Venezuela

Entrar, dormir y amanecer en Petare, ese enorme retrato de Venezuela hoy

El joven escritor Raúl De Armas Gómez nos ofrece una crónica en clave de trilogía sobre Petare, la populosa barriada de Venezuela que contiene y resume las grandezas y miserias de un país en repetida crisis. El texto nos lleva a las tortuosas calles y empinadas colinas para mostrarnos aspectos menos conocidos y el rostro humano de esta colmena con medio millón de habitantes.

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(Dedicado a Elisa, Yusbelly y Jesús, amigos).  Lo primero que salta a la vista al salir de la estación de metro de Palo Verde, en Petare, es una estatua sin placa de Bolívar. Una estatua desabrida, como la mayoría de las estatuas, que sólo aparece realmente cuando el sol lozano de la mañana, o cuando el sol triste de la tarde pega sus rayos en la superficie negra y opaca de metal.

I- ENTRAR  A PETARE

La gente gira como trompos alrededor de ella. Van y vienen con gran afán, trabajando, buscando, cazando una oportunidad que les permita resolver el día. Decenas de mototaxis ofrecen aventones, varios borrachos cantan un vallenato, dos señoras venden desodorantes, y cinco niños piden dinero a cuánto ser les pase por delante. Se silba, se grita, se escupe, se maldice, mientras nosotros, visitantes de la misma ciudad, nos adentramos en la muralla de casitas rojas y amontonadas que se yergue al norte de la estación. Estamos en el barrio José Felix Ribas, parte de Petare, a su vez la favela más grande de Venezuela y la segunda de Latinoamérica.

La populosa parroquia Petare, en el este de Caracas, abriga a unos 500.000 habitantes, la mayoría en precarias construcciones de bloques se arcilla sin frisar. Hay algunos complejos de edificios como islas verticales. (Fotos: Daniel Hernández/El Estímulo)

Un Macondo caraqueño

Mientras nos acercamos tiene uno la sensación de estar entrando en la versión real de Macondo, el mundo mágico de García Márquez. Hay gitanos vendiendo maravillas insólitas, hay José Arcadios emprendiendo tareas utópicas, hay mujeres hechizando la cordura de los hombres, y, cómo no, hay bandas combatiendo guerras inútiles como todas las guerras. No parece haber un instante de calma. Ni un solo minuto de silencio, pues las motos, la salsa y la enorme algarabía de los vendedores, generan un río incesante de ruido que sólo tiene dos salidas: hacia dentro del barrio o hacia fuera.

brujos
Un hombre conocido como «El hermano Guayanés», atiende una consulta en una clínica espiritista, donde tratan a pacientes de todo tipo con diferentes patologías utilizando medicina con hierbas tradicionales. Decenas de personas asisten a los centros espirituales de «La calle de los brujos» en el barrio Jose Felix Ribas de Petare para atender su salud. Foto: Ramesés Mattei

Si tuviera que expresar la primera impresión sobre Petare, además del tsunami de sonidos, sería la idea de que allí todo sucede. Y con todo me refiero a todo: a toda acción posible de la humanidad, desde la bondad más admirable hasta el crimen más sanguinario. O por lo menos eso pensaba. Porque después de caminar por el colorido e inquieto mercado de las zonas 1 y 2, que son divisiones del barrio, mi amigo Jesús Piñero -probablemente el único historiador y periodista del lugar-, nos comentó algo inesperado, algo que nos enseña que en Petare no sólo sucede lo humanamente posible, sino lo extraordinario y sobrenatural también.

– Miren –dice apuntando a una callecita en subida–, ese es el callejón de los brujos.
– ¿Cómo que brujos? –le pregunto escéptico–.
– Brujos, literalmente brujos.

En esta foto de 2017, Glenda atiende en su «consultorio espiritual», en el «callejón de los brujos», en Petare. Foto: EFE/Cristian Hernández
Uno de los miles de empinados laberintos de Petare. Foto: Daniel Hernández/El Estímulo

En este mundo dentro del mundo que es Petare, el cual acaba de cumplir triste pero orgullosamente 400 años, se pueden encontrar brujos, santeros, paleros, muertos inconformes, niños fantasma, búhos transmutados, gatos renacidos, evangélicos chismosos, jugadores de dominó profesionales, y muchas otras invenciones que no existen juntos en ningún lado sino aquí. Es por eso que miramos con atención aquella callecita.

