Política

Pedro Manuel Arcaya, el último gomecista

Arcaya también fue un hombre del posgomecismo. Renuente a las reformas de López y Medina, no se dejó apabullar por las voces que exigían justicia contra los funcionarios del dictador cuando este falleció en diciembre de 1935. Su voz, en el presente, resulta indispensable para comprender cómo es una transición política

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Un mensaje de Pedro Manuel Arcaya a Eleazar López Contreras, en diciembre de 1935, es revelador para comprender cómo funcionan las transiciones políticas, en este caso la que ocurrió entre la tiranía gomecista y el régimen de legalidad propuesto por López Contreras en el llamado Programa de Febrero (una serie de medidas adoptadas tras las protestas que se desataron el 14 de febrero de 1936).

“Toda transición violenta reviviría los odios y Venezuela entraría en un nuevo período de inestabilidad y atraso”, decía Arcaya, quien le había servido al dictador en diferentes espacios: en el gabinete, en el Congreso y en el extranjero.

Es interesante la opinión de Arcaya porque, en un momento en el que nadie quiere verse emparentado con el gomecismo, él sale a defender no solo su actuación pública a favor del régimen, sino también de sus ideales y su propio honor.

No era, pues, un hombre oportunista, ni amigo de la primera hora del nuevo gobierno. Aunque reconocía lo que significaba ese momento, también consideraba que los antigomecistas no debían ser elogiados, pues eso sería contraproducente para la transición: “Bien estaba que recibiera a los opositores de Gómez, pero no como héroes, cuyo resultado sería una amenaza a la paz”.

El gobierno, desde luego, no le hizo caso. Una vez reafirmado el poder de López Contreras, muchos de los exiliados del gomecismo regresaron al país, e incluso varios ocuparon cargos públicos de importancia, como José Rafael Pocaterra, quien después de haber escrito sus Memorias de un venezolano de la decadencia, el desgarrador relato contra Gómez, fue llamado a presidir el nuevo Ministerio de Trabajo y Comunicaciones.

Se exigía justicia sobre el pasado inmediato, y eso, sin duda, requería de la rendición de cuentas de los viejos funcionarios, Arcaya entre ellos. Pero a diferencia de muchos, él sí decidió enfrentar aquellos juicios.

Y lo hizo por su reputación. “Cuido de mi honor por mi esposa, por mis hijos y por mí mismo más que la vida; lo cuido también por la patria (…) Debo velar porque mi nombre quede limpio para que no se diga allá, en mengua de nuestra Nación, que ella estuvo representada por un hombre indigno”. Así se diferenciaba del resto de los gomecistas que en medio del ajuste de cuentas del lopecismo, producto de las exigencias en las calles y el deseo de que se hiciera justicia, prefirieron mantenerse lejos del país, en muchos casos callando o gritando estar arrepentidos, implorando el perdón de la gente.

El caso de Arcaya deja en evidencia la característica esencial de cualquier tipo de transición política: la de convivir con el adversario y también la de enfrentar la justicia en el proceso.

Lejos de ser considerado un personaje que supo acomodarse gracias a su silencio y respaldo a una dictadura, se trata de un hombre de su tiempo, que pudo desempeñar no solo su profesión y habilidades académicas, sino también el papel que le tocaba: el de ser un hombre de Estado, comprometido con su labor y la de su jefe. Al punto de que lo defendió a él y a su posición hasta el día de su muerte el 12 de agosto de 1958. Pedro Manuel Arcaya fue el último de los gomecistas. 

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