Viciosidades

¿Por qué todavía tenemos miedo a desnudarnos?

Una de las pesadillas más recurrentes consiste en encontrarnos sin ropa frente a nuestros colegas, jefes, compañeros o hasta en un escenario, siendo observados por miles de personas. El estar desnudos en público es un miedo común, arraigado profundamente a la condición social del ser humano.

COMPOSICIÓN GRÁFICA: GABY ROJAS (@IGABYROJAS)
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Tanto así, que hasta se utiliza como incentivo para perder los nervios ante una situación en la que nos sentimos expuestos y observados por otros: “solo imaginatelos desnudos”. En este caso, proyectamos en otros nuestra debilidad.

El temor a no tener puesto más que nuestro traje de cumpleaños nace no solo de las inseguridades personales que cada persona tiene sobre su cuerpo. Tiene raíces sociales, por supuesto, pero también religiosas, legales y educacionales.

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La norma social es tener el cuerpo tapado. No hay problema con quien salga vestido de pies a cabeza, pero quítate los zapatos y las medias, y cuántas miradas perplejas atraerás. Si el que sale en tanga a la calle, es un loco, el que sale en carne limpia, ni se diga.

Pero, ¿por qué somos tan conservadores en este tema? ¿Por qué nuestra seguridad depende de tres pedazos de tela y goma que lo que hacen es darnos calor? Por esa palabra, justamente: “seguridad”.

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Según un estudio realizado para el programa Horizon de la British Broadcasting Company (BBC), el nudismo se puede percibir como un envío de señales sexuales a nuestros pares, señales que amenazan con desintegrar la estructura establecida de “parejas de apareamiento”.

Para preservar este modelo se catalogó el exhibicionismo como algo malo y que debería darnos vergüenza, ya que la pena (pública) es algo que, por instinto de conservación individual, aborrecemos y evitamos. “Esto me hará quedar mal con los demás, no lo voy a hacer”.

El antropólogo y profesor Dan Fessler, especializado en psicología y antropología evolucionaria, lo explica de esta forma:

“El individuo siente gran vergüenza cuando sabe que otros saben que falló en ser adecuadamente modesto. Esencialmente, está haciéndole saber a aquellos que están a su alrededor: “entiendo cuál es la normal social y entiendo que tú sabes que yo fallé en ese aspecto, así que por favor no me hagas daño”.

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Además de los límites sociales puestos a la piel desnuda, la religión ha condenado la exhibición del cuerpo humano a ultranza. En el cristianismo, al menos, la conservación es un valor taladrado desde temprana edad en sus feligreses.

De hecho, Génesis 3:7, uno de los primeros pasajes de la Biblia, da a entender que estar desnudo es menos que deseable ante los ojos, no de Dios, sino de uno mismo y los prójimos: “Entonces se les abrieron los ojos y ambos se dieron cuenta de que estaban desnudos”, refiriéndose a Adán y Eva después de que comieran del fruto prohibido.

Mientras la primera pareja usó, inmediatamente, hojas de higuera para esconder sus recién encontradas vergüenzas, nosotros recurrimos a pieles y telas. A fin de cuentas, la cuestión se resume en que mostrarse desnudo “no es cristiano”, va en contra de los valores de la Iglesia, o incita al pecado.

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El aspecto legal es más quisquilloso. No solo porque haya lugares en los que esté permitido andar desnudo y en otros no, -suele ser la segunda opción en la mayor parte del mundo- sino porque las leyes relacionadas con la “alteración del orden público” varían de país a país, así como su interpretación.

En Venezuela, el artículo 381 del Código Penal dice: “Todo individuo que (…) haya ultrajado el pudor y las buenas costumbres por actos cometidos en lugar público o expuesto a la vista del público será castigado con prisión de tres a quince meses”.

Está claro qué castigo caerá sobre el individuo si “ultraja el pudor y las buenas costumbres”, lo que no está claro es qué actos son considerados ultrajantes. Aparentemente, son los que determine nuestra conducta social conservadora y lo inculcado por una (o más) de las religiones más prolíficas del mundo.

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Al final, la aplicación del castigo contemplado en esta ley, como en todas las demás, depende de la interpretación que le den las autoridades de turno. Si el juez es un cristiano protestante chapado a la antigua y con mal genio… o ha tenido un mal día, las cosas podrían no terminar bien para el acusado.

Mientras tanto, un juez liberal podría absolver al nudista sin mucho problema. La diferencia entre ambos magistrados podría estar, aparte del humor, en su educación, aquello que termina por convertirlos en quienes son.
No nos referimos a la academia: lo que uno aprende no llega solo de los cuadernos, las tareas y los exámenes raspados, sino del entorno de la persona, cómo lo percibe y qué hace con la información que recoge de él.

Aquél que se crió en una familia conservadora, con modales dignos de la realeza, en un hogar en el que la más mínima muestra de malcriadez era motivo de castigo, lleva este aprendizaje al resto de su vida. Un personaje sin falla o defecto a la vista.

El otro lado de la moneda es la persona criada en un hogar en el que vale más pedir perdón que permiso, en el que nada es de nadie y todo es de todos. Aquí no hay límites para satisfacer tus deseos personales, y la razón de ser es preocuparse por la opinión propia, no la de los demás.

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No es imposible, pero sí improbable, que las dos personas tengan la misma opinión sobre la desnudez pública. Las raíces que echaron las enseñanzas de generaciones anteriores en la crianza de estos individuos entran en acción y determinan cómo perciben este “ultraje al pudor y las buenas costumbres”.

Ojo, sí podría ocurrir lo opuesto: alguien harto del pudor que lo envolvió por años y quiere tomarse un baño de sol en la mitad de una plaza sin temor a mostrarse como vino al mundo, o alguien que vivió en un ambiente sin la más mínima muestra de vergüenza prefiere cerrarse un poco más a los ojos ajenos.

Pensar en el estudio de la BBC y decir “Tienen razón. Ya es hora de salir en cueros a la calle y dejemos de juzgarnos a través de los ojos de los demás. Al final cada uno se preocupa por sí mismo” suena factible en teoría. Hasta provoca que la gente alcance ese nivel de liberación mental.

Pero el hecho de que un puñado de personas quieran dejarse colgar a la luz del día, no es razón para que las leyes cambien, las inseguridades desaparezcan, los valores milenarios sean sobrescritos o la religión vacile con respecto a lo que atenta contra su “temor de Dios”.

Lástima, porque tenemos el clima perfecto.

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