En la entrada se ve una imagen de la Virgen María acompañada por una tenebrosa calavera de vaca. Debe servir como amuleto protector para los miles de seres mágicos que viven allá adentro. Más al fondo, un hombre bebe anís con Frescolita desde la maleta de su carro. Una mujer con medio cuerpo desnudo lo mira y ríe. Tres niños juegan kicking ball con una pelota desinflada, mientras un pescadero raspa la piel de unas curvinas feas. Y nosotros, con doble tapaboca, empujados por la cautela bajo un cielo turquesa, seguimos caminando con un asombro disimulado, sabiendo que alrededor nuestro ocurre todo, todo y más.

II- OBSERVAR A PETARE

Las huellas redondas de unos disparos en un quiosco abandonado nos recuerdan a circunstancias extrañas. A una tensión que, aunque presente, no se percibe en el aire. Se trata de la delincuencia. Está pero no la vemos, mientras posiblemente ella sí nos vean a nosotros.

Recorremos uno de los sitios más peligrosos del mundo con una confianza que es tan estúpida como ajustada. La única manera de caminar por aquí es aparentando que eres de la zona. Y claro, el tapaboca, los trapos que vestimos, la compañía de un local, el ambiente festivo y caribeño, y el hecho de que cada quien anda en lo suyo, también ayudan a suavizar esa tensión, a mezclarnos.

A nuestro alrededor, la gente saca sus teléfonos en la calle, cosa que sólo es extraordinaria en Venezuela. También ríen, cantan, juegan en las aceras. Nadie nos voltea a ver, pero nosotros vemos, tranquilos pero apresurados por un lado de las calles sucias, casi cabizbajos, con un paso firme que se detiene cada vez que nuestro guía tiene un comentario:

-Esta es la Zona 4, donde queda el basurero. Esta es la 5, que no tiene nada especial salvo unas arepas de chicharrón. Aquí la 6, la más grande de todas. Esta es la 7, donde están los brujos y el comedor de Alimenta la Solidaridad. Luego la 8, que…bueno… es la zona del “Patrón”. Y esta, amigos -metida en una grieta de la colina-, es la zona 9, nuestro destino.

Llegamos y nos reciben con mucha gentileza. Salen los perros, baja la familia, nos presentan, y conversamos amenamente. La candidez nos disuelve. El recibimiento es una rutina necesaria, un acto de respeto y cordialidad. Nos explican el origen de la paz que se respira en el ambiente, una paz frágil en forma de burbuja que envuelve y refresca al barrio.

Al parecer, la causa de esa paz tiene nombre y apellido, pero no tiene cara. Tiene apodos, pero no residencia fija. Tiene muchos aliados, pero más enemigos. Estuvo preso y ahora está libre. La gente teme mencionarlo, y aunque debe vivir en alguna casita de ladrillos rojos, en algún lugar dentro de la Zona 8, siempre en movimiento por seguridad, nadie sabe realmente donde se toma el café de la mañana, ni donde come, ni qué hace los viernes en la tarde. La mayoría no reconoce su cara. Su voz es un enigma. Se mueve en las sombras como los tuqueques y las hienas. Cuando aparece, a veces en una bodega o por algún callejón, está armado hasta los dientes y con un pelotón de hombres.

Nadie se atreve a mirarlo fijamente. Se ha dicho que carga con un rifle del tamaño de una pierna de caballo, y que lleva en el cuello un collar con una granada. Ese hombre bestial, mitad cuento mitad hombre, un criminal sin rienda, se llama Wilexis Acevedo: el caudillo absoluto del barrio José Felix Ribas.

La historia sale espontáneamente durante la conversación. Es un tema que sostiene a los demás temas porque Wilexis gobierna la vida de la comunidad. Nadie se escapa de su voluntad. La historia resumida es que estaba preso y el régimen lo liberó; luego lo armó y éste se rebeló. Desde entonces ha habido un conflicto bélico por apresarlo y retomar el control de Petare. Ese conflicto llegó a una tregua a principios de éste año cuando la FAES, y otros cuerpos de seguridad, cedieron ante su poder. No pudieron con él y se vieron obligados a capitular. Ahora los petareños viven bajo su hegemonía en una aparente, ahuecada, tambaleante, concordia. Bajo su reinado no se roba ni se mata; no se cuestiona ni se duda. El que infringe estas premisas sufre horribles consecuencias. Dicen que a los ladrones se les castiga dándoles un tiro en ambas manos. Por eso se puede caminar con el teléfono en mano.

