Entre "venecos" y "colombiches", historia de un retorno
Nací en Medellín, pero a los dos años me daban de comer en Venezuela. El plan era que abriera los ojos en Estados Unidos, sin embargo un error de cálculo en el embarazo me llevó a Caracas. Mi primer documento de identidad fue venezolano y tardé mucho tiempo en regresar a la casa de mis abuelos, donde comenzó el amor entre mi padre y mi madre. Mientras para ese lado yo era "el veneco", en Venezuela muchos me decían "colombiche" o "¡Epa, Colombia!". En ninguno de los casos me sentí insultado, principalmente porque nunca partí del principio de que quienes me llamaban así me querían herir.
No recuerdo el momento exacto en el que mis amigos me empezaron a decir Jován. Tal vez fue a partir de los 15 años. Aunque no lo registramos, los venezolanos tendemos a etiquetar rápidamente a las personas por su acento: «Vaya a donde el portugés«; «bebimos ‘onde los chinos«; «Es que él es gallego» y así. Yo estaba en ese menú, yo era el colombianito para mis amigos y colombiche para los desconcidos.
Me voy porque acá no se puede,
me vuelvo porque allá tampoco.
Me voy porque aquí se me debe,
me vuelvo porque allá están locos.
Sur o no sur…
Después del «pare o none», se escuchaba: «Dame a César-Dame a Líber-Dame a Nené…» y así hasta el «dame ‘al colombianito'». El proceso hacia mi bautismo fue lento pero definitivo. Cuando te empiezan a llamar por tu nombre has conseguido la mayoría de edad: perteneces a algo que no sabes exactamente qué es, pero que es importante porque se forja desde el sentimiento.
Muchos años después me encontré con uno de los muchachos mayores de la cuadra en la que crecí. «Tú eras un fastidio», me dijo soltando la carcajada. Me explicó que me metía en todo lo que ellos inventaban y que insistía tanto que básicamente se vieron obligados a darme una oportunidad. Fue el camino para empaparme de la esencia del béisbol.
El deporte, en mi caso, ha sido un elemento integrador. Un país se puede conocer por sus pasatiempos. Cuando jugábamos béisbol en Colombia, la pelota se golpeaba con una tabla de madera casi rectangular y se le daba infinidad de vueltas al cuadro, hasta que alguien la recuperaba y te tocaba. Ese era el out definitivo y se intercambiaban los roles entre pitcher y bateador.
Me voy porque aquí no me alcanza,
me vuelvo porque no hay esperanza.
Me voy porque aquí se aprovechan,
me vuelvo porque allá me echan.
Sur o no sur…
En Venezuela pulí mis conocimientos. Entendí la diferencia entre foul y strike. A los caraqueños se les da con naturalidad asumir porqué un foul equivale a un strike en las dos primeras oportunidades, para luego evolucionar a una manera de «defender el turno». Es una explicación sutil, producto de la practica diaria y del conocimiento. En Colombia, por ejemplo, los niños dilucidan rápidamente la complicada regla del «fuera de lugar» en el fútbol.
Visitaba esos recuerdos tras volver a Medellín. Es evidente el cambio de la ciudad. Lo había saboreado a cuenta gotas en visitas fugaces. La evolución en los últimos 15 años es asombrosa. Hubo un tiempo, durante mi adolescencia, cuando mis vacaciones se resumían a jugar en casa de mi abuelo. No podía salir con mis primos porque los Pepes («Perseguidos por Pablo Escobar») advertían temprano las consecuencias de estar en la calle. Uno de esos primos las sufrió.
En ese tiempo, los venezolanos éramos «los primos ricos». A pesar de que mi familia comenzó su historia en Venezuela en La Pastora, en un cuartico cuyo techo era un colador los días de lluvia, el cambio de la moneda y la facilidad para conseguir alimento y ropa producía admiración en este lado de la frontera. Hoy es todo lo contrario.
No sé por que pasa lo que me pasa,
quizás sea la vejez.
Quisiera quedarme aquí en mi casa,
pero ya no sé cuál es…
«¿Venezuela? ¿Y usted cómo hacía para vivir? ¿Usted si hacía esas filas para el pan? ¿Y cuánto es un bolívar? ¿Con 100 mil pesos qué compro allá? ¿O sea que si usted tiene la plata no puede conseguir lo que quiere? ¿Y por qué reeligieron a Maduro?». He aprendido a responder con paciencia cada pregunta. En mi caso, he encontrado solidaridad -y en esto debo ser enfático-, nunca rechazo.
He escuchado y leído historias de xenofobia en Colombia, venezolanos que se quejan por un comentario fuera de lugar y discriminación a la hora de buscar trabajo. No dudo que hayan sucedido. A mi memoria viene un pasaje de cuando tenía 12 años y vivía en San Bernardino. Mi papá, que tenía todos sus papeles en regla, lo metieron preso porque su cédula era amarilla, de residente. Lo cuento en primera persona porque me metieron en la celda con él. Su delito era que hablaba con las eses del que nunca olvidó el acento antioqueño. Al final todo se solucionó con unos cuantos bolívares.
