al chavismo, ante los señalamientos sobre sus tendencias autoritarias: a Chávez lo vota el pueblo, mayoritariamente. “Pido, pero no solamente por el pueblo venezolano, por la oposición, por la democracia, por el propio legado de Hugo Chávez, que publiquen las actas”, exclamó la ex mandataria.
Junto a la exigencia de datos electorales desagregados y verificados, para poder reconocer el triunfo de Maduro, la izquierda internacional también debe marcar distancia de las graves violaciones a los derechos humanos que han ocurrido con posterioridad a las elecciones enmarcadas bajo la narrativa de que se hace frente al “golpismo” y el “fascismo”.
El chavismo ha terminado por etiquetar a María Corina Machado, la principal figura opositora, como de “ultra derecha”, lo cual a simple viste puede entenderse como parte de una estrategia propagandística. Aunque cuenta con aliados derechistas a ultranza, Machado parece haber tenido su propio recorrido que le llevó de tesis más liberales, en el pasado, en relación con el papel del Estado, a ubicarse hoy más en una posición de centro-liberal. Machado no es, de lejos, una figura de ultra derecha o ultra conservadora.
El histórico Partido Comunista de Venezuela (PCV), un aliado de Chávez desde las primeras horas en que éste optó por la ruta electoral a mediados de los 1990, marcó claramente la cancha de juego al denunciar “una política de terror en los sectores populares del país”. El PCV, que se distanció públicamente de Maduro el año pasado lo sintetizó de esta manera, y es un marco legítimo de interpretación para buena parte de la izquierda democrática internacional: “Defender la Constitución (la que impulsó Chávez en 1999) y el estado de derecho no es fascismo”.
Las banderas del respeto a un marco constitucional, producto de una asamblea constituyente, y al Estado de derecho, no son incompatibles con las banderas de justicia social, como nos lo recuerdan los comunistas venezolanos. De acuerdo con la ONG Foro Penal, en las 1.867 detenciones postelectorales (hasta el 23 de septiembre), el 90 por ciento habían ocurrido en barriadas populares, en las que históricamente se había votado a favor del chavismo, y es tal vez esto lo más inaceptable para Maduro
Esta represión contra los pobres no debe ser normalizada o aceptada, por ningún factor político o ideológico, menos aún por la izquierda que dice defender al pueblo.
La izquierda latinoamericana ante la crisis postelectoral de Venezuela, la cual no ha hecho más que horadarse dos meses después del 28J, tiene ante sí varias preguntas. Su respuesta ante estas interrogantes, será determinante para la propia salud democrática de la izquierda:
- ¿Avalará las decisiones de entes como el CNE o el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que además de ser poderes sumisos ante el Ejecutivo no han mostrado pruebas verificables de que Maduro ganó las elecciones?;
- ¿Denunciará las públicas violaciones a derechos humanos que han tenido lugar en Venezuela después de las elecciones y que entre otras aristas incluye el exilio del candidato opositor Edmundo González Urrutia?;
- ¿Defenderá los resultados aun cuando éstos apunten a una derrota política del proyecto chavista liderado por Maduro y, en contraposición, proyecten tales resultados un triunfo de fuerzas políticas a las que el chavismo en el poder cataloga de “extrema derecha”?.
También la izquierda, sea latinoamericana o europea, deberá además seguir con atención las decisiones que tomen los gobiernos progresistas de América Latina en relación a la deriva autoritaria de Maduro y su anunciada intención de permanecer en el poder hasta 2031, luego de lo cual, según sus palabras, sólo entregará el poder a “otro revolucionario”.
La alternabilidad como valor esencial de la democracia, cuya aplicación precisamente le permitió a figuras como Gustavo Petro (Colombia) o Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil) acceder a la presidencia siendo sucesores de otros políticos en las antípodas ideológicas, como Iván Duque o Jai Bolsonaro, debe ser exactamente válido, como argumento central, para demandar un traspaso de mando en Venezuela que responda, legítimamente a la voluntad popular.