El “Patrón” vigila, protege y castiga; pero también hace de juez. Resuelve problemas conyugales y vecinales. Si alguien tiene un altercado con el vecino o con la pareja, puede ir a una de sus bases y solicitar una sesión. Él escuchará a través de un intermediario, pues no se deja ver, y comunicará su decisión. De esta manera se han resuelto un montón de pequeñeces capaces de amargar la existencia, como infidelidades, discusiones, arreglos de jardín, inundaciones, etc. Su palabra, como la palabra de los antiguos patriarcas, es ley. Cuestionarla significa arriesgar la vida.

Todo esto lo escuchamos sentados en el techo de una casita noble y humilde, observando a nuestros pies al barrio que se derrama sobre las laderas. Al estar aquí somos parte del reinado de Wilexis. Hemos entrado en su campo de visión, y aunque no lo veamos ni lo escuchemos, sentimos la fuerza de su dominio ancestral. Esa fuerza de cinco letras que ha dominado al hombre desde antes de ser hombre, y que gobierna a Petare con un silencio que suena a regetón: el miedo.

III- AMANECER EN PETARE

Continuamos conversando hasta que la tarde degradó hacia una noche fría. Fue entonces que nos dimos cuenta que estábamos en un cerro, ya que la brisa olía a hierba y tenía esa frescura que se pierde cuando corre entre edificios y carros.

Los niños guardaron sus papagayos, y las casitas rojas se convirtieron en sombras. Era inevitable pensar en el cambio de perspectiva. A distancia, al ver al barrio, uno se asombra con la inmensurable cantidad de luces titilando, abultadas, sobrepuestas, demasiado cercanas. Ahora éramos una de ellas. Una, apenas, del medio millón que nos rodeaba, y que alguien habrá estado viendo en algún punto de la ciudad mientras dice:

«Ese hormiguero iluminado es Petare».

Después de cenar dos arepas –más sabrosas de lo que yo jamás me he comido en mi propia casa– nos devolvimos a la platabanda. Un vecino había subido el volumen de la música a niveles invasivos, envolviendo y atormentando a toda la Zona 9 con un techno que escuchado bien, es menos música y más ruido de taller mecánico, ruido de tuercas y tubos chocando.

Leímos cuentos, dialogamos sobre la situación, reímos, pasamos frío, y hasta sentimos esa presencia sutil que viene después de los relatos sobrenaturales. Acá, una paloma volando a las 3 de la mañana es una bruja. Un sonido en el techo de zinc es un fantasma. Una niña muerta bajo circunstancias extrañas es una poseída. El avistamiento de un hombre desconocido en zonas aledañas es la prueba de que los muertos no se van, sino que salen a pasear en la madrugada. Y claro, el aullido de los perros no es otra cosa que la bienvenida o el rechazo a esos seres extraordinarios. O peor aún, más peligroso: son la alarma que se prende ante la llegada de un pelotón de delincuentes o policías allanando casas.

A todas esas cosas se enfrentan los petareños día a día. Y me quedo corto. Ya que es evidente que viven una existencia más extraordinaria, amplia y recia que lo que la vida cómoda podría darles a experimentar.

Pasamos la noche influenciados por todas esas historias. Es cierto que no importa lo que se cuente, sino el cómo se cuente.

Por más fantásticos que sean los monstruos –y eso que abundan en forma humana–, basta una lágrima o una risa nerviosa para empezar a respetarlos. En verdad, lo desconocido nos sostiene. Así que dormimos casi como dormir en un cementerio, refugiados en la razón pero humildes ante a lo incomprensible.

Cuando nos levantamos seguía sonando el techno. Un cielo de cristal había corrido la noche inquieta. Los gallos cantaban a la distancia, y el viento diáfano de montaña nos daba los buenos días. Al asomarnos en el balcón para ver por primera vez a la cara recién levantada de Petare, con sus lagañas ingenuas y sus labios resecos, vimos unos hilos de coser enredados en los cables eléctricos.

– ¿Para qué son? –preguntamos-.

– Para atrapar brujas –respondieron sin titubeos-.

(Por Raúl De Armas Gómez, Caracas, 2021)

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