"Anaconda", un buen chiste demasiado largo
No es remake, ni segunda parte. “Anaconda” es una buena idea que no está bien resuelta pero que de vez en cuando te hace reír y al mismo tiempo pensar en el misterio del chiste original

No es remake, ni segunda parte. “Anaconda” es una buena idea que no está bien resuelta pero que de vez en cuando te hace reír y al mismo tiempo pensar en el misterio del chiste original

Ya casi nadie lo recuerda, pero en 1997, “Anaconda” se convirtió en un exitazo de taquilla. A pesar de ser camp en su máxima expresión y un evidente desastre de guion, lo cierto es que la historia de cuatro aventureros en pleno Amazonas que huían de una serpiente monumental dirigida por Luis Llosa, encontró su público. Pudo ser una confluencia de situaciones: la ridiculez frívola de la trama, que no se tomaba en serio, o su elenco, encabezado por Jennifer Lopez, Ice Cube y Owen Wilson, con el añadido de John Voight como villano de opereta.
Cualquiera que sea la causa, la cinta encontró refugio en ese panteón extraño donde habitan las obras fallidas que generan placer precisamente por sus errores.
A ese punto se dirige directamente “Anaconda” (2025) de Tom Gormican, que entiende perfectamente ese estatus. Por lo que no intenta reescribir la historia ni corregir el pasado, sino que se apoya en ese éxito improbable y todavía inexplicable, como si fuera un chiste compartido entre espectadores cómplices. La película asume que el público sabe de qué se ríe.
Y esa conciencia del ridículo previo se convierte en su combustible principal. El problema aparece cuando esa ironía, en lugar de organizar el relato, termina como excusa para no tomarse casi nada en serio, ni siquiera su propio planteamiento.
Para un experimento semejante, el guion sigue a Doug McCallister (Jack Black), un realizador de videos de bodas exitoso pero profundamente infeliz, y a Ronald Griffin Jr. (Paul Rudd), actor atrapado en la resaca de un papel menor que nunca logró superar. Ambos personajes cargan con una frustración obvia: el deseo de haber sido algo más en una industria que no perdona el estancamiento. En un acto tan impulsivo como desesperado, Ronald compra los derechos cinematográficos de “Anaconda” (la de 1997), con la idea de rehacerla junto a su viejo amigo y un grupo de conocidos de la infancia.
De modo que primer punto a tener en cuenta: esta no es una secuela, precuela, remake ni nada semejante, sino un ejercicio (a veces muy divertido), de metacine. Así que, más que profundizar en una improbable serpiente gigante, explora el motivo por el cual una premisa semejante causa interés. Un giro gracioso, raro y bien construido, que al menos en su primera hora, la película lleva adelante con buen pie.
En la ficción, el modesto proyecto avanza con una lógica casi artesanal. Consiguen equipo, contratan un barco con capitán y hasta incluyen una serpiente gigantesca plástica como parte del rodaje. Lo que nadie anticipa es la aparición de una anaconda auténtica, colosal y peligrosa. Pronto, la película avanza más allá de la autoparodia y termina por encontrar su punto más fuerte: una sátira sobre la ambición por la fama, el cine como escenario de sueños rotos y unas cuantas cursilerías que el argumento desarrolla con buen pulso.
Para la labor de unir los puntos en este escenario peculiar, Tom Gormican pone atención y esmero en la idea de no tomarse demasiado en serio el cine, más allá del componente que lo hace humano. El realizador ya había explorado temas semejantes en “The Unbearable Weight of Massive Talent”, en la que convirtió a Nicolas Cage y su singular carrera en fuente de reflexión sobre la ambición y el sentido de la fama.
Al igual que en esa ocasión, aquí el metadiscurso no se limita al guiño autorreferencial. Hay un interés genuino por los personajes, por sus inseguridades y por la manera en que el cine es también un refugio emocional. Doug y Ronald no solo quieren hacer una película: quieren probarse que aún importan, aunque sea para un grupo reducido de espectadores.
Ese componente es uno de los mayores aciertos de “Anaconda”. Entre bromas autorreflexivas y situaciones absurdas, emerge una ternura inesperada. La película entiende el cine como una fuerza aglutinante, un lenguaje común que mantiene unidas a personas que, de otro modo, ya se habrían perdido.
Cuando “Anaconda” se permite explorar esa idea, encuentra momentos genuinamente conmovedores que contrastan con su envoltorio de comedia desordenada.
Pero, una vez que pasa la novedad, “Anaconda” se queda rápidamente sin nada nuevo que mostrar. En especial, porque la edición y el guion son incapaces de mezclar con cierta lógica la capacidad de hacer reír (y solo eso) con algo más profundo. Las escenas comienzan y terminan sin una progresión clara, como si alguien hubiera reorganizado el montaje sin un mapa previo. Resulta especialmente llamativo que la serpiente gigante, teórico eje del conflicto, apenas tenga peso narrativo durante buena parte del metraje.
Durante largos tramos, los personajes parecen olvidar que están siendo acechados por un depredador prehistórico y conversan de temas filosóficos, su vida y el fracaso, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para desperdiciar. La selva deja de ser una amenaza y es una cápsula geográfica en la que, accidentalmente, los personajes se replantean su vida.
Esa indiferencia podría haber sido explotada como humor absurdo, pero la película opta por tratarla con una normalidad desconcertante. Cuando finalmente la amenaza llega, ya en el último tramo, la sensación es que se la incorporó por obligación.
Si “Anaconda” logra mantenerse a flote es gracias a su elenco. Jack Black sorprende al interpretar al personaje más sensato del grupo, mientras Paul Rudd se entrega al caos con una energía excéntrica que roza lo infantil. La inversión de roles funciona y aporta frescura a su dinámica.
En los márgenes, Gail (Thandiwe Newton) y Danny (Steve Zahn) aprovechan cada aparición para sumar humor, con Zahn destacando especialmente en los momentos más físicos.
Sin embargo, la verdadera revelación es Augusto (Selton Mello). Incluso rodeado de figuras cómicas consolidadas, Mello se roba la atención con una presencia magnética y un timing impecable. Sus escenas concentran algunos de los momentos más divertidos del filme, lo que hace aún más evidente su escasa participación. La película parece darse cuenta tarde de que tenía oro entre manos.
Pero a pesar de eso, la película no remonta. Y no lo hace porque el director parece perder el tino entre ser directamente burlón o utilizar la sátira para algo más denso.
“Anaconda” tenía todo para convertirse en un metaremake memorable: una idea ingeniosa, un reparto sólido y un núcleo emocional honesto. Sin embargo, su ritmo irregular, sus subtramas innecesarias y un monstruo poco convincente le impiden alcanzar ese estatus. Para una experiencia más directa, absurda y extrañamente efectiva, la vieja película del 97 sigue siendo la mejor opción. A veces, el chiste original funciona mejor sin explicaciones adicionales.