La nueva entrega de “¿Y dónde está el policía?” (2025) comienza con una escena que marca su identidad: una mezcla de caos absurdo y referencias culturales bien ubicadas. Esta vez, el protagonista es Frank Drebin Jr. (Liam Neeson), un agente de Los Ángeles que mantiene un historial profesional tan cuestionable como su relación con el decoro público. Después de inspeccionar lo que podría ser un crimen disfrazado de accidente, se retira el coche siniestrado mediante una máquina que simula los juegos de garra que frustran a los niños en los centros comerciales.
Como era de esperarse, el vehículo se cae justo cuando parecía asegurado. El efecto cómico es inmediato, no por el desplome en sí, sino porque apela a una experiencia compartida: el fracaso inminente de una tecnología prometedora. Esa es la lógica que rige gran parte de la película: ridiculizar lo cotidiano mediante el olvidado y ahora peligroso, humor absurdo. Y aunque hay varios momentos que logran ese efecto con éxito, da la sensación de que son menos de los que uno esperaría. No porque falte intención, sino porque el ritmo no siempre sostiene la misma energía. Aun así, cuando el humor funciona, lo hace por su capacidad de volverse espejo de lo real.
La película dirigida por Akiva Schaffer, quien también coescribe el guion junto a Dan Gregor y Doug Mand, tiene muy claro que se enfrenta a una audiencia complicada. En especial, una más joven que tiene un sentido crítico acerca de lo que hace reír y lo que es directamente ofensivo. Por lo que el trío propone una especie de collage humorístico donde los chistes visuales, los juegos de palabras forzados y las referencias cinematográficas se suceden sin tregua. Hay una especie de ansiedad por llenar cada escena de bromas, como si el silencio fuese un enemigo.
De hecho, uno de los primeros gags establece el tono general: un criminal usa un control remoto etiquetado con la palabra “P.L.O.T.”, una sátira literal de los mecanismos narrativos. La idea no es nueva, pero funciona como comentario meta. A eso se suma un running gag sobre cafés gigantes que el protagonista recibe con total naturalidad, lo cual recuerda ese tipo de lógica absurda que caracterizaba al cine cómico ochentero. La película no pretende ocultar sus raíces, pero sí intenta reinterpretarlas.
Y lo hace desde una óptica que mezcla lo nostálgico con lo contemporáneo, aunque no siempre logra integrar ambas dimensiones de forma equilibrada. Es como si los responsables del proyecto supieran qué hacía funcionar a la comedia absurda clásica, pero no terminaran de decidir si querían replicarla o comentarla. Y en ese tira y afloja, el ritmo se resiente.
Un legado histórico
El legado de las películas originales, surgidas del equipo ZAZ (Zucker, Abrahams y Zucker para los cinéfilos entendidos), flota sobre esta nueva entrega como una sombra que no deja de observar. Después de todo, se trataban de producciones con un notorio amor por el disparate — herederas del estilo de “Airplane!” — y que utilizaban la exageración para dinamitar no solo géneros específicos, también los discursos sociales que esos géneros reproducían.
Eran comedias autoconscientes que usaban la tontería como herramienta crítica, aunque se disfrazaran de puro entretenimiento.
En esa tradición, la primera versión de “¿Y dónde está el policía?” se burlaba de los clichés de las series policiales más rancias dejando claro que el humor de chascarrillo no dejaba títere con cabeza. Leslie Nielsen encarnaba a un detective tan torpe como invulnerable, y su talento consistía en no mostrar nunca que sabía lo ridículo que era. Esa ingenuidad fingida convertía a su personaje en una máquina de caos que funcionaba por acumulación de errores.
La nueva versión intenta replicar esa dinámica, pero desde otro ángulo. Neeson interpreta a un Drebin diferente, no solo por ser otro actor, sino porque el mundo ha cambiado. Y con él, el tipo de humor que se permite. La comparación es inevitable pero también injusta: la nostalgia puede ser un arma de doble filo en las comedias, especialmente si la original es considerada sagrada.
Liam Neeson, conocido por sus papeles de héroe implacable desde “Taken”, aporta a su Drebin una energía completamente distinta. Ya no se trata de un tonto adorable, sino de un hombre endurecido, torpe a su manera, pero menos ingenuo. El guion lo utiliza como una parodia de sí mismo, de sus papeles anteriores, de su fama de vengador cansado. Y esa autorreferencia tiene momentos brillantes. Drebin Jr. parece atrapado en una especie de mundo sin reglas claras, donde el protocolo policial no existe y las series que ve por placer — ”Buffy”, “Sexo en Nueva York” — se mezclan con su trabajo como si no hubiese diferencia entre realidad y ficción.
Es una figura del absurdo contemporáneo: violento, errático, emocionalmente obtuso, pero funcional dentro de una lógica que no tiene sentido alguno. Los momentos más inspirados de la película surgen cuando ese desajuste se explota sin miedo. Y aunque el personaje no tiene la magia de Nielsen, al menos logra construir una nueva versión que funciona por contraste: es el caos moderno, donde nada tiene coherencia y todo es parodia de otra parodia. No es brillante todo el tiempo, pero cuando acierta, es con dardos envenenados.
La bella en terreno demencial
Beth Davenport, interpretada por Pamela Anderson, es otro de los elementos que reconfiguran la fórmula clásica. Su personaje combina el estereotipo de femme fatale con una vena musical inesperada: canta scat, seduce, pero también parece tener conocimientos ocultistas. Hay una escena con un muñeco de nieve que retrata la extraña lógica del film. Y es en esas apuestas bizarras donde la película encuentra cierta frescura. Porque en lugar de limitarse a reproducir los tropos del cine paródico, intenta torcerlos.
Si hay algo que esta nueva entrega tiene claro, es que la lógica no siempre es una aliada de la comedia. A veces, el sinsentido es una forma válida de crítica.
Al final, la cinta no busca transformarse en un clásico, ni falta que hace. Lo que sí consigue es ofrecer suficientes momentos de risa honesta, esa que surge no de un gag brillante, sino del desconcierto. Cuando abandona el intento de ser homenaje y se entrega a la sátira delirante, funciona mucho mejor. Hay una clara intención de expandir el concepto original sin limitarse a repetir sus fórmulas. En ese sentido, el guion deja claro que la comedia absurda puede seguir viva si se adapta a los códigos actuales. La idea de que el humor tenga que obedecer a reglas ideológicas o estéticas es, en sí misma, objeto de burla en esta película.
Aquí se juega con todo: la nostalgia, la acción, la cultura pop y la ridiculez sin pudor. En un panorama donde muchas comedias parecen pedir permiso para existir, esta lo arriesga todo. A veces cae de cara, pero lo hace con estilo. Y eso, en estos tiempos, ya es una forma de valentía.