Venezuela

La crisis toca todas las puertas: un día con un moto taxista venezolano

Nolberto Contreras tiene 50 años y 10 de ellos los ha pasado trabajando como un moto taxista sobre un vehículo de dos ruedas que le permite ganar más de sueldo mínimo en el país pero que de igual forma no le alcanza para costearse la vida que alguna vez tuvo.

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FOTOGRAFÍA: Felipe Rotjes

La velocidad en las calles, el viento en la cara y el acercamiento a un total desconocido en una de las ciudades más violentas del mundo son cosas de osados. Cada vez son menos los que se acercan a cualquier parada de motos. “El trabajo ha disminuido porque no hay tanto efectivo”, es lo que cuentan los motorizados que trabajan en la Cooperativa Cavengrande de la parada en Los Palos Grandes frente al Centro Comercial Centro Plaza.
Nolberto vivió en San Cristóbal, estado Táchira hasta tener cinco años, cuando sus padres decidieron mudarse a Caracas y desde entonces no ha dejado la ciudad. Estudió hasta sexto grado porque dice con convicción que “no me gustaron los estudios, yo le dije a mi mamá que lo mío era trabajar”.
Consistente en su creencia, ha tenido más de tres trabajos en su vida. Fue parquero, conductor de camiones, mesonero y la lista continúa mientras relata que a las 17 años ya estaba por tener su primer hijo, de seis que tuvo aunque confiesa orgulloso que crío también a dos que no eran de él.
Su actual mujer, nunca se ha casado porque le parece que «si tú quieres a alguien no hace falta tener un papel que lo confirme», trabaja en la cocina de la Clínica Caracas y la mayoría de las veces, cena gracias al almuerzo que a ella le dan en su trabajo y que le guarda.
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«Ella me guarda lo que le dan en la clínica. Normalmente yo no desayuno porque no estoy acostumbrado pero si quisiera, podría comer tres comidas al día». Nolberto vive en El Valle con su mujer, sus hijas están fuera del país y quienes quedan en Venezuela son los hombres.
«Todos son grandes ya», es lo que responde a la pregunta de cómo administrar los ingresos de los dos para ayudar a sus hijos. Él y su mujer comen gracias a las bolsas CLAP que entrega el gobierno, cosa por la que se siente agradecido.
«Tengo el mismo derecho de recibir las ayudas que este gobierno dé», es lo que dice pero confiesa que el café que se hace en las mañanas es gracias a la generosidad de una amiga que les regaló un kilo.
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Ese día había almorzado arroz con panza y confiesa ser olvidadizo con lo que come. «Si me preguntas qué comí ayer, te juro que no me acuerdo»
Eran las 2:40 PM y Nolberto regresaba a la parada de motos para esperar a cualquier transeúnte que necesitara llegar en el menor tiempo posible a su destino. Al estacionar, saluda alegre a sus compañeros que preguntan qué hace con un fotógrafo tomándole fotos.
«Voy a ser famoso y no me voy a acordar de ustedes», es lo que contesta mientras se ríe y se sube los lentes oscuros que le protegen los ojos del viento cuando está en plena carrera.
En la cooperativa trabajan hoy en día solo ocho motorizados y para turnarse el trabajo hay una lista en donde se anotan para rotarse cada vez que algún cliente llega. En la esquina del Centro Plaza hay un kiosko y un puesto de perros calientes, pero pareciera que todos trabajan en lo mismo.
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Los motorizados ayudan al perrero a mover su carrito, a bajar la santamaría del kiosko e incluso se sientan con las señoras que atienden mientras hablan y les piden fiado una caja de cigarros.
Nolberto cuenta orgulloso que ellos se «portan bien. Los vecinos nos vigilan y como ya saben que no somos mala gente, no nos dicen nada».
La primera carrera que le salió fue hasta El Rosal con un costo de 80.000 mil Bs. Se dispuso a ponerse su casco, bajarse los lentes oscuros y antes de montar al pasajero en la moto le dijo entre risas «no vayas a asustarte, ellos nos van a seguir pero porque están trabajando en un artículo».
El pasajero se limitó a sonreir nervioso y montarse en la moto.
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En el camino, José, motorizado que vive en Petare y trabaja en otra línea, explica que para ellos lo más difícil es comprarle los repuestos a las motos. «En una buena semana yo puedo hacer 5 millones de bolívares pero solo un caucho delantero me cuesta 10. Yo ahorita tengo uno nuevo guardado porque quiero sacarle la rosca a este y extenderle la vida útil al otro. Si se me daña la moto, me quedo sin trabajo».
Esta preocupación no es exclusiva. Antes de partir a El Rosal, los motorizados que esperaban en la parada también contaban lo cuesta arriba que se les hace mantener su equipo de trabajo en buenas condiciones.
Dioscar, uno de ellos, explica que a las motos hay que hacerles el rodamiento cada cinco o seis meses. «Ahorita está en tres millones pero imagínate a cuánto va a estar cuando me toque hacerlo»