Sur… o no sur…
Mi padre aprendió a vivir tanto con el miedo y la matraca que guardaba un billete en algún lado «por si acaso». A mis hermanos les daba pavor un uniformado. Y no es porque estuvieran ilegales, es la ley del emigrante: bajar la cabeza, sobrevivir y cerrar los oídos. En mi caso, a pesar de tener cédula venezolana, durante mucho tiempo evitaba hablar de mis orígenes. Colombia era asociada entonces al narcotráfico, guerrilla y prostitución. En la boca de los interlocutores siempre había un chiste protagonizado por un colombiano ladrón y/o la cocaína.
Mi mejor amigo, con el que estudié los 5 años en la Universidad Católica Andrés Bello, al que ayudé a terminar la tesis, con el que compartí 8 años de trabajo y sueños, le tenía fobia a los colombianos. “Tú no eres colombiano”, me decía, entre risas, como si fuera un cumplido. Yo lo quise así. Comprobé que no solo era con los vecinos, sino con los negros y chinos. Lo habían criado con tantos prejuicios que se limitaba a repetirlos. En un cumpleaños con mi familia, tras compartir una anécdota, soltó la siguiente frase: “es que colombiano que no lo hace a la entrada lo hace a la salida”. De parte nuestra no hubo reproche. La experiencia con este tipo de situaciones permitía establecer diferencias entre el emisor, el mensaje y el contexto.
Ahora que los roles se han invertido, he visto que se repite la siguiente conclusión: “Venezuela recibió con los brazos abiertos a los colombinos y ahora les toca a los colombianos devolver ese favor”. Es una generalización que obvia miles de historias de discriminación y abuso. Que en efecto un extranjero haya conseguido mejorar sus condiciones fuera de su tierra natal no significa que la haya pasado bien o que esa transición estuvo exenta de grandes dosis de xenofobia y de dolor.
Así como hubo quien creyó que a cada venezolano le tocaba un barril de petróleo, así como se extendió la leyenda sobre nuestra riqueza ilimitada y bondad infinita, el cheverismo ese que describe perfectamente Gisela Kozak Rivero en su libro, existe una la leyenda de una Venezuela de brazos abiertos al inmigrante. En la realidad hay muchos bemoles en este proceso.
Será materia para otro post hablar de las discriminaciones sociales por los rasgos indígenas («cotorros») o la aceptación por europeos («musiúes») y las diferencias para atravesar horizontalmente las elites criollas o recluirse en guetos (los famosos clubes dominicanos, ecuatoriamos, etc.). Incluso podríamos hacer una tesis sobre cómo Hugo Chávez Frías aprovechó ese resentimiento que alimentó la izquierda, protagonizado por un extranjero que supuestamente explotó un suelo rico y a un pueblo ignorante para justificar las expropiaciones. Pero volvamos a lo nuestro.
No sé por qué pasa lo que me pasa, quizás sea mi niñez.
Quisiera quedarme aquí en mi casa, pero ya no sé cuál es…
Al colombiano que emigró le tocó -toca- hacer las tareas que otros desechaban (lavar pocetas, servir comidas, remendar pantalones, vender en puestos de mercados). Eran tiempos del «ta barato dame 2». La misma historia sucedía -sucede- con el mexicano, peruano, salvadoreño, albanés, ghanés o italiano. Es natural que si al cruzar una frontera se consiga pan y techo con el sudor de la frente, se abandone el país que no lo da.
Porque el único país que debería procurarte un mínimo de condiciones dignas es aquel en el que naciste, por ley. Si otro te abre las puertas es porque ha conseguido el bienestar de su población y ha desarrollado políticas migratorias en razón de un diálogo con el vecino. Eso en Latinoamérica es una utopía. En todo caso, lo más importante es concientizar que un país es la suma de individuos. Siempre habrá quien esté más o menos dispuesto a ayudar.
Debo insistir entonces que ninguno «le debe» a otro. No imagino a un ruso sacarle en cara a un alemán la batalla de Berlín para pedir un puesto de trabajo, o a los norteamericanos recordarle a los franceses el aporte de la Division Leclerc en la recuperación de París para gozar de algún privilegio.
Quienes me conocen saben que defiendo la idea de ciudadano del mundo. Me parece completamente normal que si usted nació en Italia y se identifica con el juego vistoso de cualquier equipo suramericano, se ponga una camisa de Brasil o Argentina. Ese debía ser su derecho y su entorno debería respetarlo. Sé, no obstante, que en Venezuela es difícil si un hincha del Táchira no puede entrar al Brígido Iriarte con la aurinerga y tampoco uno del Caracas a Pueblo Nuevo vestido de rojo.
Seguiré defendiendo esa idea y se la transmitiré a mis hijos. Ahora estoy de vuelta al país que me vio nacer, donde soy un perfecto desconocido y donde me dicen “veneco” cada vez que me pongo la camiseta de la Vinotinto. El mote no me quita el sueño. Como tampoco me lo quitó cuando me llamaban “colombianito” en Venezuela. Ya llegará ese momento en el que no importe tu nacionalidad, simplemente tu nombre.
Me voy para la embajada, me vuelvo por no estar visada.
Me voy porque soy de por acá, me vuelvo por ser un sudaca.
Malaya, qué triste destino, ser o no ser un Argelino.
Malaya, qué triste destino, ser o no ser un marraschino…
Sur o no sur.
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