“Diálogo” es, a partir de cierta rigidez de criterios heredada de los fundamentos de la antipolítica, postura dominante en el debate nacional en los años 90, una cosa muy parecida a la capitulación. Dialogar es, para los legos, prostituirse, hacer de tonto útil.
Quienes así opinan suelen afirmar que la negociación es un asunto de políticos, es decir, de gente que puede entregar cualquier bien inestimable si a cambio obtiene poder total o parcial. En la Venezuela de los 90, todo lo privado era, por definición, legítimo y sacrosanto; y todo lo público tenía pendiendo sobre sí el planteamiento del peculado. Por eso es que estamos metidos en este hueco.
Por estos meses, el argumento que con mayor frecuencia se recoge para renegar de las conversaciones en la actual crisis, es que “no se negocia con delincuentes”. Predomina el criterio tradicional del acuerdo, estructurado sobre la ética en el proceder y el valor de la palabra, abundante en las sociedades estables y democráticas del Primer Mundo, y también ahora de América Latina.
La negociación no solo es, contrario a lo que acá se piensa, un instrumento natural de las sociedades civilizadas, expresada con tanta frecuencia en pactos de gobierno parlamentarios que llevan consigo la carga del funcionamiento de sociedades enteras. El diálogo y la negociación política, junto a las estrategias de agitación y de choque, que no deben desaparecer, son además componentes naturales de la lucha democrática en escenarios como este. Los ejemplos sobran.
El diálogo y la tregua de diez días planteada a la MUD por el Vaticano no está inscrito en la circunstancia rutinaria de los debates democráticos. Venezuela vive una crisis de poder y tiene planteada una transición política. El diálogo es uno de los varios instrumentos disponibles para desanudar el camino. Debemos comprender su utilidad y sus límites. Antes, o después, habrá que pasar por él para consolidar circunstancias.
Todo el mundo tiene muy clara la catadura moral del grueso de la dirigencia del PSUV. Ese no es el punto. Nadie irá a la ronda de conversaciones con el Vaticano a proponer un nuevo Pacto de Punto Fijo. De lo que se trata es de activar un tablero. Uno de varios tableros.
El caso venezolano, y el imperativo del diálogo, no podemos verlo dentro del contexto de las citas institucionales de una democracia. Se dialoga, y se protesta en la calle, procurando una transición para regresarle la vigencia a la Constitución Nacional. Dialogamos como lo hizo Lech Walesa o Nelson Mandela, dos grandes dialogadores intachables de todos los tiempos. Es una circunstancia no escogida, con interlocutores indeseados, en un escenario límite.
Los riesgos concretos del diálogo el escenario actual están muy claros. Los otros caminos, complementarios, también tienen riesgos. El diálogo, que no es sino un instrumento, puede convertirse, como en el pasado, en una excusa apaciguadora. Se ha dicho, y no sin razón, que la MUD se juega parte importante de su capital político en el trance.
Es completamente cierto que el diálogo puede vaciarse de contenido si la protesta se desactiva y el empuje energético se disuelve. Con eso hay que tener mucho cuidado. El diálogo no se puede divorciar de la calle. La MUD debe tener muy claro lo que hace.