Opinión

La Virgen María es un niño trans

Congela tu acusación de blasfemia. Respira y lee: a los 6 años y cuando era "ella" le dieron el papel de la madre de Cristo en el pesebre viviente del preescolar. La anécdota de ese día es el punto de partida para un mensaje importante: protejan a los niños transgéneros. Y a los padres que los reconocen

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Mi mamá siempre cuenta la anécdota sobre cómo en el preescolar decidieron que yo sería la perfecta Virgen María en el pesebre viviente: yo, con 6 años, siempre andaba con los varones, montado en los árboles y jugando con camiones llenos de tierra. Mis maestras pensaron que esa actitud era acorde con la valentía de la madre de Jesucristo. Y sí, quizás. La cosa es que yo hubiese preferido ser un pastor.

Stephanie Brill y Rachel Pepper publicaron en el 2008 The Transgender Child: A Handbook for Families and Professionals (El niño transgénero: Un manual para familias y profesionales). Estas terapeutas estadounidenses, como se lee en el título del libro, no niegan la existencia de los niños trans; tampoco se concentran en “curarlos”. De hecho ni siquiera se ocupan del niño en sí sino en proveer una guía para los padres, mediadores, terapeutas… Los niños, claramente, no son el problema. Es que no lo son.

Sí, yo lo supe desde siempre

A la gente le encanta hacer cualquier cosa en nombre de los niños. Vamos a la guerra en nombre de los niños. Vamos a hacer políticas ambientales en nombre de los niños. Vamos a crear prisiones en nombre de los niños. Votemos en nombre de los niños. Cambiemos la economía en nombre de los niños. Matemos en nombre de los niños, porque los niños son el futuro. Pero, ¿alguien se ha preguntado qué quieren los niños?

Hay niños varones que quieren ser niñas hembras y hay niñas hembras que quieren ser niños varones. Pepper dice que ellos lo saben desde que son muy pequeños, que hay casos, incluso, que lo primero que logran verbalizar tiene que ver con su identidad de género. Yo no lo dudo. Yo fui uno de ellos.

Un recuerdo que visito constantemente es el siguiente: estoy disfrazado de Leonardo, la Tortuga Ninja, y estoy columpiándome en el parque del edificio. Otro niño se me acerca y me pregunta: ¿Tú eres niño o niña? A lo que respondo, gritando, que soy una niña. Ese grito lo llevo conmigo a todas partes porque está cargado de la más pura rabia y frustración. Recuerdo haber sentido vergüenza por haber usado un disfraz de un personaje masculino. Recuerdo haberme sometido, después, a terapias autoinducidas para reconfigurar mis gustos: una vez pedí de regalo una Barbie, a sabiendas de que lo que me gustaba era un GI-JOE.

Esa contradicción entre lo que sentía que era y lo que en verdad era la pude surfear con mucho amor de mi familia, porque ellos entendieron que siempre me gustó el azul sobre el rosado. Así, pude vivir en cierta medida la fantasía de ser un niño varón que jugaba con juguetes de varón y se vestía como un varón. Pero el tiempo es implacable y la pubertad llegó. Y con ella la resignación: el sueño de ser un hombre se había terminado. Pero hoy me pregunto, de haber podido interrumpir mi desarrollo como una mujer, ¿lo habría hecho? Sí. Mil veces sí. Hubiese arrancado mi proceso como transgénero hace más de 20 años.

¿Duele? No tengo dudas

Los bloqueadores hormonales permiten que un niño transgénero o no binario (hablaré de este término pronto) viva una adolescencia más acorde con su identidad de género. Es una terapia reversible que se hace con el permiso de los padres y que retrasa los efectos de la testosterona (crecimiento de vello, profundización de la voz…) y del estrógeno (aumento de los senos, ensanchamiento de caderas…). Es una pausa necesaria para muchos, incluidos los padres que quieren saber si su hijo está tomando la “decisión correcta”, pero más para quienes están en medio de la vorágine: los adolescentes transgénero son una de las poblaciones más susceptibles a suicidarse. El bloqueo hormonal es una ventana que se abre a la posibilidad, un camino que se traza desde temprano.

Yo no sé ustedes, pero yo voto por la felicidad. Y votar por la felicidad, entiendo, significa sacrificios. Hago una pausa yo también en medio de estas palabras para decir que entiendo el duelo que pueda vivir un padre cuando se enfrenta a tener un niño transgénero. No soy mamá ni papá, pero puedo ver cómo transferimos las expectativas de un lado a otro. Sentarse frente a un endocrino para ver las opciones de tratamiento para tu hijo no debe ser fácil e implica mucha valentía. Las historias de superación son muchas y admiro profundamente los golpes de timón que los padres han hecho para aceptar la felicidad de sus hijos sobre las suyas.

Mis padres no tuvieron la oportunidad de reconocerme como un niño trans, yo tampoco tenía idea de que yo era un niño trans hasta que descubrí, hace apenas un año, lo que me pasaba, mis deseos sobre mi cuerpo, mi identidad y mis opciones médicas para convertirme en lo que siempre he querido ser. Pero lo que sí hicieron mis viejos fue darme un espacio de libertad para experimentar. Lo que estaba en sus manos me lo dieron y quizás por eso hoy puedo hablar con desparpajo de lo que soy, puedo escribir sobre lo que he vivido sin miedo y ese grito que en algún momento ahogué hoy va y viene, va y viene.

Haber dejado que me metiera de pies y cabeza en la tierra, permitir que me quitara el vestido en medio de la fiesta de quince años de mi hermana o comprarme ese disfraz de Tortuga Ninja no me hizo ser hoy una mala persona, ni un freak.

Por eso, protejan a los niños transgénero. Protejan también a los padres que los reconocen. Protéjanlos para siempre porque ahí está la clave de la felicidad. Sólo el amor puede salvarnos.

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