Más de diez perros se alarman por una presencia. Los ladridos no tardan y el extraño comienza a silbar toscamente para tranquilizarlos, pero el volumen de los residentes, de cuerpos y edades variadas, aumenta. Le avisan a Julie Mendoza que alguien anda por allí. Ella no les advirtió que será entrevistada. Parecen molestos por no haber sido informados. Su hermano, de camisa azul y listón en mano, abre la puerta. “Ya llegó el señor”, grita a la dirección de una ventana de diseño clásico como el de la mayoría de las casas de La Entrada, al norte de Naguanagua. Nico, un golden retriever mestizo, no suelta el pantalón del entrevistador. El resto de sus compañeros lo rodean a modo de inspección, algunos mueven su cola de derecha a izquierda al ritmo de jadeos, otros olfatean con cierto recelo. Julie los calma con un “¡Ya! quédense tranquilos!”. Luego le advierte al invitado que no lo dejarán “quieto”, en especial Nico, amante de la atención. La torpe escena culmina con la llegada a una fresca parte que es ahora el lugar para conversar. A unos metros se puede oler la tierra húmeda y escuchar la caricia del viento que estimula el movimiento de las hojas.