Para ellos, conseguirlos no es el mayor problema sino tener el dinero suficiente para pagarlos. Muchos no aguantan la presión y tienen que dejar de trabajar. «Por eso somos pocos ahora. Antes se hacía una cola larga de gente para una carrera, ahora podemos pasar un día sin hacer nada aquí», termina.
Antes de llegar a El Rosal, José confiesa que si en su casa no trabajaran él y su esposa «no comeríamos bien, sería muy duro si solo uno trabajara» y en tono triste habla como para sí mismo diciendo «yo me pregunto ¿qué le voy a comprar a mis hijos en diciembre si esto sigue así?»
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Ni él ni su esposa tienen papeles para irse del país, aunque confiesa que pensar en eso le da tristeza. «Me enteré que existe algo que se llama Carnet Andino Migratorio y me abrió una esperanza»
Estudió hasta sexto grado nada más pero se emociona cuando dice querer terminar sus estudios. «Quiero terminar el liceo y hacer estudios en teología para ser un Ministro de Dios, yo soy cristiano»
Caracas es una de las ciudades más peligrosas de Venezuela y quienes viven en ella tienen más de cerca la idea de que los mototaxis «son malos».
«A veces nos paramos al lado de un carro y nos suben los vidrios apurados. Es costumbre ya que lo hagan porque nos ven como si todo fuésemos malandros y quisiéramos robarlos», decia Dioscar.
– ¿Cómo se sienten con que exista esa idea de ustedes?
– Yo estoy tranquilo porque yo sé que no estoy haciendo nada malo. Yo no quiero robar a nadie.
La inseguridad no es una cosa ajena a los que recorren la ciudad a dos ruedas. A José le intentaron robar la moto una vez mientras acompañaba a una periodista en la Avenida Victoria.
«Nadie está exento de nada. Tengo amigos motorizados que les han robado en Petare. También pasa que a veces tanta gente te conoce que no se atreven a hacerte nada a ti», cuenta.
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Luego de dejar a su primer cliente de la tarde, Nolberto recibe el pago en efectivo, le da cambio y regresa a la parada. Lo primero que hace es decirle a la encargada del kiosko que le de dinero porque ya no tenía más para cambiarle a sus clientes.
Relata que una vez casi lo choca un carro que no lo había visto en la autopista. «Igual ellos nunca se paran porque antes cuando un motorizado tenía un accidente o estaba acidentado, los demás se paraban y ayudaban»
– ¿Eso ya no se hace?
– No, ahora casi nadie se para a ayudar por miedo a que nos roben, que sea alguien metiendo el paro de estar accidentado y te quiten la moto.
La idea de que todo motorizado es malo se voltea cuando son ellos quienes resultan estafados por clientes que les piden carreras y se desaparecen sin pagarles. Nolberto y José coinciden en que la falta de efectivo en el país es lo que ha generado que esta práctica se incrementara con el tiempo.
«No tenemos punto y confiamos en la buena voluntad de la gente. Cuando llegamos a donde nos piden que vayamos, les decimos que nos transfieran y ellos solo se van y no bajan más nunca. Perdimos la carrera», dice José.
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A pesar de que Nolberto no comulga con la violencia, cuenta que conoce a motorizados que vuelven a buscar a ese cliente y lo golpean con el casco. «En tres meses a mí me han estafado tres veces, yo no hago nada pero tengo amigos que sí»
Para evitar la huída de los clientes, ahora opta por pedirles que le transfieran antes y le muestren el comprobante. «No he podido bajarme nada de pago móvil porque me aparece que ya tengo un usuario creado, pero sí quisiera», explica.
La rutina de Nolberto no cambia: se despierta a las 5:30 AM para hacerse un café, se alista y sale de su casa a las 6:·30 AM a llevar a unos estudiantes a sus liceos, vuelve a su casa, se pone su chaleco, lleva a su mujer a su trabajo y se planta en la parada a esperar.
Aunque no llegan tanto clientes como antes, los motorizados de Caracas viven de particulares que les piden carreras constantes. «Yo trabajo con El Estímulo, Efecto Cocuyo, una empresa de impresoras y con personas específicas que siempre me llaman para que los busque y los lleve», dice.
Lo que sí confiesa con tristeza es que su vida cambió completamente a como era hace un año: ya no hay cervezas después del trabajo, no fuma tanto como antes y la figura de «siéntate, yo te brindo» no existe más entre sus amigos.
«Yo dejo de tomar, de fumar y de salir para que mi dinero me alcance para la moto. Mi rutina cambió completamente. Antes bajaba con mi mujer a La Guaira y ahora no puedo para no echarle ese viaje a la moto y se me dañe más rápido»

Nolberto no deja de sonreírle a quien le dirige un chiste, un saludo o un apretón de manos. Confía en que «todos tenemos un propósito en la vida, soy una persona que me conformo con lo que tengo, no pido demasiado»
– ¿cuál dirías que es tu propósito?
– Trabajar.

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